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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (4 page)

BOOK: No sin mi hija
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Al cabo de unos minutos, su voz se mezcló con las de Baba Hajji, Ameh Bozorg, sus hijas Zohreh y Fereshteh, y Majid, de treinta años, su hijo más joven. Los otros cinco hijos y su hija Ferree tenían a esas alturas su propio hogar.

No sé cuánto duró la plegaria, porque yo me dormía y despertaba a ratos, y no me enteré de cuándo Moody volvió a la cama. Pero ni aun entonces había terminado la edificación religiosa de la casa. Baba Hajji seguía leyendo el Corán en una especie de sonsonete a voz en grito. Pude oír también a Ameh Bozorg, en su habitación del otro extremo de la casa, leyendo el Corán. Continuaron así durante horas, y su voz tenía un tono hipnótico.

Baba Hajji había terminado sus rezos y marchado ya a su oficina —era propietario de una compañía de exportación e importación llamada H. S. Salam Ghodsi amp; Hijos— antes de que yo me levantara.

Mi primer pensamiento fue quitarme con una ducha los efectos del calor del día anterior. No había toallas en el baño. Moody me dijo que probablemente Ameh Bozorg no tuviese ninguna, de modo que rasgué una sábana de la cama para que los tres la usáramos como sustituto. Tampoco había cortina en el baño; el agua simplemente manaba de un agujero situado en el extremo más bajo del inclinado suelo de mármol. A pesar de estos inconvenientes, el agua era refrescante.

Mahtob se duchó después de mí, y luego Moody, mientras yo me vestía con una modesta falda y una blusa. Me di unos toquecitos de maquillaje, dediqué cierto tiempo a mi cabello. En casa, con la familia, me había dicho Moody, no tenía por qué permanecer cubierta.

Ameh Bozorg andaba ocupada en la cocina, vestida con un
chador
de tipo doméstico. Como necesitaba tener las dos manos libres para trabajar, le había dado a la flotante tela otra vuelta al cuerpo, juntándolo bajo los sobacos. Para sujetarlo en su sitio, tenía que mantener los brazos pegados a los costados.

Así trabada, trabajaba en una habitación que, al igual que el resto de la casa, había sido otrora hermosa, pero ahora había caído en un estado de deterioro general. Las paredes estaban cubiertas por una capa de grasa acumulada durante decenios. Grandes aparadores de estaño, parecidos a los de una cocina comercial americana, se estaban oxidando. Había una fregadera doble de acero inoxidable, llena de platos sucios. Cazuelas y sartenes de todas clases aparecían amontonadas sobre la mesa de mármol y sobre una pequeña mesa cuadrada. Sin más espacio disponible en la mesa, Ameh Bozorg simplemente usaba el suelo de la cocina como lugar de trabajo. El suelo era de mármol marrón y estaba parcialmente cubierto por un trozo de alfombra roja y negra. Había, por todas partes, restos de comida, pegajosos residuos de aceite derramado y misteriosos regueros de azúcar. Me sorprendió ver un refrigerador y congelador General Electric completo, con fabricador de hielo. Una ojeada a su interior reveló un revoltijo de más platos, sin tapar, con las cucharas de servir todavía en su sitio. La cocina ofrecía también la presencia de una lavadora italiana de carga frontal y el único teléfono de la casa.

La mayor sorpresa la tuve cuando Moody me dijo con orgullo que Ameh Bozorg había hecho limpieza general de la casa en honor de nuestra llegada. Me pregunté qué aspecto tendría cuando estaba sucia.

Una vieja y enjuta criada cuyos podridos dientes hacían juego con el estado de su
chador
azul marino obedecía con indiferencia las órdenes de Ameh Bozorg. En el suelo de la cocina, preparó una bandeja de té, queso y pan, y nos la sirvió en el suelo de la sala.

Servido en
estacons
, diminutos vasos en los que no cabía más que un cuarto de taza, el té fue ofrecido por estricto orden: primero, a Moody, el único varón presente en aquel momento, y luego a Ameh Bozorg, la mujer de más categoría, después a mí, y finalmente a Mahtob.

Ameh echó azúcar a su té, tomando cucharillas colmadas del tazón y vertiéndolas en su taza. Con ello dejó un grueso reguero de azúcar sobre las alfombras, invitando a las cucarachas a desayunar.

Encontré el té fuerte y caliente, y asombrosamente bueno. Mientras lo probaba, Ameh Bozorg le dijo algo a Moody.

—No has puesto azúcar en el té —dijo.

Observé un extraño nuevo estilo en la manera de hablar de Moody. En casa hubiera dicho «No te has…». Ahora dejaba de lado el pronombre adoptando la formalidad que suele caracterizar el habla de quienes tienen el inglés como segunda lengua. Hacía mucho que Moody había americanizado su lenguaje. ¿Por qué este cambio?, me pregunté silenciosamente. ¿Había vuelto a pensar en parsi, traduciendo al inglés antes de hablar? En voz alta, respondí a la pregunta.

—No lo quiero con azúcar —dije—. Es bueno.

—Está muy intrigada contigo —indicó Moody—. Pero yo le he dicho que tú ya eres bastante dulce. Que no necesitas el azúcar.

Los hundidos ojos de Ameh Bozorg dejaron bien claro que ella no apreciaba la broma. Beber té sin azúcar era una clara metedura de pata social, pero no me importaba. Devolví la airada mirada a mi cuñada, sorbí mi té y conseguí articular una sonrisa.

El pan que nos sirvieron era ácimo, carecía de sabor, era soso y seco, y tenía la consistencia del cartón. El queso era un feta danés fuerte. A Mahtob y a mí nos gusta el feta danés, pero Ameh Bozorg no sabía que hay que guardarlo cubierto de líquido para que conserve su sabor. Aquel queso olía a pies sucios. Mahtob y yo tragamos lo que pudimos.

A última hora de la mañana, Majid, el hijo más joven, me hizo una larga visita. Se mostró amistoso y amable, y su inglés era pasable. Había muchos lugares a los que quería llevarnos. Debíamos ver el palacio del sha, me dijo. Y estaba también el Parque Mellatt, que ofrecía una rareza en Teherán: césped. También quería llevarnos de compras.

Todo eso tendría que esperar, lo sabíamos. Los primeros días estarían dedicados a recibir visitas. Parientes y amigos, lejanos y próximos, querían ver a Moody y a su familia.

Aquella mañana, Moody insistió en que telefoneáramos a mis padres en Michigan, y eso planteó un problema. Mis hijos Joe y John, que vivían con mi ex marido en Michigan, sabían dónde estábamos, pero les había hecho jurar que mantendrían el secreto. Yo no quería que papá y mamá lo supieran. Papá estaba luchando contra lo que había sido diagnosticado como un cáncer de colon terminal. No quería cargar a mis padres con más problemas, así que sólo les había dicho que viajaríamos a Europa.

—No quiero decirles que estamos en Irán —declaré.

—Sabían que veníamos aquí —repuso Moody.

—No, no lo sabían. Les dije que íbamos a Londres.

—La última vez que los vi —dijo Moody—, cuando nos despedíamos, les dije que veníamos a Irán.

De manera que llamamos. Casi al otro extremo del mundo, oí la voz de mi madre. Después de intercambiar expresiones de cariño, le pregunté por papá.

—Va tirando —me dijo mamá—. Pero la quimioterapia le molesta.

Finalmente, le dije que llamaba desde Teherán.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Ya me lo temía.

—No te preocupes. Lo pasamos espléndidamente —mentí—. Todo está muy bien. Volveremos el diecisiete.

Puse a Mahtob al teléfono, y vi cómo se le iluminaban los ojos al oír la voz familiar de la abuela.

Después de la llamada telefónica me volví hacia Moody.

—¡Me has mentido! —le acusé—. Me has dicho que ellos sabían que veníamos aquí, y no era verdad.

—Bueno, pues se lo dije —me respondió, encogiéndose de hombros.

Sentí una punzada de pánico. ¿No le habían oído bien mis padres? ¿O había pillado a Moody en una mentira?

Los parientes de Moody llegaban en manadas, reuniéndose en la sala para comer o cenar. Los hombres eran recibidos en la puerta con pijamas domésticos. Entonces iban rápidamente a otra habitación a cambiarse, y luego se unían a nosotros en la sala. Ameh Bozorg disponía de un auténtico surtido de
chadores
de colorines para las mujeres visitantes, las cuales mostraban extraordinaria experiencia en el cambio del
chador
negro de calle por el modelo social de brillantes colores, cambio que realizaban sin descubrir un solo centímetro de la prohibida piel facial.

Las visitas se abandonaban a la charla y la comida.

Durante sus conversaciones, los hombres proseguían con sus interminables prácticas religiosas. Todos sostenían un
tassbead
—un rosario de cuentas de plástico o de piedra— en la mano, utilizándolo para contar las treinta y tres repeticiones del «
Allahu akbar
», «Dios es grande».

Si los visitantes llegaban por la mañana, el molesto proceso de las despedidas se iniciaba alrededor del mediodía. Después de cambiarse nuevamente de indumentaria para salir a la calle, se despedían con besos, se desplazaban ligeramente hacia la puerta, charlaban, se volvían a besar y se movían un poco más, hablaban, gritaban, lloraban, se abrazaban… durante otros treinta o cuarenta y cinco minutos, o una hora. Nadie parecía preocupado por sus obligaciones.

Conseguían salir, sin embargo, antes de las primeras horas de la tarde, que estaban dedicadas a la siesta, que el calor y el exigente programa de rezos hacían necesaria.

Si los visitantes iban a cenar, se quedaban hasta tarde, porque siempre esperaban a que Baba Hajji regresara del trabajo —nunca antes de las diez— y se sumara a los demás, en una habitación llena de hombres vestidos con pijamas y mujeres envueltas en
chadores
, para la comida de la noche.

Normalmente, yo no me molestaba en cubrirme la cabeza en la intimidad de la casa, pero algunos visitantes eran, al parecer, más devotos que otros. De vez en cuando, me veía obligada a cubrirme. Una noche en que llegaron unos invitados inesperadamente, Ameh Bozorg corrió hacia nuestra habitación, me arrojó un
chador
negro y le ladró algo a Moody.

—Póntelo en seguida —ordenó Moody—. Tenemos invitados. Y hay un hombre de turbante.

Un hombre de turbante es el jefe de una
masjed
, una mezquita. Es el equivalente de un sacerdote o un pastor cristiano. Vestido con una
abbah
, un hábito en forma de capa, y la omnipresente prenda de cabeza que justifica su apodo, un hombre de turbante se distingue inmediatamente del hombre corriente iraní, que por lo general viste simplemente un traje o una chaqueta deportiva y va con la cabeza descubierta. Un hombre de turbante suscita gran respeto.

No tenía, por tanto, ninguna oportunidad de poner objeciones a la orden de Moody de que me pusiera el
chador
, pero, al hacerlo, me di cuenta de que la molesta prenda estaba sucia. El velo que cubre la parte inferior de la cara estaba apelmazado por la presencia de una mucosidad seca. Yo no había visto pañuelos ni nada parecido en la casa. Lo que sí había visto era que las mujeres usaban el velo en esta función. El olor era repulsivo.

El hombre de turbante era
Aga
Marashi. Su mujer era hermana de Baba Hajji. Estaba también lejanamente emparentado con Moody. Apoyándose en un bastón de madera tallado a mano, entró tambaleándose en la sala, acarreando un corpachón que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. Se dejó caer lentamente en el suelo, gimiendo por el esfuerzo. Incapaz de sentarse con las piernas cruzadas como todos, extendió sus enormes extremidades en forma de «V» e inclinó hacia adelante los hombros. Bajo sus negras ropas, la barriga le tocaba el suelo. Zohreh trajo rápidamente una bandeja de cigarrillos para el honorable invitado.

—Traedme té —ordenó secamente, encendiendo un nuevo cigarrillo con el que estaba terminando. Tosió y resolló ruidosamente, sin preocuparse de cubrirse la boca.

El té fue servido inmediatamente.
Aga
Marashi echó una cucharilla llena de azúcar en su
estacon
, chupó el cigarrillo, tosió y añadió otra cucharadita de azúcar al té.

—Seré tu paciente —le dijo a Moody—. Necesito tratamiento para la diabetes.

Yo no podía decidir qué me resultaba más desagradable, si el
chador
lleno de mucosidad reseca que sujetaba fuertemente ante mi cara, o el hombre de turbante en cuyo honor me veía obligada a llevarlo.

Me mantuve sentada durante toda la visita, dominando las náuseas. Una vez se hubieron ido los invitados, me quité el
chador
y le dije a Moody que estaba muy disgustada por lo sucio que estaba.

—Estas mujeres se suenan con él —me quejé.

—Eso no es verdad —replicó él—. Es una mentira.

—Bien, pues mira.

Sólo cuando examinó el velo por sí mismo concedió que le estaba diciendo la verdad. Me pregunté qué extrañas cosas estaban pasando por la cabeza de Moody. ¿Había vuelto a deslizarse tan tranquilamente en su ambiente infantil que todo le parecía natural hasta que yo se lo señalaba?

Durante aquellos primeros días, Mahtob y yo pasamos la mayor parte del tiempo en el dormitorio, saliendo sólo cuando Moody nos decía que había otros visitantes a los que debíamos conocer. En la habitación podíamos, al menos, sentarnos en la cama, en vez de hacerlo en el suelo. Mahtob jugaba con su conejito o conmigo. La mayor parte del tiempo estábamos aburridas y nos sentíamos acaloradas y desgraciadas.

A última hora de la tarde, la televisión iraní emitía noticias en inglés. Moody me hizo notar el evento diario, y yo llegué a desearlo, no por su contenido, sino por el hecho de oír mi propia lengua. Las noticias empezaban a las 4:30 y duraban unos quince o veinte minutos, pero el horario nunca era exacto.

La primera parte trataba inevitablemente de la guerra que se estaba librando contra Irak. Cada día tenía lugar un glorioso recuento total de las bajas de soldados iraquíes, pero jamás se hablaba de las propias. Había siempre algún fragmento cinematográfico en que se veía a jóvenes de los dos sexos, que marchaban ansiosos a la guerra santa (los hombres a luchar; las mujeres a cocinar, y también a ocuparse de la masculina tarea de cocer el pan), seguido de una patriótica llamada a más voluntarios. Venía luego un segmento de cinco minutos de noticias del Líbano (porque los musulmanes chiítas son en el Líbano una facción fuerte y violenta, apoyada por Irán, leal al Ayatollah Jomeini), y un condensado de tres minutos de noticias mundiales, que siempre incluía algún informe negativo sobre los Estados Unidos. Los americanos morían como moscas a consecuencia del SIDA. La tasa de divorcios en América crecía asombrosamente. Si la aviación iraquí bombardeaba algún petrolero en el golfo Pérsico, era porque los americanos se lo habían ordenado.

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