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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (13 page)

BOOK: Malditos
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Se había visto obligada a seguir el cuerpo sin vida de su hijo único hasta Portugal, sin perder de vista ni un segundo el cadáver, sin importar el número de veces que tuviera que transformarse. Estaba convencida de que tarde o temprano el mismísimo Tántalo aparecería para colocar la moneda sobre los labios de su hijo único, tal como dictaba el ritual, y había dado en el clavo.

Al fin, oyó que Tántalo dejaba el bolígrafo sobre la mesa y se puso en pie.

Hizo llamar al portero mortal para que llevara las cartas a los mensajeros.

Entonces se sirvió un vaso de algún licor del mueble bar, bien surtido de botellas de todo tipo y tamaño. El aroma del licor tardó varios segundos en inundar el rincón donde se escondía, pero lo identificó enseguida.

Burbon. Ni coñac ni whisky escocés. Un vaso de dulce burbon traído directamente de Kentucky. Tomó varios sorbos, para degustar su sabor, y después se encaminó hacia la habitación. Cerró la puerta y empezó a hablar.

—Dafne, creo que deberías saber que una de esas cartas iba dirigida al esbirro que ha anidado en el encantador y diminuto jardín de tu hija, en Nantucket. Si no recibe noticias mías personalmente, puedes darla por muerta.

Dafne estuvo a punto de lamentarse en voz alta. Sabía que Tántalo no mentía respecto al esbirro. La criatura estuvo en un tris de atacar a Héctor en el encuentro de atletismo de Helena. Si esa cosa estaba vigilando a su hija en vez de perseguir a Héctor, tal y como había supuesto, sabía que no tenía otra opción. Así que se tragó su orgullo y salió de su escondrijo.

Tántalo la miraba fijamente, como una fiera hambrienta que vigila a su presa, escudriñando cada milímetro de su cuerpo y de su rostro con ojos famélicos. Aunque su atenta mirada le ponía la piel de gallina, se armó de valor para soportarlo y se concentró en el perfume del burbon que quedaba en la copa de Tántalo. Justo en ese instante descubrió cómo había sabido que estaba allí.

—Me has olido, ¿verdad? —preguntó con un nudo en la garganta.

—Sí —suspiró, casi pidiéndole disculpas por ello—. Después de tantos años, todavía recuerdo el aroma de tu cabello.

Dafne invocó una chispa de energía en la palma de su mano a modo de advertencia.

—Si avisas a tus guardias, te mataré sin ningún miramiento y correré el riesgo de arrebatarte esa carta.

—De acuerdo, imaginemos que logras impedir que esa carta llegue a Nantucket. Y después, ¿qué? ¿Realmente crees que puedes vencer a un esbirro de más de quinientos años? ¿Una criatura que combatió al lado del propio Aquiles?

—Sola, desde luego que no —respondió Dafne con frialdad, sacudiendo la cabeza—. Pero ¿y con tus hermanos y sus hijos? A lo mejor juntos podríamos derrotarlo.

—No es probable —rebatió Tántalo—. Y las consecuencias serían devastadoras para ambos. Sabes que Héctor sería el primero en incitar la batalla, y el primero en morir. Me pregunto si podrías soportar perderle otra vez… Su parecido con Áyax es asombroso. Me pica la curiosidad, ¿se siente lo mismo?

—¡Eres un animal obsceno y asqueroso! —insultó Dafne; al instante, estallaron decenas de chispas a su alrededor, pero al fin logró controlarse.

Esa era la intención de Tántalo. Su plan desde el principio era que Dafne malgastara toda su energía enfadándose en vano hasta que se quedara sin fuerzas. Eso fue precisamente lo que ocurrió la noche en que perdió a Áyax, aunque ahora era mayor y, por lo tanto, más sabía.

Retener un relámpago para aturdir al enemigo pero sin matarlo requería una cantidad de energía inimaginable, pero, tras años de práctica, Dafne se las había apañado para dominar ese aspecto de su modesto poder sobre los rayos. Lanzó un diminuto y aparentemente inofensivo relámpago azul al otro lado de la habitación que obligó a Tántalo a ponerse de rodillas.

—Tienes un esbirro, no un vástago, anidado en el jardín de mi hija. ¿Por qué? —quiso saber. Al ver que no respondía, cruzó la habitación y le rozó con su mano resplandeciente.

Tántalo suspiró de placer, hasta que Dafne arrojó una descarga eléctrica a través de las yemas de sus dedos.

—Está protegida… por el único heredero vivo de mi casta —resopló mientras todo su cuerpo se retorcía de dolor—. No puedo permitir más… parias. Atlantis… todavía está demasiado lejos.

Por lo visto, Tántalo no tenía la menor idea de la existencia de granujas, o eso asumió Dafne.

—Ese insecto no pertenece a ninguna casta de vástago, así que jamás se convertirá en un paria si asesina a Helena o a todo el clan Delos de Nantucket, lo cual, por cierto, te ahorraría muchísimos problemas —continuó Dafne, amplificando el voltaje—. Así que, dime: ¿por qué todavía no le has ordenado que ataque a mi hija?

—¿Cómo podría… evitar… que me mates… sin una garantía? —jadeó. Dafne cortó la corriente eléctrica para que Tántalo pudiera hablar con claridad—. Quiero gobernar Atlantis, no solo sobrevivir para verlo. Pero para ello debo volver a formar parte de mi casta.

Notó un fuerte espasmo en el pecho y se retorció de dolor por el suelo. Un segundo más tarde, Tántalo tomó aliento y, desde el mismo suelo, sonrió a Dafne, cuyo hermoso rostro tenía un efecto hipnótico sobre él.

—Estaba convencida de que un día u otro me encontrarías y vendrías a por mí.

Alguien golpeó la puerta con insistencia mientras hacía varias preguntas en portugués. Tántalo clavó la mirada en la puerta y después miró a Dafne. Esta negó con la cabeza, dándole a entender que permaneciera en silencio. Ella no entendía el portugués y no estaba dispuesta a arriesgarse permitiendo que Tántalo respondiera al intruso, aunque el silencio del patriarca también suponía un peligro. Oyó que el guardia vacilaba junto a la puerta antes de salir corriendo, seguramente para pedir refuerzos.

Agarró a Tántalo por la camisa y le mostró los dientes.

—No olvides que siempre estaré detrás de la puerta, debajo de la cama o a la vuelta de la esquina, esperando la ocasión perfecta para matarte. Ahora está en mi sangre —le susurró con crueldad oído.

Tántalo comprendió el sentido de las palabras y esbozó una sonrisa. Dafne había hecho un juramento más vinculante que cualquier otro contrato humano jamás contraído. Algún día tendría que matarle, pues no hacerlo acabaría con ella.

—¿Hasta tal punto me desprecias? —preguntó, casi sobrecogido por la idea de que Dafne estuviera dispuesta a ligar su vida a la de él, incluso a sabiendas de que sería para siempre.

Llegaron más guardias y empezaron a aporrear la puerta, pero Tántalo apenas les prestó atención.

—No. Amé a Áyax hasta tal punto, y sigo amándole.

Dafne disfrutó sobremanera al darse cuenta de cuánto le dolía a Tántalo escucharle que seguía amando a otro hombre en vez de a él.

—Y ahora dime, ¿qué quieres de Helena?

—Lo que tú quieres, amor mío, mi diosa, mi futura diosa de Atlantis —canturreó Tántalo mientras, irremediablemente, volvía a caer en el hechizo de ese rostro.

Los guardias comenzaban a derribar la puerta de acero y hormigón, de modo que Dafne no tuvo otra opción que alejarse de Tántalo.

—¿Y qué quiero yo? —preguntó mientras echaba un rápido vistazo a las dos paredes de piedra de más de un metro de grosor del aposento, en busca de una vía de escape alternativa. No había otra salida.

Dafne asomó la cabeza por la ventana con bisagras que se abría tras ella y descubrió una caída en picado al océano. Alzó la mirada con la esperanza de encontrar un caminito que la condujera hacia el parapeto de la ciudadela, pero el alero del tejado se lo impidió. No era capaz de volar, a diferencia de Helena. Además, no sabía nadar. Se le estaba acabando el tiempo, pero necesitaba oír lo que Tántalo iba a decir antes de saltar por la ventana y procurar no ahogarse en el intento. Lanzó sobre Tántalo una mirada penetrante e invocó los últimos rayos de energía para amenazarle y obligarle a hablar. Él le dedicó una triste sonrisa, como si el hecho de abandonarle le resultara más doloroso que su amenaza de muerte.

—Deseo que Helena logre su cometido en el Submundo y nos libere a todos de las furias —reconoció al fin, señalando la lujosa cárcel en la que estaba obligado a vivir como un paria—. Ella es mi única esperanza.

—¡Maldita sea! —exclamó Orión a pleno pulmón al mismo tiempo que se agachaba instintivamente para hacerse a un lado—. Cuando desciendes, ¿apareces de la nada?

Orión y Helena se hallaban en alguna parte de las marismas saladas que bordeaban un mar al que Helena jamás había conseguido llegar y, por lo tanto, sospechaba que, en realidad, no existía. Era otra encantadora cualidad del Infierno: prometía paisajes que nunca ofrecía.

Helena percibió el nerviosismo de Orión y cayó en la cuenta de que prácticamente había aparecido en el bolsillo trasero de su pantalón.

—¡Lo siento! —exclamó avergonzada—. No quería acercarme tanto.

—¡Es muy desconcertante! ¿No hay algún modo de avisarme antes? —protestó Orión, aunque el muchacho no pudo reprimir una risa que enseguida contagió a Helena.

—Creo que no —farfulló la joven mientras reía.

Era una risita nerviosa. Helena procuró ignorarla. Le inquietaba pensar que, quizás, aquella noche Orión tampoco se presentaría; al comprobar lo contrario, se alegró más de lo que había imaginado.

—Eh, puede que te haya asustado, pero al menos me he acordado de traerte la chaqueta —añadió Helena encogiéndose de hombros para quitársela con cuidado. La muchacha bajó la cabeza para que Orión no se percatara de su rubor.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas ponerte? —le preguntó tras fijarse en que llevaba los brazos desnudos.

Se quedó petrificada. Había olvidado ponerse su propia chaqueta debajo y únicamente llevaba una camiseta de algodón.

—Hum… ¿Ups?

—Quédatela de momento —se ofreció sacudiendo la cabeza, como si no le sorprendiera que hubiera olvidado traer otra prenda de abrigo—, aunque me gustaría que me dieras la cartera.

—Te devolveré la chaqueta al final de la noche —prometió mientras le entregaba la cartera.

—Sí, claro.

—¡De verdad!

—A ver, ¿realmente quieres pasarte toda la noche debatiendo sobre si alguna vez las chicas devuelven la ropa que los chicos les prestan? Porque, si no me equivoco, una sola noche puede ser una eternidad aquí abajo.

Helena esbozó una amplia sonrisa. Tuvo que recordarse que apenas sabía nada de aquel chico, pues empezaba a sentir que se conocían desde hacía años.

—¿Quién eres en realidad? —preguntó procurando no parecer demasiado intimidada.

Jamás había conocido a alguien como Orión. Sin duda, era tan fuerte y poderoso como los muchachos Delos, pero en cierto modo era diferente a ellos. A veces los Delos actuaban de un modo engreído y altanero, pero Orión parecía tener los pies en el suelo y era humilde.

—¿De dónde eres?

El joven gruñó.

—Después de todo, vamos a necesitar esa eternidad. ¿Originalmente? Nací en Terranova. Mira, la historia de mi vida es muy complicada, así que primero preferiría encontrar un buen refugio antes de que algo peligroso y hediondo nos encuentre.

—Sobre eso… —intervino Helena al mismo tiempo en que ambos daban la espalda al mar inexistente para dirigirse hacia una zona cubierta de hierbajos—. ¿Por qué cada vez que estamos juntos te ataca algún monstruo horrendo?

—La Rama Dorada —justificó señalando el brazalete dorado que le rodeaba la muñeca—. Uno de mis ancestros la creó a partir de un árbol mágico que crece en el lindero del Submundo, y por desgracia para mí, todo monstruo siente una terrible atracción hacia ella, como las abejas por la miel.

—Entonces, ¿por qué no te la quitas? —preguntó Helena como si fuera obvio.

—Para que tú, la Unidad Elegida, puedas entrar y salir de este infierno cuando quieras.

El muchacho apartó algunos juncos altos para facilitarle el camino. Helena estaba a punto de rebatirle, pero no tuvo la oportunidad.

—Necesito la rama para abrir las entradas entre los dos mundos. Si no la llevara conmigo, ahora mismo estaría deambulando por el interior de un laberinto de cuevas en Massachusetts, completamente perdido.

—¿Cuál? —repitió Helena al recordar que no era la primera vez que Orión hacía referencia a ellas—. ¿La puerta de entrada al Submundo es una cueva en Massachusetts? —soltó incrédula.

Orión dibujó una sonrisa y se explicó.

—Hay cientos, y quizá miles de puertas de entrada al Submundo repartidas por todo el planeta. La mayoría de ellas se hallan en rincones fríos y húmedos, en el fondo de alguna cueva. Se trata de puntos estratégicos que no se convierten en puertas al Infierno al menos que las abras con una especie de llave. Por lo que sé, la Rama Dorada es la única reliquia que queda capaz de abrir esas puertas y, puesto que soy el heredero de Eneas, creo que soy la única persona que puede utilizarla.

Para Helena toda la historia tenía sentido. Ella misma portaba el cesto, una reliquia ancestral de la diosa Afrodita, que únicamente las mujeres nacidas en la casta de Atreo podían llevar.

—Pero tenía entendido que la magia no funcionaba aquí abajo —respondió, mientras de forma automática jugaba con el colgante en forma de corazón.

Sabía que la magia del cesto quedaba anulada en el Submundo o, de lo contrario, jamás habría resultado herida. Y cada vez que descendía, salía lastimada o malherida.

—Solo la magia del Submundo, funciona en el submundo —aclaró Orión—. Este universo es muy distinto al nuestro, tiene sus propias normas, seguramente ya te habrás dado cuenta, aquí abajo no poseemos nuestros poderes de vástago.

—Sí, ya me he fijado en eso —replicó Helena.

Intrigado por la entonación de la joven, Orión examinó a Helena mientras apisonaba la altísima vegetación para crear un sendero. Se quedó callado unos instantes y no pudo reprimir una carcajada al descubrir qué se estaba refiriendo a su propia compañera.

—¡El cancerbero! ¡Te quedaste quieta con los ojos cerrados!

A Helena le empezaron a temblar los hombros mientras aguantaba carcajadas embarazosas.

—¡No sabía que hacer! ¡No sé cómo defenderme sin mis relámpagos!

—Te quedaste petrificada, como si estuvieras sufriendo un ataque de asma o algo por el estilo —se burló entre risas—. Durante un instante creí que tendría que hablar con Dafne para que me dejara traer un inhalador…

El muchacho enmudeció al percatarse de que el humor de Helena había cambiado por completo al oír el nombre de su madre. La joven odiaba como él se refería a Dafne, como si fueran grandes amigos.

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