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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

Metamorfosis en el cielo (6 page)

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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Las seis menos dos minutos. Las plumas se retraen subiendo por sus caderas. Sus senos desafían a la luna como dos minicascos prusianos. Los extremos de mis dedos no me mintieron; sería un ciego de primera categoría.

Las seis menos un minuto. Desnuda hasta la punta de los deliciosos pies, sólo falta que haga eclosión el rostro. Una parte de mí lucha por regresar a la cama a toda prisa, pero otra, más exaltada, me impide abandonar el borde del cielo. Endorfina enciende un Camel
light
y se sienta al borde del vacío. Si espero a que haya terminado el pitillo, estoy jodido.

Las seis en punto. La sinfonía monótona de los despertadores electrónicos resuena por los pasillos del hospital y sube por la escalera metálica como una planta carnívora. No me muevo; el deseo de descubrir el rostro humano de la pájaramujer me domina. Cuando las estrellas empiezan a desaparecer, aplasta el pitillo en un cenicero de porcelana. Las plumas se disuelven una a una en la piel de la cara. Sus ojos se cierran, la punta de la nariz y luego los pómulos emergen. Endorfina tiembla con los párpados cerrados. No consigo concentrarme en el pantalón del pijama. Algo me atrae hacia el cielo y otra cosa me sujeta al suelo. Tiene el cuello sin plumas y eso puede más. La barbilla tampoco me decepciona. Sus grandes ojos resplandecen, la melena morena cae por su espalda de violonchelo.

Las seis y dos minutos. Acabo de hacer el amor con la doctora.

La noche retira su largo manto de terciopelo nocturno y lo tiende en el tendedero del horizonte. Son las seis y tres minutos y yo sigo sin pantalón de pijama. Bajo la escalera como un condenado a muerte de buen humor. Por el pasillo, un carrito de comidas me abre sus brazos metálicos. Cojo impulso, mis articulaciones oxidadas chirrían igual que las de un robot. El linóleo se vuelve asfalto bajo mis pies. Me lanzo sobre el carrito y me derrumbo encima de él entre un rechinar de vasitos. Las luces fluorescentes crepitan su solsticio de morgue. Delante de la puerta de mi habitación se forma un banco de ectoplasmas con bata blanca. La velocidad aumenta. Intento entrar en comunicación con el fantasma de mis abdominales y él me responde que sus tabletas de chocolate se fundieron hace ya mucho tiempo. Toda clase de objetos salen despedidos del carrito. Agito los brazos y ululo, el suelo desfila a gran velocidad debajo de las ruedas de mi bólido. El banco de enfermeras se aproxima, apunta sus batas llenas de bolis demasiado nuevos hacia mí. Tengo que salir volando antes de derribar a alguna enfermera. Pienso con todas mis fuerzas en Endorfina y en esa posibilidad sencilla y milagrosa: ser padre.

Soy un viejo niño. Así, aunque yo muriese antes de que él naciera, se restablecería el equilibrio. Aquí tienen al hombre más vivo del mundo. Despego el pecho del carrito. Estoy tan eufórico que voy a atravesar el techo. Efectivamente, atravieso algo que me hace mucho daño en la frente. Creo que olvidé cantar.

Las voces se enredan. Algunas palabras se sueltan, serias y frías. Alguien está herido. Distingo a Endorfina con su disfraz de doctora hablando con sus esbirros. Junto a ellos, una anciana gime encima de una camilla. Me pesan las alas. El vértigo se apodera de mí aunque estoy pegado al suelo. La abuelita con todo su moño blanco empieza a gritar como una posesa.

Recorro el pasillo-tribunal a cámara lenta, bajo las miradas enojadas de los ectoplasmas. Hago todo lo que puedo para ocultar mi semidesnudez.

—Vamos a tener que trasladarlo, señor Cloudman.

Endorfina se acerca a mí. Una resaca de rizos morenos devora sus hombros de pájaro. No puedo dejar de pensar que acabamos de hacer el amor.

—Lo instalaremos en una habitación esterilizada, por su bien y por el del resto de los pacientes del servicio de oncología.
Pauline,
su enfermera, le ayudará a preparar sus efectos personales.

Cada sílaba golpea como una regla en una pizarra. Ojos de hielo, giro de ciento ochenta grados sobre talones, corriente de aire y después nada más. Me siento traicionado por esa mujer de dos caras que miente con la elegancia de un ilusionista. Detrás de mí, la anciana en la camilla patalea como Janis Joplin en plena crisis. No me atrevo a volverme. No es momento de que me atrape una risa nerviosa incontrolada.

—¡Ha lanzado un carro de comida contra la señora Sérault y se ha roto la tibia! —me suelta una esbirra con calzado anatómico.

Intento interesarme por su estado compasivamente, pero la del calzado anatómico se interpone.

—¿No cree usted que ya ha hecho suficiente? ¡Deje en paz a la señora Sérault, por favor!

En su voz se nota una satisfacción edificante, el placer mezquino del control. Yo guardo silencio. La Abuelita Moño sigue con su concierto.

Entristecido, recojo mis plumas y las meto en los bolsillos. Algunas son de Endorfina.

—¡Tiene usted plumas hasta en el pelo! —comenta otra enfermera, conteniendo la risa.

La vergüenza vuelve mis gestos más imprecisos de lo habitual y dejo caer la mitad de mi triste tesoro. Acabo de hacer el amor con dos mujeres en una y ahora deben de maldecirme las dos. Yo sé que es dos en una, pero ella no sabe que yo lo sé y eso lo falsea todo. Estoy metido en una trampa. Jamás podré escapar de una habitación esterilizada: se acabaron el funambulismo silencioso por el tejado y las visitas al niño luna.

Después de haberme dejado un buen rato en mi habitación —donde he tenido tiempo de sobra para cambiarme y temer la que se me viene encima—, las ectoplasmas me escoltan hasta mi celda. Me pregunto quiénes serán de verdad debajo de su disfraz. Algunas son tiernas, incluso cuando me pinchan, otras me pinchan sólo con dirigirme la mirada.

—Este es su nuevo «nido», señor Cloudman..., aquí no vendrá a molestarlo ni un solo microbio —suelta Pauline mientras abre la gran puerta cuadrada de la habitación esterilizada.

Yo sonrío con tristeza. En cada detalle percibo el dulce cuidado de la pájaramujer, la marca de su mano experta. Las paredes están tapizadas de plumas. Pero todo está cubierto de celofán, y me siento como una loncha de pavo envasada al vacío.

El tiempo pasa lentamente, la risa de la Remolacha resuena en mi cabeza. Cada movimiento desencadena un tornado de sonidos plasticoides. La euforia se ha convertido en recuerdo de una euforia que ya galopa a lo lejos, sobre llanuras cubiertas de bruma. Convoco la loca idea de ser padre. La idea se enciende, petardea como los fuegos artificiales y luego se apaga con la misma rapidez. Padre. ¿Quién querría un pavo envasado al vacío a guisa de padre? Incluso aunque consiguiera escurrirme por entre los dedos de garfio de la Remolacha, ya no sería auténticamente humano. Sólo sería un pájaro perdido en un desierto de celofán. Si el niño nace después de que yo muera, Endorfina tendrá que confeccionar mis recuerdos para él. Y deberá inventárselos, después de todo ella tampoco tiene tantos. Y aunque el niño naciera antes, teniendo en cuenta mi situación actual, ¿qué podría enseñarle? ¿A caer? ¿A convertirse en animal? ¿En fantasma?

Los cristales líquidos del televisor plastificado señalan las nueve y media. Al otro lado de la pared, el crepúsculo probablemente meza al edificio en su estuche dorado. He debido de dormir más o menos todo el día.

En la mesilla veo un paquete parecido al que recibí el otro día. Probablemente mi «recompensa» por haber descuajeringado las rodillas de la Abuelita Joplin. Cedo a la curiosidad. Más plumas rojas. Meto la mano y saco una máquina de fotos, uno de esos chismes que se manejan con emoción. Tiene ese olor a juego electrónico japonés
vintage.
Abro el sobrecito pillado debajo del regalo.

Querido Tom Cloudman:

Sé que debe de sentirse frustrado al verse dentro de una trampa. Le pido que cante y usted acaba prisionero en una jaula de plástico... Pero después del incidente de ayer, muchos de mis colaboradores exigieron su traslado a otro establecimiento hospitalario. Aislarlo ha sido la única solución para que consintieran en que se quedase aquí. Si le sirve de consuelo le diré que, de cualquier modo, la oncóloga que soy habría tomado esta decisión antes del fin de semana por razones médicas. Efectivamente, en una habitación esterilizada es donde el cuerpo se encuentra más protegido. Si la enfermedad ganase demasiado terreno, no le quedarían fuerzas para llevar a cabo la metamorfosis que podría salvarlo.

También debe de reprocharme el haber ocultado mi doble identidad. Era la condición
sine qua non
para que siguiera confiando en mí como médico. Usted rompió este equilibrio al olvidar su pantalón de pijama en mi nido. No obstante, tranquilícese, ni la «amante» ni la «doctora» lo dejarán de lado.

He trabajado mucho para convertirme en oncóloga. Esta enfermedad se llevó a un miembro de mi familia cuando yo era niña. Desde entonces he querido combatirla a modo de venganza. Aún hoy no soporto ver a mis pacientes desaparecer. Mi tátara tatarabuelo me hizo prometer que jamás utilizaría mi poder de metamorfosis para salvar a nadie, salvo que fuera por amor. «Tendrás que ser terriblemente prudente —me repetía de manera incansable—. Si activas una metamorfosis en un hombre que no te ama lo suficiente, o al que tú no amas lo suficiente, él se volverá contra ti, contra todos nosotros. Si haces una mala elección, engendrarás un monstruo.»

Yo lo conozco desde hace mucho más tiempo del que cree. Presencié una de sus actuaciones hace ya algunos meses. Fue en un pueblo, no lejos de aquí. Usted intentaba escalar la fachada de una panadería para «despegar» del tejado. ¡Eso era cuando menos intrigante! Todo iba bien hasta que alguien decidió abrir las contraventanas..., todo el mundo aplaudió su espectacular caída..., en un primer momento, nadie se dio cuenta de que había perdido el conocimiento. La gente pensó que aquello formaba parte de la puesta en escena. Yo le apliqué los primeros auxilios, luego, cuando llegó la ambulancia, regresé al trabajo. Definitivamente, me intrigaba usted. Esa misma noche, fui a dejar varios canarios rojos al pie de su ataúd rodante.

Poco después, usted ingresaba en el servicio de oncología. Lo reconocí al primer vistazo, pese a que no llevaba el disfraz. Lo observaba cuanto podía. Lo vi robar las plumas de las almohadas de sus vecinos y deambular por los pasillos con las alas retorcidas. ¡Comprendo tan bien su necesidad de ser «otro», de escapar a su condición! Empecé a sentir el deseo de salvarlo. Todas las noches, después de que usted pasara por las habitaciones, yo rellenaba las fundas que había saqueado para que pudiese seguir con su recolecta. Luego mandé que le entregaran almohadas y plumas rojas, además de los armazones. Por último, la ducha de plumas, para conducirlo hasta mi casa...

Yo siempre he dado pavor a los hombres. Bien pensado, una mujer pájaro obsesionada con la maternidad... Intenté seducirlo, procurando pese a todo no alterar mi juicio de oncóloga. Durante el día, reprimía mis sentimientos para dejarlos brotar una vez que caía la noche. Tom, quiero ser su sueño y su realidad, quiero salvarlo y me gustaría que fuera el padre de mi hijo. Cuente conmigo, con nosotros, y tenga confianza. Podemos conseguirlo.

Al abrir el paquete ha debido de encontrar un extraño aparato... Se trata de un «Dreamoscopio», una máquina para fotografiar sueños y fantasmas que inventó mi tátara tatarabuelo. Es un remedio para la mente divertido y muy eficaz.

Todo el mundo consideró a mi antepasado un hechicero o un loco, lo que en cierto modo es. Vive en una casa construida con libros, en los confines de Escocia. Un taller extraordinario en el que se dedica a poner a punto sus inventos. Después de haber fabricado el «Sollófono» —una máquina capaz de grabar el llanto de los fantasmas—, se le metió en la cabeza fotografiarlos. Tras muchos años de investigación, consiguió crear una película que se llama «ektaplásmica» y es sensible a la luz del más allá. Fotografiar a sus fantasmas le llevará a domesticarlos. Eso lo protegerá de ellos: son legión en este hospital.

El «Dreamoscopio», un motor de accidentes y sorpresas, también activa el principio de la metamorfosis. En un primer momento, las técnicas de mi tátara tatarabuelo pueden parecer extrañas, sin embargo, este aparato me estimuló mucho durante mi larga crisálida adolescente.

Mi tátara tatarabuelo descubrió otra propiedad de la película «ektaplásmica». Él tenía la costumbre de fotografiar a su amada en pleno sueño, le fascinaba su rostro dormido. Una noche, por un descuido, utilizó la famosa película. Cuando la reveló, se encontró con una sorpresa de marca mayor: en la foto aparecía un sueño como un tatuaje mágico. Al inmortalizar a su amada, pudo capturar sus sueños. La película era sensible a la luz de los sueños. Gracias a ese procedimiento, obtuve la fotografía del hombre pájaro que le mandé. Sólo tuve que fotografiar su rostro mientras dormía.

Tom, haré todo cuanto pueda para sacarlo de ahí. Entretanto, utilice lo más posible ese aparato. Es un par de alas para la mente.

Que tenga felices sueños... Si se porta bien, dejaré que fotografíe los míos.

Endorfina

Los resplandores exangües de los fluorescentes se deslizan por debajo de la puerta. Es bien avanzada la mañana. Casi no he dormido. He pasado toda la noche cazando fantasmas con la máquina de fotos de Endorfina. No he conseguido capturar a la Remolacha. Si acepta mostrarse a la luz de un escáner, esta enfermedad es demasiado real para dejarse engatusar por un
Dreamoscopio
. Ataca tan fuerte que me descubro comprobando la conexión del gotero. Tengo miedo. Por más que piense en ese sueño de paternidad que se metamorfosea al contacto con Endorfina, tengo miedo. La Remolacha nunca me había acorralado así. Me perfora agujeros en el estómago. El dolor es tal que ya no me atrevo a moverme. Entonces tiemblo mientras espero la tregua. Mis párpados se convierten en cortinas de terciopelo, no me quedan fuerzas para abrirlos completamente.

No obstante, me embarga una sensación de algodón blando bajo los omóplatos. Al principio pienso que he debido de olvidar quitarme las alas, pero las alas están ahí, colgando tranquilamente en su percha. ¡Un plumón translúcido empieza a cubrirme la piel! ¿Estaré transformándome en polluelo, o... en cojín? Me paso la punta de los dedos por los antebrazos, una oleada de euforia me invade.

Pauline entra en la habitación, cubierta de celofán. Yo me escondo debajo de las sábanas. También entra la doctora, para controlar los resultados de los análisis y ver cómo me encuentro. Lleva puesto maravillosamente un mono de plástico flexible que me priva de cualquier contacto con su piel. Cuando la doctora se acerca a la cama, salgo de mi escondite. Sus dedos se pasean por mi pijama para comprobar la tensión. Sus ojos parpadean y respira entrecortadamente. Sé que es consciente de mi metamorfosis. Cuando asegura que mi estado mejora, me doy perfecta cuenta de que no es la doctora quien habla, sino Endorfina. Pauline no puede reprimir una mueca de sorpresa al mirar de reojo el cuadro de mis análisis. La pájaramujer disfrazada de doctora Cuervo arrastra sus uñas por mi antebrazo emplumado.

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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