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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (4 page)

BOOK: Los cerebros plateados
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Cuando Gaspard se acercó al galope, Zane le dijo:

—Sujeta a la señorita Rubores por mí, amigo. Ten cuidado, está conmocionada.

Luego avanzó directamente hacia Hornero.

—¡No le acerques a mí, asqueroso bicho de hojalata! —gritó Hornero, con una especie de balido, y apuntó su llama contra el varonil robot que seguía avanzando. Pero, una de dos: o el combustible se acabó en aquel preciso instante, o en la extendida pinza derecha de Zane, apuntando a Hornero, había más extraños poderes de los que a simple vista se podían apreciar, porque en aquel instante la llama se extinguió.

Zane arrancó el tubo de las manos de Hornero, le agarró por el pescuezo, le tendió sobre su rodilla de azulado acero y le propinó cinco vergajazos en las nalgas con el tubo todavía
caliente
.

Hornero lloriqueó. Los escritores se inmovilizaron, boquiabiertos, mirando a Zane Gort como un grupo de romanos en plena orgía podrían haber mirado a Espartaco.

5

Eloísa Ibsen no era mujer capaz de preocuparse demasiado por las dificultades que sus hombres pudieran tener. Antes incluso de que Zane Gort terminara de zurrar a Hornero, se acercó a Gaspard.

—Mentiría si dijera que tengo una buena opinión de tu nueva amiguita —le dijo a modo de saludo, recorriendo con la mirada a la señorita Rubores—. Tiene buen color para chica de conjunto, pero le falta un poco de carne. —Luego, mientras Gaspard buscaba una réplica contundente, Eloísa prosiguió—. Desde luego, he oído hablar de hombres que habían recurrido a los robots para conseguir que alguien les hiciera caso, pero nunca pensé que conocía a uno. ¡Claro que tampoco creía conocer a un esquirol!

—¡Cuidado, Eloísa! Yo no soy ningún esquirol —exclamó Gaspard, desdeñando replicar al primer comentario—. Nunca he sido espía ni chivato, y nunca lo seré. Detesto lo que habéis hecho, y no me importa admitir que tan pronto como desperté del sueño en que me sumió tu gorila, vine corriendo aquí para tratar de evitar la destrucción de las máquinas redactoras. Por el camino encontré a Zane. Sí, detesto lo que habéis hecho, vosotros que os llamáis escritores, pero aunque hubiera sabido que planeabais hacerlo, cosa que ignoraba, me habría opuesto a ello en el sindicato, pero sin acudir a los editores.

—¿Me tomas por estúpida? —replicó su ex adorada con un desdeñoso encogimiento de sus desnudos y morenos hombros—. Tal vez la Rocket House te condecore con una medalla de hojalata, y te permita inventar nuevos títulos para reimpresiones al quince por ciento de los salarios fijados por el sindicato. ¡Repugnante esquirol! ¿Olvidas que ya intentaste disuadirnos en el quiosco–librería?

—¡Estás equivocada! —protestó Gaspard—. Si lo hice no fue pensando en los editores.

Trató de apartar un poco a la señorita Rubores a fin de sentirse más libre para discutir, pero ella vibró y se le aferró con más fuerza.

—¡Ah! ¿No es encantadora? —comentó Eloísa Ibsen—. ¡Una dulce muñequita de hojalata en rosa! ¡Preséntales tus disculpas a Flaxman y a Cullingham, esquirol!

En aquel preciso instante Zane Gort, que había conseguido información de Joe el Guardián, con rapidez sin precedentes, y luego había corrido hacia el armario y regresado en cuatro segundos, apareció con una camilla. La depositó en el suelo e instaló en ella a la señorita Rubores.

—Ayúdame, Gaspard —se apresuró a decir—. Tenemos que llevarla a un lugar tranquilo y suministrarle electricidad antes de que estallen todos sus relés. Coge el otro extremo.

—¡Medalla de hojalata, desde luego! —ironizó Eloísa—. ¡Debí comprender que un asqueroso amigo de los robots acabaría necesariamente en esquirol!

—Eloísa… —empezó Gaspard, pero se dio cuenta de que no era momento de discutir. Los escritores, aturdidos aún por los gritos de la señorita Rubores y la audacia de las maniobras de Zane Gort, empezaban a reponerse y estaban avanzando en actitud amenazadora. Mientras empuñaba las dos varas de la camilla y echaba a trotar detrás de Zane, Eloísa movió sus voluptuosas caderas y las golpeó aparatosamente, una tras otra, con la palma de la mano.

—¡Aquí hay algo que tus amigas de hojalata no pueden darte! —le gritó a Gaspard con una ronca carcajada.

Trozos de metal, lanzados por los enfurecidos escritores, empezaron a caer alrededor de ellos. Zane apresuró el paso, hasta que Gaspard se vio obligado a correr. Un petardo estalló muy cerca de su cabeza.

—¡Aagh! —exclamó furiosamente Hornero Hemingway detrás de ellos, encendiendo en el rescoldo de la máquina redactora el otro petardo que le quedaba. Antes de lanzarlo, rebuscó en su banco de memoria, no excesivamente abastecida, al peor insulto que conocía.

—¡Asquerosos editores! —aulló.

Pero su proyectil estalló varios metros antes de llegar al blanco, mientras el robot y el hombre se deslizaban con la camilla a través de la puerta. Una vez en la calle, Zane aminoró el paso. Con gran sorpresa por su parte, Gaspard descubrió que empezaba a notarse estupendamente excitado y algo delirante. Sus ropas estaban desgarradas, su rostro sucio y tenía en la mandíbula un bulto como un limón, pero se sentía maravillosamente vivo.

—¡Buen trabajo el que hiciste con Hornero, Zane! —exclamó—. No conocía esa faceta en ti, viejo bastardo de hojalata.

—Normalmente no soy así —contestó modestamente el robot—. Como ya sabes, la primera ley de los robots es no causar ningún daño a un ser humano. ¡Pero, por san Isaac, el ser humano debe respetar las normas humanas! Y Hornero Hemingway no las respeta. Además, estrictamente hablando, lo que le hice no fue un daño, sino una saludable regañina.

—Desde luego, comprendo que mis compañeros escritores llegaran al borde de la apoplejía ante las cosas que la señorita Rubores dijo —continuó Gaspard—. «¡Vivan los amados editores!» —remedó, con una risa ahogada.

—Yo también podría reírme de la indiscriminatoria hipersensibilidad de los censores —dijo Zane, con cierta sequedad—. Pero ¿no crees, Gaspard, que durante los últimos doscientos años la raza humana ha limitado sus gustos a meras vulgaridades y a unas cuantas palabras alusivas a las funciones genito–urinarias? Como le dijo el doctor Tungsteno a su dorada muchacha robot cuando ella soñaba convertirse en un ser humano: «Los humanos no son como tú los idealizas. Blanda. Los humanos son asesinos de sueños. Toman las burbujas de jabón, Blanda, y las llaman detergente. Y lo que era romanticismo al claro de luna, ahora se llama sexo». Pero, basta de charla socioliteraria, Gaspard. Tengo que encontrar una toma de electricidad para la señorita Rubores, y en el Paseo de la Lectoría han cortado la corriente.

—Perdona —dijo Gaspard—, pero… ¿no podrías inyectarle un poco de energía de tus propias baterías?

—¿Y exponerme a que ella interprete equivocadamente mis intenciones? —replicó el robot en tono de reproche—. Por supuesto, lo haría en caso de extrema necesidad, pero su estado no es tan crítico. Ahora está tranquila y no sufre. He ajustado sus mandos para condición de anestesia total. Pero…

—¿Qué me dices de la Rocket House? —sugirió Gaspard—. Las oficinas de la editorial están muy cerca de aquí. Eloísa cree que soy un esquirol, conque puedo actuar como si lo fuera y recurrir a mis editores.

—Excelente idea —contestó el robot, doblando a la derecha en la siguiente esquina y apresurando tanto el paso que Gaspard se vio obligado a correr para seguirle y evitarle traqueteos a la señorita Rubores. Tendida en la camilla, absolutamente inmóvil y muy malamente chamuscada alrededor de las rodillas y las caderas, la róbix (robot hembra) parecía hallarse, a los ojos inexpertos de Gaspard, en estado de pasar a engrosar un montón de chatarra.

—De todos modos, quiero ver a Flaxman y a Cullingham —dijo—. Necesito que me expliquen por qué no han hecho nada para proteger sus máquinas de redactar, aparte de contratar a un grupo de esbirros de hojalata, con perdón, totalmente inútiles. No es propio de ellos descuidar así sus obligaciones cuando están en juego sus cuentas corrientes.

—Yo también tengo materias delicadas que discutir con nuestros ilustres patronos —dijo Zane—. Gaspard, viejo hueso, hoy te has mostrado eléctricamente servicial, y me gustaría expresarte mi gratitud con algo más que palabras. No pude evitar el oír los groseros comentarios de tu fogosa y enojada amiga. Bueno, éste es un asunto muy delicado y no me gustaría meter la pata, como vulgarmente se dice. Pero, Gaspard, viejo corpúsculo, no es del todo cierto lo que la señorita Ibsen dice de los robots, al afirmar que son completamente incapaces de prestar determinados servicios íntimos a los seres humanos masculinos. ¡Por san Wuppertal, no! No me refiero exactamente a nuestras róbix, y en ningún caso a la señorita Rubores. ¡Antes me arrojaría a un baño de ácido que inducirte a creer eso! Pero si alguna vez tuvieras ese tipo de necesidad, careciendo momentáneamente de medios para satisfacerla, y desearas gozar del más asombroso simulacro de placer humano, del más sorprendente sucedáneo de entrega femenina sin reservas, puedo darte las señas del establecimiento de madame Pneumo, una…

—Olvídalo, Zane —dijo Gaspard secamente—. Ésa es una parte de mi vida a la que puedo atender por mi mismo.

—Estoy seguro de ello —se apresuró a decir Zane—. Ojalá todos nosotros pudiésemos alardear de lo mismo. Perdona, viejo músculo, pero ¿acaso he tocado inadvertidamente una fibra dolorosa?

—La has tocado —dijo Gaspard en tono brusco—, pero no importa… —Vaciló, luego sonrió y añadió—: ¡Viejo charlatán!

—Perdóname, por favor —dijo Zane con humildad—. A veces me dejo llevar por el entusiasmo que me inspiran las asombrosas facultades de mis camaradas de metal, e incurro en alguna inconveniencia. Temo que soy un poco robocéntrico. Pero ha sido una suerte para mi que hayas expresado de modo tan delicado tu disgusto ante mi observación. Estoy convencido de que Hornero Hemingway me habría llamado alcahuete de hojalata.

6

Cuando el último Compilador Harper quedó destripado y el último Antólogo Viking reducido a un armazón ennegrecido y empapelado de manifiestos, los escritores, ebrios de victoria, regresaron a sus diversos acuartelamientos bohemios, sus Barrios Latinos y Francés, sus Bloomsburies, Greenwich Villages y North Beaches, y llenos de felicidad se sentaron en círculos, a esperar la inspiración.

Pero la inspiración no llegó.

Los minutos se convirtieron en horas, las horas en días. Se prepararon y consumieron ríos de café, montañas de colillas se acumularon en los suelos de negro mosaico de áticos, buhardillas y desvanes que, según los arqueólogos, reproducían exactamente las residencias de los escritores de antaño. Pero todo fue inútil, y las grandes epopeyas del futuro —incluso los humildes relatos eróticos y las cotidianas epopeyas espaciales— se negaron a acudir.

Entonces, muchos de elfos, todavía sentados en círculos, aunque ahora menos felices, unieron sus manos con la esperanza de concentrar energías mentales. De esta forma esperaban provocar la creatividad, e incluso ponerse en contacto con espíritus de autores muertos que les proporcionarían, amablemente, todos aquellos argumentos que de nada podían servirles en el otro mundo.

Basándose en misteriosas tradiciones heredadas de aquella época oscura en que los escritores realmente escribían, casi todos habían creído que el escribir era un trabajo de equipo, donde ocho o diez individuos bien avenidos se reunían en lujosas estancias bebiendo combinados, «intercambiando ideas» (esto ultimo resultaba bastante cabalístico) y recibiendo de vez en cuando las tiernas atenciones de bellas secretarias. De esta forma concebían el escribir como una especie de deporte alcohólico de salón, con períodos de descanso en la cama, de donde nacían milagros.

También creían algunos que el escribir era cuestión de «manifestar el subconsciente». Esta versión del proceso era más parecida al psicoanálisis o a una prospección petrolífera (¡la varita del zahorí en busca del oro negro de los impulsos instintuales!) y hacía esperar que, en caso de apuro, la percepción extrasensorial o alguna otra forma de gimnasia metapsíquica podía sustituir a la creatividad. En ambos casos, el unir las manos en círculos parecía un buen recurso, puesto que proporcionaba la adecuada comunión física y favorecía la aparición de oscuras fuerzas psíquicas. En consecuencia, se practicó con profusión.

La inspiración continuó sin darse por aludida.

La realidad pura y simple era que ningún escritor profesional podía iniciar un relato excepto apretando el botón de puesta en marcha de una máquina redactora, y por maravilloso que pudiera ser el hombre de la Era Espacial, en su cuerpo no habían brotado aún botones. Sólo le quedaba rechinar los dientes envidiando a los robots, que en ese aspecto estaban mucho más dotados.

Muchos escritores descubrieron que eran incapaces de ordenar palabras sobre el papel o simplemente de formar las propias Apalabras. En aquella gran era de educación pictórico–auditivo–kinestésico–táctil–nósmico–gustativo–onírico–hipnótico–psiónica, habían prescindido de aquel arte casi arcaico. La mayoría de aquellos analfabetos compraron máquinas de interpretar, unos aparatos portátiles que traducían el habla a texto escrito, pero incluso con tales medios auxiliares, la gran minoría despertó a la triste realidad de que su dominio de la palabra hablada no excedía del básico simplificado o pichinglis solar. Podían beber el láudano opulentamente púrpura de la embriaguez oral, pero no crearlo dentro de sus mentes, del mismo modo que no podían elaborar ni miel ni seda.

En realidad, algunos de ellos —puristas tales como Hornero o Hemingway— nunca habían pensado en seguir escribiendo cuando destruyeron las maquinar de redactar. Suponían que sus compañeros menos atléticos y más estudiosos resolverían la peliaguda cuestión trabajando para ellos. Otros, en menor número, entre ellos Eloísa Ibsen, sólo ambicionaban convertirse en caciques del sindicato, barones de la edición, o aprovechados del caos que seguiría a la
matanza
de las máquinas de redactar, obteniendo provecho material, cargos o, al menos, emociones fuertes.

Pero la mayoría creyeron realmente que serían capaces de componer libros —¡grandes novelas!— sin haber escrito una sola línea en toda su vida. Éstos sufrieron muchísimo.

AI cabo de diecisiete horas, Lafcadio Cervantes Proust escribió con ímprobo esfuerzo: «Desviándose, deslizándose, girando eternamente, ascendiendo más y más en círculos cada vez más amplios…». Aquí se interrumpió.

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