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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (22 page)

BOOK: Montenegro
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El serpenteante canal que sirve de desaguadero al gigantesco lago mide poco menos de veinte millas de longitud, con orillas la mayor parte de las veces bajas y arenosas y una vegetación en aquel tiempo lujuriante, puesto que a la abundancia de agua se une un calor agobiante que convierte la región en un auténtico invernadero.

La reverberación del violento sol sobre la quieta superficie del golfo hería sin embargo los ojos, dificultando la visibilidad a grandes distancias, por lo que a los vigías les costó un supremo esfuerzo descubrir la entrada exacta del canal, protegida por pequeños islotes, aunque vencidas las primeras dificultades y rebasado el corto ensanchamiento de la salida, el
Dragón
navegó sin problemas por unas aguas tan espesas y sucias que hacían temer que súbitamente la profundidad disminuyese con el consiguiente peligro de naufragio.

El preocupado Justo Velloso decidió enviar por delante una lancha que iba midiendo el fondo, avanzando muy despacio pese a que desde proa le gritasen que el calado era más que suficiente.

—¿Qué es eso que flota, entonces? —inquirió desconcertado—. Parece grasa, ensucia el casco y por mucha porquería que pueda echar fuera un lago no debería concentrarse de este modo, a no ser que se trate de una zona de aguas poco profundas.

El peludo piloto tenía sobradas razones para sentirse desconcertado, dado que la corriente interior se enfrentaba en el canal con el empuje del mar durante las subidas de la marea, obligando a que los residuos de petróleo que afloraban al lago se estancasen en el sinuoso cuello de botella que constituía el canal, aquietando anormalmente su superficie y produciendo aquella falsa sensación de escaso fondo.

Era sin duda alguna un curioso fenómeno único en el mundo del que los primeros navegantes no podían tener conocimiento, por lo que no resultaba extraño que les obligase a tomar toda clase de precauciones.

—¡No me gusta este lugar! —mascullaba una y otra vez Justo Velloso, arrancándose nerviosamente los pelos de las fosas nasales—. ¡No me gusta un carajo, y no sé qué coño se nos ha perdido en ese maldito lago!

El Capitán León de Luna se vio en la necesidad de admitir que tampoco lo sabía a ciencia cierta, pero había zarpado de Santo Domingo con la idea de que su primer punto de destino sería la fabulosa Cobinacoa de viviendas lacustres de la que con tanto entusiasmo hablase su descubridor, Alonso de Ojeda, y no estaba dispuesto a renunciar a ello cuando la tenía ya casi al alcance de la mano.

—Si él consiguió entrar, entraremos nosotros —señaló con firmeza—. Y salvo por la anormal suciedad de las aguas, no veo razón para que os mostréis tan inquieto. El canal es ancho y profundo.

Siguieron adelante a paso de tortuga, sin más ayuda que un foque y la mesana que apenas recibían viento suficiente como para impulsar trabajosamente al desvencijado y torpe navío, y a la vista ya de las aguas del gran lago lo descubrieron viniendo directamente hacia ellos con toda la lona desplegada, tan airoso y elegante que semejaba un blanco albatros volando a ras del agua.

—¡Ahí está!

—¡No es posible!

Ni siquiera el propio
Turco
podía creérselo, puesto que ni pintado existía un lugar en este mundo en el que un navío de guerra tan amazacotado y plúmbeo como el viejo
Dragón
pudiese frenar en su desbocada andadura a un galgo corredor como el
Milagro
.

—¡Abajo el trapo, anclas al fondo, hombres a los cañones!

Todos corrieron a obedecer, y en cuestión de minutos la nao flamenca se inmovilizó en mitad del canal armada hasta los dientes y dispuesta a destrozar a quien tuviera la más mínima intención de dirigirse a mar abierto.

Culebrinas, lombardas y catapultas cerraban el paso a ambos costados, y por si ello no bastara, el Capitán De Luna colocó a babor y estribor cuatro lanchas repletas de soldados decididos a lanzarse al abordaje.

El vigía de cofa del
Milagro
fue el primero en dar la voz de alerta:

—¡Barco a proa! —gritó en el mismo instante en que enfilaban el canal.

El Capitán Moisés Salado tardó apenas treinta segundos en captar la naturaleza del peligro y ordenar a su timonel que virase en redondo mientras los gavieros se precipitaban a las velas para efectuarla maniobra.

La nave dio un bandazo y a los pocos instantes ofrecía la vista de su popa al Capitán De Luna alejándose a toda prisa lago adentro.

Minutos después, la alemana,
Cienfuegos
, Bonifacio Cabrera y el converso Luis de Torres hacían su aparición sobre el castillete de popa, para observar la figura del
Dragón
que se iba empequeñeciendo en la distancia.

—¿Quiénes son y qué es lo que pretenden? —inquirió, desconcertada,
Doña Mariana Montenegro
.

—Lo ignoro, señora… —replicó, con su calma de siempre
El Deslenguado
—. Pero su actitud no resulta amistosa.

—¿Qué os hace pensar eso?

—Ningún marino ancla en mitad de un canal si no es por algo.

—¿Qué tendría que haber hecho?

—Salir de ahí o fondear a estribor y dejar libre el paso.

—Tal vez quiere que hablemos.

—Hubiera izado pabellón de parlamento… —Hizo una significativa pausa—. Y no he visto ni una sola bandera.

—¿Piratas?

—Tampoco nosotros mostramos banderas y no lo somos.

—Nunca he oído hablar de piratas por estos mares —intervino Don Luis de Torres—. Debe tratarse de un navío de la armada real.

—¿Sin enseñas? —se sorprendió el Capitán Salado—. Lo dudo. Va contra las Ordenanzas.

—¿Qué aconsejáis entonces?

—Aproximarnos, pero manteniéndonos fuera del alcance de sus cañones.

Lo hicieron con todos los hombres en las lonas, listos a desplegarlas a la menor señal de peligro, para colocarse al pairo a poco más de una milla del
Dragón
y estudiar sus movimientos.

No había ninguno, pues la amenazante nave se limitaba a esperar, sin duda, a que el
Milagro
se pusiese a tiro, mostrando tan sólo una banda de babor cuajada de negras bocas dispuestas a escupir fuego y muerte en cuanto le diesen la más mínima oportunidad.

Doña Mariana Montenegro
ordenó izar bandera blanca, pero no obtuvo respuesta.

—Está claro que pretende hundirnos —refunfuñó el converso.

—¿Por qué? —quiso saber
Cienfuegos
—. ¿Qué le hemos hecho?

—Iré a parlamentar —apuntó el cojo Bonifacio, que seguía siendo el primero en ofrecerse voluntario para todo—. Intentaré averiguar quiénes son y qué es lo que buscan.

Cienfuegos
insistió en acompañarle, y botando al agua una lancha remaron sin prisas bajo un sol infernal aunque sin perder de vista ni un momento a los hombres del misterioso buque, por si tenían la mala ocurrencia de lanzarles una imprevista andanada.

Ya casi a tiro de piedra se detuvieron, y el renco agitó repetidamente un pañuelo para gritar a continuación haciendo bocina con las manos:

—¡Ah del barco…! ¿Podemos hablar?

Silencio.

¿Qué hacemos?

—¡Y yo qué sé! Ya que estamos aquí sigamos adelante hasta que nos despanzurren…

Diez metros más; veinte, treinta, cincuenta… y de improviso el renco soltó una exclamación:

—¡La madre que lo parió! ¡El capitán!

—¿Qué le pasa al capitán?

—¡Que es el De Luna, animal…! ¡Vira en redondo!

Comenzaron a remar como alma que lleva el diablo, puesto que les iba en ello la vida, y al poco rugió un cañón, y luego otro, y otro más, de tal modo que los pesados proyectiles comenzaron a caer a su alrededor como lluvia de meteoritos buscando hacerles saltar por los aires.

—¡Fuerza, paisano, que éstos nos joden! —rugió
Cienfuegos
sin perder el sentido del humor—. Sólo a dos gomeros se les ocurriría dejarse matar tan lejos de su tierra.

No resultaba, sin embargo, empresa fácil acertarle a un pequeño bote con simples lombardas de alma lisa y balas de piedra, y fue por ello por lo que los sudorosos isleños consiguieron alcanzar sanos y salvos el costado del
Milagro
, desde el que diez solícitos brazos les ayudaron a subir a bordo.

—Vuestro marido, señora… —fue lo primero que gritó el cojo, aún desde abajo—. Y no está para bromas.

—¡Mierda!

Sonaba extraño en una dama educada en la Corte de Baviera, pero cabía disculpárselo, dadas las circunstancias, pues resultaba harto evidente que había caído sin advertirlo en una difícil trampa.

El lago, aunque inmenso, no ofrecía otra salida al mar que aquel gollete que ahora una docena de cañones taponaba, y si quien se encontraba al frente del
Dragón
era —como el renco aseguraba— un implacable enemigo personal, poca esperanza había de que se pudiese alcanzar algún tipo de acuerdo.

La perspectiva de tener que abandonar el hermoso navío y buscar por tierra una improbable escapatoria, planeó sobre los ánimos como buitre al acecho, haciendo que todos se observaran sumidos en el más absoluto desconcierto.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —aventuró poco después el segundo oficial, visiblemente afectado.

—Plantar batalla.

—¿Con nuestras dos únicas culebrinas?

—Moriremos matando.

—¡Su tía…!

Pero no era cuestión de tomárselo a broma, y en cuanto comenzó a oscurecer
Doña Mariana Montenegro
rogó al Capitán que se alejara lago adentro para arrojar el ancla a unas seis millas de distancia y mantenerse a la expectativa sin luces de situación.

La negra noche, tan bochornosa como siempre en aquellas latitudes, no contribuía en absoluto a serenar los ánimos, por lo que el contramaestre consideró conveniente repartir una ración extra de ron.

Había que analizar con calma la situación, pues no resultaba en absoluto agradable la idea de quedar aislados en el interior de un inmenso continente, que por las referencias de primera mano que ahora tenían de
Cienfuegos
no parecía mostrarse acogedor.

Los pormenorizados relatos que había hecho el canario de los peligros y penalidades que soportara a lo largo de aquellos años, contribuían a aumentar el temor de unos hombres que habían demostrado no asustarse del mar, pero que se sentían incapaces de enfrentarse a fieras salvajes, selvas impenetrables e indígenas de emponzoñadas flechas que jugaban a convertirse en «sombras verdes».

—¿Adónde iremos? —se lamentaban nerviosamente—. ¿Quién nos recogerá, aun en el improbable caso de que alcanzáramos la costa? Pueden pasar años sin que ni un solo barco visite estos parajes.

—Intentemos aproximarnos con sigilo —aventuró Bonifacio Cabrera—. Tal vez de noche se confíen…

—¿Acaso crees que son estúpidos? —intervino el converso Luis de Torres—. Eso es lo que estarán esperando. —Señaló a su alrededor—. ¿Y quién les atacaría? No somos gentes de armas, y por lo que hemos visto ellos sí.

—Tratemos entonces de cruzar aprovechando la oscuridad… —El renco se volvió interrogativamente al Capitán Salado—. ¿Qué posibilidades tendríamos de pasar a su lado sin que nos vieran?

—Ninguna —fue la escueta respuesta.

—¿Cómo estáis tan seguro?

—Si intentara maniobrar de noche en ese canal lo más probable es que acabara embarrancando.

—¿Se os ocurre alguna idea mejor?

—No.

Ni a él ni a nadie, puesto que las dos únicas opciones existentes, luchar o huir, quedaban de igual modo descartadas, y no cabía confiar en que el
Milagro
hiciera honor a su nombre consiguiendo que le crecieran enormes alas de improviso.

La posibilidad de sacarlo a tierra para conducirlo hasta el mar resultaba también impracticable al no contar con medios para arrastrar una nave tan pesada durante cincuenta millas, teniendo en cuenta, además, que dicha maniobra hubiera sido descubierta de inmediato por los vigías enemigos.

El alba sorprendió, por tanto, a
Cienfuegos
y
Doña Mariana
recostados en el quicio del ancho ventanal de popa, observando cómo las tinieblas se resistían a entregar el mundo a un sol implacable, y sin cesar de darle vueltas a un problema para el que no parecía existir solución válida alguna.

—¡No es justo! —se lamentó la alemana acariciando la roja cabellera que descansaba sobre su regazo—. No es justo haber luchado tanto por volver a estar juntos, y que cuando al fin todo parece haberse solucionado ocurran estas cosas.

El canario, acostumbrado desde siempre a que el destino le jugara malas pasadas sin permitirle vivir en paz más que durante cortos períodos de tiempo, se mostraba mucho más resignado, puesto que para él la idea de volver a adentrarse en el continente no constituía más que una nueva etapa de su largo peregrinar en busca de la nada.

Comprendía, sin embargo, que en esta ocasión pesaba sobre sus hombros una carga diferente, pues si bien sabía cómo sobrevivir en cualquier circunstancia, el hecho de tener que cuidar de tanta gente le inquietaba, ya que, habiendo transcurrido apenas tres semanas desde aquella inolvidable noche en la bahía, aún no había conseguido asimilar el nuevo papel que según todos los indicios le iba a tocar desempeñar en esta vida.

El isleño se sentía confuso y en cierto modo desplazado en su recién estrenada faceta de «hombre civilizado», y a menudo se despertaba angustiado, tardando largo rato en aceptar que dormía en una ancha cama en compañía de una mujer maravillosa y que se había convertido en cabeza indiscutible de una extraña familia que había crecido a su alrededor sin saber cómo.

Habituado desde siempre a enfrentarse a problemas concretos: comer, dormir y evitar que fieras y salvajes le convirtieran en su presa, a menudo echaba de menos aquellos tiempos —aún tan cercanos— en que se sentía el hombre más libre del planeta, desligado de todo, puesto que incluso de sus sentimientos y recuerdos había conseguido prescindir con el paso del tiempo.

Pero ahora descubría que sin saber por qué empezaba a tener responsabilidades, lo cual rompía los esquemas de un cerebro que durante ocho largos años había reaccionado casi siempre a estímulos externos, sin que contaran apenas los propios razonamientos.

Hambre, sed y peligro… a eso se había reducido su existencia, como una bestia más entre las bestias, utilizando la astucia o la violencia para ver nacer un nuevo día y conseguir llegar a la noche siguiente, pero sin tener que hacerlo nunca por odio, amor, tristeza, amargura o alegría.

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