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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (8 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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—¿Vamos a echar un vistazo al centro social de Yongsan-dong?

—¿Por qué iba a ir mamá hasta allí? —pregunta su hermana. Con expresión abatida, añade—: Podemos pasar luego. —Y, dirigiéndose a la gente que pasa por su lado rozándolos, reparte volantes y grita—: Es nuestra mamá. Por favor, mírenlo antes de tirarlo.

Nadie reconoce a su hermana, cuya foto aparece a veces en la sección cultural del periódico cuando publica un nuevo libro. La combinación de gritar y repartir volantes, como hace su hermana, debe de ser más efectiva, porque la gente no los tira en cuanto se da la vuelta como hace con los suyos. No hay muchos lugares adonde podría haber ido mamá, aparte de las casas de sus hermanos. Esa es la raíz de su agonía y la de su familia. Si mamá hubiera tenido a donde ir, habrían podido acotar su búsqueda, pero como no es así, tienen que rastrear toda la ciudad. Cuando su hermana le ha preguntado: «¿Por qué iba a ir mamá hasta allí?», no ha caído en la cuenta de que su primer empleo en esa ciudad fue en el centro social de Yongsan-dong. Porque hace treinta años de eso.

El viento se ha vuelto frío, pero él tiene la cara cubierta de sudor. A sus poco más de cincuenta años, es director de marketing de una promotora inmobiliaria. Hoy, sábado, no es día laborable, pero si mamá no hubiera desaparecido, él estaría en la casa piloto de Songdo. Su compañía ha estado reclutando a compradores de último minuto para los apartamentos de un gran edificio de allí que pronto estará terminado. Ha trabajado día y noche para alcanzar una tasa de ocupación del cien por cien. Toda la primavera fue responsable de la campaña publicitaria, y en lugar de contratar a las típicas modelos profesionales, decidió elegir a un ama de casa corriente. Ha estado tan ocupado supervisando la construcción de la casa piloto e invitando a cenar a periodistas, que ya no se acuerda de la última vez que llegó a casa antes de medianoche. Los domingos a menudo acompañaba al director y a otros ejecutivos a los campos de golf de Sokcho o Hoengsong.

«¡Hyong-chol! ¡Mamá ha desaparecido!». La voz apremiante de su hermano pequeño una tarde de mediados de verano creó una fisura en su vida cotidiana y la resquebrajó como si hubiera pisado una fina capa de hielo. Mientras oía que padre y mamá habían estado a punto de coger el metro para ir a casa de su hermano, pero que el metro se había marchado solo con padre, dejando a mamá atrás, en la estación, y que no habían logrado dar con ella, no se le ocurrió pensar que eso podía significar que mamá había desaparecido. Cuando su hermano dijo que había llamado a la policía, Hyong-chol se preguntó si no era una reacción exagerada. Solo cuando hubo transcurrido una semana puso un anuncio en el periódico y llamó a todos los servicios de urgencias. Cada noche se dividían en grupos y acudían a los centros de acogida de los sin techo, en vano. Mamá, que se había quedado atrás en la estación de Seúl, se había desvanecido como una fantasía. No había rastro de ella. Le daban ganas de preguntar a padre si mamá había ido realmente a Seúl. Pasaron diez días, dos semanas, y cuando se cumplió casi el mes de su desaparición, él y su familia estaban desorientados, como si hubieran sufrido daños en una parte del cerebro.

Le da los volantes a su hermana.

—Voy a comprobarlo.

—¿Te refieres a Yongsan?

—Sí.

—¿Tienes un presentimiento?

—Fue el primer lugar donde viví cuando vine a Seúl.

Le pide a su hermana que esté pendiente del móvil, que si averigua algo la llamará. Es innecesario que le diga eso a estas alturas. Su hermana, que no solía contestar al móvil, ahora lo hace antes del tercer timbrazo. Él se encamina hacia la hilera de taxis. Mamá estaba preocupada por su hermana Chi-hon, que tiene casi treinta y cinco años pero sigue soltera. A veces lo llamaba a primera hora de la mañana y decía: «¡Hyong-chol! Ve a casa de Chi-hon; no contesta el teléfono. Ni contesta ni me llama… Hace un mes que no oigo su voz». Cuando él le respondía que seguro que Chi-hon estaba encerrada en casa escribiendo o que se habría ido a alguna parte, mamá insistía en que fuera al apartamento de su hermana: «Vive sola. Podría estar enferma en la cama, o tal vez se ha caído en el cuarto de baño y no puede levantarse…». Cuando él escuchaba la lista de fatalidades que podían pasarle a cualquiera que viviera solo, acababa pensando que alguna de ellas sí podía haber ocurrido. Antes de ir a trabajar o a la hora de comer, pasaba por el piso de su hermana y veía un montón de periódicos en la puerta, señal de que Chi-hon no estaba. Los recogía y los tiraba al cubo de la basura. Cuando no veía periódicos ni botellas de leche en la puerta, apretaba el timbre sin pausa, sabía ver la tranquilidad con que la escuchaba, lo miró a los ojos y exclamó:

—¡Hyong-chol! ¿Eres realmente tú?

—Ella me ha dicho que no pasa nada. ¿A qué viene tanto revuelo?

—¿La crees? Mamá siempre nos dice eso. Es su mantra. Sabes que no es cierto. Sabes que solo lo dice porque se siente culpable de ser una carga para ti.

—¿Por qué se siente culpable?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? ¿Por qué haces que se sienta culpable?

—¿Qué he hecho?

—Mamá lleva mucho tiempo diciéndolo. Sabes que es cierto. Deja que te lo pregunte: ¿por qué demonios se siente culpable contigo?

* * *

Hace treinta años, después de aprobar el examen de acceso a la administración pública de quinto nivel, el primer destino que le asignaron fue el centro social de Yongsan-dong. Cuando terminó el instituto y no logró plaza en ninguna universidad de Seúl, mamá no podía creerlo. Desde la escuela primaria había sido el mejor de su clase. Hasta que suspendió el examen de acceso a la universidad, siempre había sido el primero en todo. En sexto sacó las mejores notas en las pruebas de acceso al grado medio, lo que le permitió matricularse gratis. Durante tres años seguidos fue el mejor estudiante de la escuela, por lo que nunca tuvo que pagar nada. Lo admitieron en el instituto de secundaria como el mejor de la clase. «¡Me gustaría pagar la matrícula de Hyong-chol al menos una vez!», exclamaba mamá con orgullo. No podía entender que alguien que había sido el mejor de la clase durante todo el instituto no pasara el examen de acceso a la universidad. Cuando se enteró de que no solo no había sido el primero, sino que lo había suspendido, mamá se quedó desconcertada. «Si tú no apruebas, ¿quién puede aprobar?», preguntó. Él tenía previsto estudiar con ahínco en la universidad para seguir siendo el mejor de la clase. En realidad no era un plan; era su única opción. Solo podría ir a la universidad si obtenía una beca. Como no aprobó, tuvo que buscar otro camino. No podía permitirse el lujo de considerar siquiera repetir el examen al año siguiente, y enseguida se le ocurrió qué hacer. Se presentó a dos exámenes para entrar en la administración pública y aprobó los dos. Aceptó el primer puesto que le ofrecieron y se fue de casa. Unos meses después se enteró de que había una facultad de derecho nocturna en Seúl y decidió matricularse. Se dio cuenta de que para ello necesitaba su título de bachillerato. Si escribía una carta pidiendo una copia y esperaba que se la mandaran por correo, llegaría fuera de plazo. Así pues, escribió una carta a su padre diciéndole que fuera a la terminal de autobuses con una copia del título y le pidiera a alguien que viajara a Seúl que se lo llevara. Le dijo que una vez que lo hubiera hecho le llamara al trabajo… si su padre le decía a qué hora llegaba el autobús, él iría a la terminal y recogería el título. Esperó y esperó, pero la llamada no llegó. En medio de la noche, cuando se preguntaba qué podía hacer en cuanto a la matrícula, pues se cerraba al día siguiente, alguien aporreó la puerta del centro social donde vivía entonces. Los empleados se turnaban para hacer guardia por las noches, pero como él no tenía dónde dormir, quedó decidido que viviría en la sala del turno de noche. De modo que todas las noches estaba de guardia. Siguieron aporreando la puerta como si fueran a derribarla; cuando abrió, vio a un chico en la oscuridad.

—¿Es su madre?

Detrás del chico estaba su madre, tiritando de frío. Antes de que pudiera decir algo, ella exclamó:

—¡Hyong-chol! ¡Soy yo! ¡Mamá!

El chico miró el reloj.

—¡Solo faltan siete minutos para el toque de queda! —Y, volviéndose hacia la mamá de Hyong-chol, dijo—: ¡Adiós! —Y salió disparado hacia la oscuridad para eludir la hora tope impuesta por el gobierno.

Padre estaba de viaje. Cuando la hermana de Hyong-chol leyó en voz alta su carta, mamá se quedó preocupada. Luego fue al instituto para pedir una copia del título y se subió al tren. Era la primera vez en su vida que se subía a un tren. Ese chico había visto a mamá en la estación de Seúl preguntando cómo ir a Yongsan-dong. Al oírle decir que le urgía dar algo a su hijo esa noche, se sintió obligado a acompañarla en persona al centro social. La mamá de Hyong-chol llevaba sandalias de goma azules en pleno invierno. Durante la cosecha de otoño se había hecho un corte en el pie, cerca del dedo gordo, con una guadaña, y, como no había cicatrizado del todo, los únicos zapatos que podía llevar eran las sandalias de goma. Las dejó fuera antes de entrar.

—¡No sé si es demasiado tarde! —dijo y sacó el título.

Tenía las manos heladas. Él las cogió entre las suyas y se juró que haría felices a esas manos y a esa mujer fuera como fuese. Pero lo que salió de su boca fue una reprimenda: cómo se le había ocurrido seguir a un desconocido. Mamá lo reprendió a su vez.

—¿Cómo puedes vivir sin confiar en la gente? ¡Hay más gente buena que mala! —Y le ofreció su típica sonrisa optimista.

Se detiene frente al centro social cerrado y observa el edificio. Mamá no habría sabido llegar hasta allí. Si no, habría sabido llegar a la casa de uno de sus hijos. La mujer que había dicho que la había visto allí la recordaba por sus ojos. Había dicho que llevaba unas sandalias de goma azules. Unas sandalias de goma azules. Hyong-chol recuerda de pronto que el calzado que llevaba mamá cuando desapareció eran unas sandalias de tacón bajo beis. Padre se lo había dicho. Pero la mujer que le había contado que las sandalias de mamá le habían hecho un corte en el pie de tanto andar había afirmado con rotundidad que eran azules. Hyong-chol mira dentro del centro social, luego se vuelve hacia las calles que llevan al instituto para chicas Po-song y a la iglesia Eunsong.

¿Existe todavía la sala del turno de noche en ese centro social?

Fue en esa sala del turno de noche donde hace muchos años durmió al lado de mamá compartiendo manta. Al lado de la mujer que se había subido a la buena ventura al tren de Seúl para llevar un certificado de estudios a su hijo. Debió de ser la última vez que se había acostado así al lado de mamá. Por la pared que daba a la calle entraban ráfagas de aire frío.

—Me duermo antes si estoy al lado de la pared —dijo mamá, y le cambió el sitio.

—Hay mucha corriente —dijo él, y se levantó para poner su bolsa y sus libros contra la pared. También amontonó la ropa que había llevado ese día.

—No te preocupes —dijo mamá, cogiéndole la mano y tirando de él—. Acuéstate, mañana tienes que madrugar.

—¿Qué tal ha ido tu primera visita a Seúl? —preguntó él, tumbado a su lado y mirando el techo.

—Nada especial —respondió ella, y se rió.

Se volvió para mirarlo y empezó a hablar del pasado.

—Eres mi primer hijo. No es lo único que me has hecho hacer por primera vez. Todo lo que se refiere a ti es un mundo nuevo para mí. Tuve que hacerlo todo por primera vez. Fuiste el primero por el que se me abultó la barriga y el primero al que di de mamar. Tenía tu edad cuando naciste. Cuando vi por primera vez tu cara roja y sudada, con los ojos cerrados… La gente dice que cuando tuvieron su primer hijo se sintieron sorprendidos y felices, pero yo creo que me puse triste. ¿De verdad este bebé es mío? ¿Y ahora qué hago? Tenía tanto miedo que al principio ni siquiera me atrevía a tocar tus retorcidos deditos. Cerrabas tus manos diminutas en dos puños. Si te las abría, un dedo tras otro, sonreías. Eran tan pequeños que yo pensaba: «Si sigo tocándolos desaparecerán». Porque no sabía nada. Me casé a los diecisiete años y, como no me quedé embarazada hasta los diecinueve, la tía no paraba de decir que probablemente no podía tener hijos, de modo que cuando me enteré de que te esperaba, lo primero que pensé fue: «Ya no tendré que oírselo decir…», eso es lo que más me emocionó. Más tarde fui feliz al ver crecer tus dedos cada día. Cuando estaba cansada, me acercaba a ti y te abría los dedos de las manos. O te tocaba los dedos de los pies. Hacer eso me daba fuerzas. La primera vez que te puse unos zapatos me emocioné de verdad. Cuando diste los primeros pasos hacia mí, me reí tanto…; si alguien hubiera arrojado delante de mí un montón de oro, plata y joyas, no me habría reído más. ¿Y cómo crees que me sentí cuando te llevé a la escuela? Cuando te prendí una tarjeta con tu nombre en el pecho, me sentí tan adulta… No puedo comparar con ninguna otra cosa la felicidad que me dio ver cómo crecían tus piernas. Todos los días cantaba: «Crece, mi niño, crece». Y de repente un día fuiste más alto que yo.

Él la miraba mientras las palabras brotaban como una confesión. Mamá se tumbó de lado, hacia él, y le acarició el pelo.

—Decía: «Espero que crezcas alto y fuerte». Pero cuando vi que eras más alto que yo, aunque eras mi hijo, me asusté.

Él carraspeó y volvió a mirar el techo, para ocultar sus ojos llenos de lágrimas.

—A diferencia de otros niños, tú no me necesitabas. Lo hacías todo solo. Eres guapo, y en la escuela eras un niño bueno. Me siento tan orgullosa de ti que a veces me cuesta creer que hayas salido de mis entrañas… Si no fuera por ti, ¿cuándo habría tenido la oportunidad de venir a Seúl?

En ese momento él decidió que ganaría mucho dinero para que cuando mamá regresara a esa ciudad pudiera dormir en un lugar caldeado. No permitiría que volviera a dormir con frío. Siguió un silencio, y luego mamá susurró:

—Hyong-chol.

Él oyó la voz muy lejana, medio dormido. Mamá le acarició la cabeza. Se incorporó y, mirando por encima de su figura durmiente, le tocó la frente.

—Lo siento. —Apartó rápidamente la mano para secarse las lágrimas, pero cayeron en la cara de él.

Cuando Hyong-chol se despertó al amanecer, su madre estaba barriendo el suelo del centro social. Trató de detenerla, pero ella dijo:

—No me importa. No tengo nada que hacer.

Y, como si fueran a castigarla si no hacía algo provechoso, fregó el suelo y limpió a fondo los escritorios de los empleados. Se veía el vaho de su aliento, y las sandalias azules le presionaban el empeine de sus pies hinchados. Mientras esperaban a que abriera la cafetería de al lado para desayunar, las manos de mamá dejaron el centro social como los chorros del oro.

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