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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (7 page)

BOOK: Los perros de Riga
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—No tenía planeado que mi hijo viniera a sentarse a comer con gusanos de cadáveres saliéndole de las mangas de la camisa.

Kurt Wallander se estremeció con la respuesta. ¿Gusanos de cadáveres saliendo de las mangas de la camisa?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Pero el padre no respondió. Se acabó el café tibio.

—Ya estoy —concluyó—. Ya podemos irnos.

Kurt Wallander pidió la cuenta y pagó.

«Nunca obtendré la respuesta —pensó—. Nunca sabré por qué le desagrada tanto que sea policía.»

Volvieron a Löderup. El viento había arreciado. El padre llevó los lienzos y las pinturas a su estudio.

—¿Jugaremos a las cartas algún día? —preguntó.

—Vendré dentro de unos días —contestó Wallander.

Luego regresó a Ystad. No sabía si estaba enfadado o indignado: ¿gusanos de cadáveres saliendo de las mangas de la camisa? ¿Qué habría querido decir con eso su padre?

Era la una menos cuarto cuando aparcó el coche y regresó al despacho. Para entonces había decidido exigirle una respuesta clara a su padre la próxima vez que se encontraran.

Apartó esos pensamientos y se obligó a ser policía otra vez. Lo primero que tenía que hacer era ponerse en contacto con Björk. Antes de tener tiempo siquiera para marcar el botón del teléfono interno, este sonó, y levantó el auricular.

—Wallander.

Se oía un crujido al otro lado de la línea. Repitió su nombre.

—¿Es usted quien se ocupa del bote salvavidas?

Wallander no reconocía la voz. Era la de un hombre que hablaba rápido y forzado.

—¿Con quién hablo?

—No importa. Es sobre el bote salvavidas.

Wallander se enderezó en la silla y se acercó un papel y un bolígrafo.

—¿Fue usted quien llamó el otro día?

—¿El que llamó?

El hombre parecía asombrado de verdad.

—¡Yo no he llamado!

—¿Así que no fue usted quien llamó para decir que un bote salvavidas flotaba a la deriva en dirección a la costa de Ystad?

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Wallander esperó.

—Entonces nada —zanjó el hombre.

La conversación se cortó.

Wallander se apresuró a tomar nota. Enseguida se dio cuenta de que había cometido una equivocación. El hombre había llamado para hablar sobre los dos muertos del bote salvavidas, y al oír que ya había habido otra llamada se sorprendió, o se asustó, y decidió cortar la conversación cuanto antes.

Para Wallander la conclusión era sencilla.

Quien acababa de llamar no era el mismo hombre con quien Martinson había hablado.

En otras palabras, había más de una persona que podría darles información, para lo que Wallander también tenía una explicación. La conversación con Martinson le había dado la respuesta: los que habían visto algo debían de estar en un barco y serían de la tripulación, ya que nadie saldría solo en un barco durante el invierno. Pero ¿qué barco? Podría ser un transbordador o un pesquero; un carguero o uno de los petroleros que continuamente cruzan el mar Báltico.

Martinson entreabrió la puerta.

—¿Ya es hora? —preguntó.

Wallander decidió no comentar nada sobre la llamada que acababa de recibir. Sentía la necesidad de presentar a sus colaboradores un meditado resumen.

—Todavía no he podido hablar con Björk —dijo—. Nos veremos dentro de media hora, ¿de acuerdo?

Martinson desapareció y Wallander marcó el número interno de Björk.

—Aquí Björk.

—Wallander al habla. ¿Cómo ha ido?

—Ven a mi despacho para que te lo explique.

Lo que Björk tenía que contarle sorprendió a Wallander.

—Vamos a tener una visita —empezó Björk—. El Ministerio de Asuntos Exteriores nos enviará un funcionario para ayudarnos en la investigación.

—¿Un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Qué saben ellos sobre investigaciones criminales?

—No tengo ni idea, pero viene esta misma tarde. He pensado que sería mejor que fueras tú a buscarle. Llega a Sturup en el vuelo de las cinco y veinte.

—La hostia. ¿Viene a ayudar o a vigilar lo que hacemos?

—No lo sé —contestó Björk—. Además, esto es solo el principio. ¿No adivinas quién más ha llamado?

—¿El director general de la policía?

Björk se sobresaltó.

—¿Cómo lo has sabido?

—Bueno, alguna cosa tenía que adivinar. ¿Qué quería?

—Pidió información continuada del caso. Además, quiere enviarnos a un par de hombres. Uno del grupo de homicidios y otro de narcóticos.

—¿También iremos a buscarlos al aeropuerto?

—No, ya se apañarán solos.

Wallander reflexionó un instante.

—Todo esto me parece muy extraño —dijo al fin—. Y sobre todo ese funcionario del ministerio. ¿Por qué viene? ¿Es que se han puesto en contacto con la policía de la Unión Soviética? ¿Y con la de los Estados bálticos?

—Todo sigue su cauce. Esto es lo que me han dicho desde el ministerio, pero no sé lo que significa en realidad.

—¿Cómo es posible que no te informen con exactitud?

Björk levantó las manos.

—He sido jefe de policía el tiempo suficiente como para saber lo que pasa en este país. A veces me dejan de lado a mí, otras es al ministro de justicia a quien engañan, pero la mayoría de las veces a quien no le dicen más que una ínfima parte de lo que realmente está sucediendo es al pueblo sueco.

Wallander sabía muy bien a qué se refería Björk. Los numerosos escándalos judiciales de los últimos años habían destapado el invisible sistema de túneles construidos en los sótanos de la organización estatal, túneles que unían diferentes departamentos e instituciones. Lo que antes habían sido sospechas, o imaginaciones sectarias, finalmente se había puesto al descubierto. El poder real se ejercía en gran parte desde unos pasillos secretos, poco iluminados, lejos del control que se suponía que era la característica básica de un Estado de derecho.

Llamaron a la puerta, y Björk gritó que adelante. Era Svedberg, con el periódico de la tarde en la mano.

—He pensado que os interesaría ver esto.

Wallander se sobresaltó al ver la portada del periódico. En grandes titulares se hablaba del sensacional hallazgo de dos cadáveres en la costa de Escania. Björk saltó de su silla y agarró a su vez el periódico, y lo leyeron los dos por encima de sus hombros. Para su espanto, Wallander vio su propia cara en una fotografía borrosa. Pensó que debieron de tomarla durante la investigación de los asesinatos de Lenarp: «El inspector de policía Knut Wallman está al frente de las investigaciones».

En el texto del pie de foto le habían cambiado el nombre. Björk tiró el periódico, y en la frente se le veía la mancha rojiza que presagiaba un ataque de ira. Svedberg se alejó discretamente hacia la puerta.

—Aquí está todo —anunció Björk—. Igual que si lo hubieses escrito tú, Wallander; o tú, Svedberg. El periódico sabe que estamos en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, que el director general de la policía sigue el desarrollo del caso; incluso saben que el bote es yugoslavo, que es más de lo que sé yo. ¿Es cierto eso?

—Sí —contestó Wallander—. Martinson nos lo ha explicado esta mañana.

—¡Esta mañana! ¡Dios mío! ¿Se puede saber cuándo imprimen este diario de mierda?

Björk iba y venía por el despacho. Wallander y Svedberg se miraron. Cuando Björk perdía los estribos podía emprender retahílas interminables.

Björk asió el periódico de nuevo y leyó en voz alta:

—«Patrullas asesinas soviéticas. La nueva Europa ha abierto las puertas de Suecia a una criminalidad con perspectivas políticas.» ¿Qué quieren decir? ¿Alguno de vosotros puede explicármelo? ¿Wallander?

—No tengo ni idea. Creo que lo mejor será no prestar atención a lo que dicen los periódicos.

—¿Cómo vamos a hacerlo? Los medios de comunicación nos sitiarán después de esto.

Como si de una profecía se tratase, el teléfono empezó a sonar en ese mismo instante. Era un periodista del diario
Dagens
Nyheter
que quería una declaración. Björk tapó el auricular con la mano y dijo:

—Tendremos que convocar otra conferencia de prensa. O enviar un comunicado. ¿Qué opináis que es mejor?

—Las dos cosas —propuso Wallander—. Pero espera a mañana para la conferencia de prensa. Ese hombre del ministerio tal vez quiera dar su opinión.

Björk informó al periodista y dio por terminada la conversación sin contestar a ninguna pregunta. Svedberg abandonó el despacho. Björk y Wallander se pusieron de acuerdo sobre un breve comunicado de prensa. Cuando Wallander se levantó para irse, Björk le pidió que se quedara.

—Tendremos que hacer algo en lo concerniente a los chivatazos —dijo Björk—. Es evidente que he sido demasiado ingenuo. Recuerdo que te quejaste el año pasado cuando trabajabas en el doble asesinato de Lenarp, y me temo que yo lo despaché como exageraciones tuyas. La cuestión es: ¿qué debo hacer?

—Me pregunto si realmente se puede hacer algo —objetó Wallander—. Creo que el año pasado entendí que tenemos que aprender a convivir con ello.

—Me encantará retirarme —suspiró Björk tras un momento de reflexión—. A veces me siento como si el tiempo se me estuviera escapando.

—Nos pasa a todos —contestó Wallander—. Me voy a Sturup a buscar a ese funcionario. ¿Cómo se llama?

—Törn.

—¿Nombre de pila?

—No me lo han dado.

Wallander volvió a su despacho, donde ya le aguardaban Martinson y Svedberg. Este último estaba explicando lo, que acababa de presenciar en el despacho de Björk.

Wallander decidió celebrar una reunión breve. Contó lo de la llamada y su conclusión de que había otra persona que quería hablar acerca del bote salvavidas.

—¿Era escaniano? —preguntó Martinson.

Wallander asintió con la cabeza.

—Entonces es posible encontrarlos —continuó Martinson—. Podemos excluir a los petroleros y los cargueros. ¿Qué nos queda, pues?

—Nos quedan los pesqueros —contestó Wallander—. ¿Cuántos habrá a lo largo de la costa sur de Escania?

—Muchos —señaló Martinson—. Pero ahora, en el mes de febrero, están todos amarrados. Aunque sea un trabajo arduo, creo que podremos encontrarlos.

—Mañana lo decidiremos —siguió Wallander—. Para entonces todo puede haber cambiado.

Les contó lo que Björk le había comentado. Martinson reaccionó más o menos como él, con asombro e irritación, mientras que Svedberg se limitó a encogerse de hombros.

—Por hoy ya basta —concluyó Wallander—. Tengo que redactar un informe sobre lo que sabemos hasta ahora, y vosotros también. Mañana haremos una puesta en común con los que vienen del grupo de homicidios y de narcóticos, y con Törn, el del ministerio.

Wallander llegó al aeropuerto con tiempo de sobra. Tomó una taza de café con los policías de aduanas y escuchó sus habituales quejas sobre horarios y sueldos. A las cinco y cuarto se sentó en un sofá delante de la entrada de pasajeros mirando distraídamente los anuncios en una televisión que colgaba del techo. Anunciaron la llegada, y Wallander se preguntó si el hombre del ministerio imaginaría encontrarse a un policía uniformado. «Si me coloco con los brazos en la espalda y me balanceo encima de los pies a lo mejor ve que soy policía», pensó con ironía.

Contempló a todos los pasajeros que pasaron ante él, pero no vio a nadie que pareciese estar buscando a alguien. Cuando la corriente de viajeros terminó por extinguirse, se dio cuenta de que no le había visto. «¿Qué aspecto tendrá un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores? —pensó—. ¿Son como la gente normal o como los diplomáticos? ¿Y qué pinta tiene un diplomático?»

—¿Kurt Wallander? —oyó que le decían por detrás de él.

Al volverse vio ante sí a una mujer de unos treinta años.

—Sí —respondió—. Yo mismo.

La mujer se quitó un guante y le estrechó la mano.

—Birgitta Törn —se presentó—. Vengo del Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Tal vez te esperabas un hombre?

—La verdad es que sí —contestó.

—Aún no hay muchas mujeres diplomáticas —explicó Birgitta Törn—, pero eso no significa que gran parte de la administración estatal de extranjería no esté en manos de mujeres.

—Bien —empezó Wallander—, bienvenida a Escania.

En la cinta de recogida de equipajes la miró de reojo. Tenía un aspecto indefinible. Sobre todo había algo en sus ojos que le picaba la curiosidad. Al coger la maleta y encontrarse con su mirada comprendió de qué se trataba: llevaba lentes de contacto. Las reconocía fácilmente, pues Mona las había llevado durante los últimos años de su matrimonio.

Se dirigieron luego al coche. Kurt Wallander le preguntó por el tiempo que hacía en Estocolmo y si el viaje había sido agradable; enseguida se dio cuenta de que mantenía ciertas distancias con él.

—Me han hecho una reserva en un hotel que se llama Sekelgården —dijo cuando iban hacia Ystad—. Me gustaría repasar los informes que tenéis sobre la situación de la investigación. Supongo que te han informado de que hay que facilitarme todo el material.

—No —contestó Wallander—. Nadie me ha dicho nada de eso, pero como no hay secretos lo tendrás de todas formas. Está en la carpeta del asiento trasero.

—Has sido muy previsor —dijo.

—En realidad solo tengo una pregunta —empezó Wallander—: ¿Por qué estás aquí?

—La inestable situación del Este hace que el Ministerio de Asuntos Exteriores vigile todos los acontecimientos anormales. Además, podremos prestar ayuda en las demandas formales que eventualmente se tengan que hacer a otros países que no sean miembros de la Interpol.

«Habla como un político; en sus palabras no cabe la inseguridad», pensó Wallander.

—Un acontecimiento anormal —dijo—. Tal vez se pueda llamar así. Si quieres te enseño el bote salvavidas en la comisaría.

—No, gracias —contestó Birgitta Törn—, no deseo entrometerme en el trabajo policial, pero sí quiero celebrar mañana por la mañana una reunión, quiero una exposición de los hechos.

—A las ocho va bien —propuso Wallander—. Quizá no sepas que la dirección general nos ha enviado un par de inspectores más, que supongo llegarán mañana.

—Ya me han informado de ello —replicó Birgitta Törn.

El hotel Sekelgården estaba situado en una calle de detrás de una plaza. Wallander detuvo el coche y se estiró para recoger la carpeta del informe, y sacó luego la maleta de ella.

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