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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (18 page)

BOOK: Nervios
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Un tipo normal hubiera disparado, pero aquel miliciano ni protestó. Bajó el rifle con ademán asustado y los ojos puestos en la aguja, y luego lo dejó caer a un lado siguiendo las instrucciones del doctor. Ferrel se acercó, con la aguja alzada amenazadoramente, y el hombre se echó para atrás, lo que le permitió hacerse con el fusil para evitar ser tiroteado por la espalda. Se había retrasado, pero por lo menos sabía adónde se dirigía, y fue directo a la centralita.

—¡Arriba!

La voz de Ferrel le llegó a la muchacha directamente desde detrás de sus hombros, y se volvió para encontrarse con el fusil en una mano y la aguja en la otra, ambas cosas casi tocándole la cara.

—Ésta está cargada de curare, que es un veneno mortal. Tengo que hacer una llamada tan importante que no puedo irme con juramentos médicos y monsergas. ¡Arriba! ¡Nada de tocar las clavijas! Muy bien; ahora retírese hacia allí, fuera de los mandos… Ahí, échese de cara al suelo, ponga las manos en la espalda… Muy bien. ¡Bueno, si se mueve, no será por mucho rato!

Aquellas películas de gángsters que había visto le resultaban muy útiles. La muchacha se mostraba totalmente asustada y dócil. Pero no quería arriesgarse a saber si le ponía bien la llamada o le engañaba con las clavijas. Tenía que ser él mismo quien la pusiera.

¡Maldita sea! Las luces rojas eran las líneas principales, pero ¿qué clavija…? Lo más lógico era probar la más directa. Alguna vez había visto conectar una llamada, pero era incapaz de recordarlo. Ahora bajar ese interruptor… ¡no, no!, al revés. Llegó hasta él una señal que le indicó que había acertado y marcó rápidamente el número de la telefonista de conferencias, echando rápidas miradas a la muchacha que seguía en el suelo con las piernas abiertas. En su mente rondaba Jenkins y el tiempo que estaba perdiendo.

—Señorita… esto es una emergencia. Soy Walnut 7654; quiero poner una conferencia de larga distancia al doctor Kubelik, Hospital Mayo, Rochester, Minnesota. En el caso de que el doctor Kubelik no estuviera hablaré con quien responda en su departamento. La rapidez es esencial, señorita.

—Comprendido, señor.

Las telefonistas de larga distancia eran, gracias a Dios, muy eficientes. Se oyeron los clics y las señales habituales al ir avanzando la línea, la respuesta del hospital, más tiempo perdido, y por fin apareció una cara en la pantalla. Sin embargo, no era la de Kubelik, sino la de alguien mucho más joven.

Ferrel no perdió mucho tiempo en la introducción.

—Tengo una emergencia aquí donde me encuentro, y, maldita sea, el caso es tremendamente importante para todo el mundo pues todo depende de que salvemos a un hombre, lo que no se puede realizar sin el aparato del doctor Kubelik; él me conoce, si es que está ahí. Soy Ferrel, y le conocí durante una convención donde me enseñó el funcionamiento de su aparato.

—Kubelik todavía no ha llegado, doctor Ferrel; yo soy su asistente. Si está usted hablando del excitador cardiaco-pulmonar, está en estos momentos empaquetado y listo para ser transportado esta misma mañana a Harvard. Tienen un caso muy urgente y quizá lo necesiten…

—No tanto como yo…

—Tendré que consultar… Espere un poco. Doctor Ferrel, me parece que le recuerdo.

¿No es usted el jefe médico de la National?

—El mismo —asintió el doctor—. Respecto a esa máquina, si pudiera ahorrarse las formalidades…

La cabeza que se veía en la pantalla asintió una vez, demostrando una determinación instantánea y una expresión subyacente que indicaba algo más.

—Se lo enviamos inmediatamente, doctor. ¿Tiene por ahí un aeródromo donde aterrizar?

—El aeropuerto de Kimberly está a unos doce kilómetros. Tendré un camión allí esperando. ¿Cuánto tardará?

—Demasiado. Si lo tiene que llevar con un camión no llegará a tiempo. Mire, ya está cargado en un avión de despegue y aterrizaje vertical. ¿No disponen por ahí de algún lugar donde pueda tomar tierra?

Con un avión que podía posarse en cualquier sitio la cosa cambiaba.

—Hay un terreno al sur de la enfermería que tendré dispuesto con antorchas «por lo menos», pensó. Y, en último caso, Jones podría improvisar señales de algún tipo—. ¿Sirve eso?

—Muy bien. Un momento.

La cara del hombre se desvaneció de la pantalla, se oyó marcar otro número, al que siguió una corta conversación. Luego se oyó otra voz mucho más fuerte y en un tono mucho más alto, seguido de otro demasiado distante para la atención de Ferrel. El hombre volvió rápidamente y miró a Ferrel.

—Muy bien, le será enviado el avión y lo van a hacer todo con la mayor rapidez posible.

Calculan que llegarán ahí dentro de cuarenta minutos.

Era mejor de lo que el doctor esperara. Empezó a dar las gracias precipitadamente y se dispuso a retirar la clavija del tablero.

—Un momento, doctor Ferrel —el joven se había dado cuenta de la intención del doctor— ¿Ya sabrá utilizar usted el excitador cuando lo tenga ahí? Es un asunto bastante lioso… más bien muy lioso.

—Kubelik me hizo una demostración y además estoy bastante acostumbrado al trabajo lioso. Lo intentaré… tengo que hacerlo. Es demasiado urgente para que el propio Kubelik pueda venir, ¿no?

—Probablemente. Bueno, ya tengo el telex del aeropuerto. El aparato ya está en el avión y listo para despegar. ¡Que tenga suerte!

Ferrel repitió su agradecimiento y se quedó pensativo. Era magnífico disponer de aquel servicio, pero no era para él nada reconfortante saber que la mera mención de la National provocara tal cambio de actitud. Por lo visto, se debían estar extendiendo los rumores a toda velocidad, pese a los mejores deseos de Palmer. Dios, ¿qué debía estar sucediendo? Había estado demasiado ocupado para pensar realmente en lo que se avecinaba, o para darse cuenta de… Bueno, había conseguido el excitador y debía sentirse satisfecho de ello.

Intentó comunicar con Palmer y esperó que el gerente se hallara de nuevo en su despacho. Por una vez, tuvo suerte y Palmer se mostró dispuesto a dejar aterrizar el avión sin discutir. El gerente prometió poner balizas en el terreno de aterrizaje y un hombre dispuesto para encenderlas.

En el momento en que el doctor salía el guardia estaba todavía dudando en el exterior sobre si ir a buscar refuerzos o no, lo que le mostró a éste que la conferencia, en apariencia interminable, no había pasado de ser una corta orden. Lanzó el fusil lo más lejos que pudo de su alcance y se dirigió de nuevo a la enfermería a toda prisa, al tiempo que se preguntaba qué tal lo estaría haciendo Jenkins. ¡Tenía que haber ido bien!

No era el joven médico el que estaba volcado sobre el cuerpo de Jorgenson; en lugar de Jenkins estaba Brown, con los ojos húmedos y la cara pálida, blanca junto a la nariz, que estaba dilatada al máximo. La doctora alzó los ojos, le hizo un gesto con la cabeza mientras Ferrel se le acercaba y prosiguió su trabajo sobre el corazón de Jorgenson.

—Y Jenkins? ¿Se ha derrumbado?

—¡Qué estupidez! Este es un trabajo femenino, doctor Ferrel, y yo sólo le he relevado.

Eso es todo. Ustedes los hombres se toda la vida utilizando la fuerza bruta y luego se preguntan por qué pasan las mujeres hacen los trabajos con el doble de delicadeza que ellos en aquellos momentos en que la fuerza de los músculos no sirve para nada. Le he dicho que fuera a descansar y le he relevado, eso es todo.

Sin embargo, su voz tenía un tono al hablar que le sorprendió, observó que Meyers estaba totalmente atenta, demasiado quizá, las indicaciones del aparato de oxigenación.

—¡Hola, doctor! —Era la voz de Blake la que irrumpió—. Sal de ahí. Cuando esa doctora Brown necesite ayuda yo estaré al quite. He estado durmiendo toda la noche como un condenado desde las cuatro de la madrugada. Creo que acabamos totalmente borrachos.

Decidimos desconectar el timbre y poner el teléfono bajo una almohada, no sé por qué.

No hemos oído maldita cosa hasta que algún idiota apareció tratando de entrar por la fuerza y los vecinos la expulsaron. Ve a descansar.

Ferrel suspiró con alivio; quizá fuera cierto que Blake se había ido a la cama completamente borracho, y ello explicaría aquellas extrañas cosas de los timbres, pero su virilidad animal le había repuesto de la borrachera sin que le quedara ningún signo visible.

El único cambio apreciable era que le había desaparecido la sonrisa engreída habitual. Le vio moverse al lado de Brown para comprobar el estado general de Jorgenson.

—Gracias a Dios que estás aquí, Blake. ¿Cómo está Jorgenson?

La voz de Brown respondió con palabras monótonas acompasadas al movimiento de sus dedos.

—El corazón da signos de latir alguna que otra vez de tanto en tanto, pero no se mantiene. Sin embargo, y por lo que puedo decir, tampoco está peor.

—Bien. Si logramos mantenerlo cuarenta minutos así, lo podremos dejar todo en manos de una máquina. ¿Y Jenkins?

—¿Una máquina? ¡Ah, claro! El excitador de Kubelik. Estaba trabajando en ello cuando estuve con él. Mantendremos con vida a Jorgenson de todas todas.

—¿Y Jenkins? —repitió Ferrel, al ver que la doctora callaba y no mostraba intención de responder a la última pregunta.

Blake señaló la consulta del doctor, cuya puerta estaba cerrada.

—Está ahí dentro. Pero déjele en paz, doctor. Yo lo vi todo, y el muchacho está desmoralizado. Es un buen chico, pero sólo un chico, y eso le puede pasar a cualquiera.

—Ya sé todo eso —repuso el doctor dirigiéndose hacia el despacho, más que nada para fumar un poco. La cara de Blake, tan descansada, suponía una isla de tranquilidad y seguridad en aquel mar de fatiga y nervios—. No se preocupe, Brown, no voy a echarle una bronca, así que no tiene por qué defender a su hombre con tanto celo. Fue culpa mía por no escucharle.

Los ojos de la muchacha tenían una patética expresión de agradecimiento en la breve mirada que le dirigió, y el doctor se sintió ligeramente mal por el malhumor que había exteriorizado ante la ausencia de Jenkins. Sin embargo, si aquello seguía así, todos ellos se encontrarían a no tardar en mucho peor estado que el muchacho, cuya espalda se encontró al abrir la puerta. La figura silenciosa y agobiada no levantó la cabeza del brazo en que la apoyaba ni siquiera cuando Ferrel le puso una mano en el hombro. Su voz parecía muda y distante.

—Me derrumbé, doctor… Me desmayé cuan largo era en el suelo. ¡No lo resistí! Allí, de pie, con Jorgenson quizá muriéndose porque yo no era capaz de controlar mis nervios, y toda la central volando después, todo por mi culpa. Seguía diciéndome que me encontraba bien, que tenía que seguir, y entonces me derrumbé. ¡Llorando como un niño!

¡El doctor Jenkins, el especialista en sangrefría!

—Bueno… Qué, ¿vas a tomarte esto por las buenas o tendré que taparte esa maldita nariz y echártelo directamente en la garganta?

Era burda psicología, pero dio resultado. El doctor le tendió la bebida, aguardó a que el joven lo bebiera y le ofreció un cigarrillo antes de hundirse en su sillón.

—Me lo advertiste, Jenkins, y yo me arriesgué bajo mi propia responsabilidad, así que nadie dirá nada. Sin embargo, me gustaría hacerte un par de preguntas.

—Adelante… Qué importa…

Era obvio que Jenkins se había recuperado ya ligeramente, a juzgar por la nota de desafío que había surgido en aquella frase.

—¿Sabías que Brown podía hacer ese tipo de trabajo? ¿Quitaste la mano del corazón de Jorgenson antes de que ella pudiera remplazarte?

—Fue ella quien me dijo allí mismo que sabía hacerlo. Antes no lo sabía. De lo otro… no sé… Creo que… Sí, doctor, Sue ya tenía sus manos sobre las mías cuando…

Ferrel asintió, satisfecho de sus preguntas.

—Ya lo pensaba. No te derrumbaste, como tú dices, hasta que tu mente tuvo la absoluta seguridad de que podía hacerlo, y en aquel momento simplemente cediste el turno. Según esa definición, yo también me he derrumbado. Estoy sentado aquí, fumando un cigarrillo, mientras hay un hombre ahí al lado que requiere atención. El hecho de que le estén prestando atención otros dos, uno de ellos prácticamente fresco y el otro en mucho mejor estado al menos de lo que lo estamos nosotros no tiene nada que ver ¿verdad?

—Pero no se trata de eso, doctor. No quiero que nadie me defienda.

—Ni nadie lo hace, hijo. Esté bien, te pusiste a llorar, ¿no? ¿Y por qué no? Seguro que no te hizo ningún mal. Yo le gruñí a Brown cuando entré en el quirófano por ese mismo estado de tensión brutal que arrastramos. Si ahora tuviera que salir ahí y remplazarla empezaría también a llorar o a morderme la lengua. Los nervios deben tener una salida.

Físicamente no les hace ningún bien, pero psicológicamente es una necesidad vital.

El muchacho no estaba muy convencido y el doctor se arrellanó en su sillón, mientras le miraba con expresión pensativa.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué estoy aquí?

—No, señor.

—Pues bien, debieras haberío hecho. Hace veintisiete años, cuando tenía más o menos tu edad, no había cirujano en este país o en el mundo, casi, que tuviera mejor fama que yo en operaciones delicadas de cerebro. Todavía hoy en día se utilizan algunas de mis técnicas… Sí, creí que lo recordarías cuando asociaras el nombre… Entonces tenía otra esposa, Jenkins, y esperaba un bebé. Tenía un tumor cerebral, y tenía que operarlo yo, pues era el único que sabía. Lo hice, pero salí de aquel quirófano en un estado de confusión que no se me pasó hasta que tres días después me anunciaron que ella había muerto; no fue culpa mía, ahora lo sé a ciencia cierta, pero entonces no pude sobreponerme al sentimiento de culpabilidad que me invadió. Por eso intenté convertirme en médico de medicina general. Pude sobrevivir gracias a que tenía bastante buen diagnóstico, cosa que pocos cirujanos acostumbran tener. Luego, cuando esta compañía necesitó un médico, presenté una solicitud y me admitieron; yo tenía todavía un poco de fama y eso me ayudó. Era un campo nuevo, que requería estudio e investigación y casi cada una de las facultades que se requieren en cualquier otro campo de la medicina más los de la medicina general, por lo que encontré actividad suficiente para vencer mi fobia contra la cirugía. Comparado conmigo, no tienes ni idea de lo que significan los nervios o las crisis. Ese sollozo no debió ser más que un accidente de poca importancia.

Jenkins no hizo ningún comentario, pero encendió el cigarrillo que había mantenido entre los dedos. Ferrel se acomodó más en el sillón, con la certeza de que si era necesaria la colaboración de Jenkins podría llamar con la satisfacción de haber eliminado de su mente, al menos en parte, la imagen de Jorgenson.

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