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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (20 page)

BOOK: Los cerebros plateados
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Gaspard volvió la cabeza a tiempo de ver una cosa rosada que salía del lavabo de señoras y desaparecía por el pasillo lateral.

—Sal a la entrada principal —ordenó Zane rápidamente—. Ciérrale el paso a la señorita Rubores si trata de salir. Es posible que esté hipnotizada. Si tienes que golpearla, dale en la cabeza. Yo iré por la parte de atrás; ella se dirigía hacia allí. ¡Pronto!

Patinó a lo largo del pasillo, dobló el primer recodo y desapareció.

Gaspard se encogió de hombros y corrió escaleras abajo. El empleado de aspecto ratonil y el robot–puerta de dos metros habían desaparecido, tal como había dicho Zane. Gaspard se detuvo, encendió un cigarrillo y se dedicó a recordar párrafos brillantes de mecalingua, que minutos antes no habían querido acudir a su memoria. Ahora recordaba millares de ellos, sensaciones de toda una vida de lector. Seguramente, con un pequeño esfuerzo podría repetir una docena de palabras exactas.

Al cabo de media hora aburrida y literariamente estéril, Zane Gort le silbó desde la puerta del averiado ascensor. Zane sujetaba firmemente de la muñeca a la señorita Rubores. La róbix exhibía un aire de reina ofendida, mientras Zane luchaba visiblemente con emociones contradictorias.

—Descubrí a Mears en el pasillo junto al almacén número tres —dijo Zane cuando Gaspard se acercó a la pareja—. Dijo que era un electricista y que estaba tratando de localizar una avería en la línea de alimentación general. Le repliqué diciéndole sin rodeos que le conocía, y él tuvo la desfachatez de contestar que no podía decir lo mismo, pues para él todos los robots eran iguales. Tuve la satisfacción de echarle a cajas destempladas. Después de una larga búsqueda, descubrí a la señorita Rubores ocultándose…

—Ocultándome, no —protestó ella—. Pensando. Suéltame ya, bruto.

—Es por su propio bien, señorita —replicó Zane, y luego prosiguió—: De acuerdo, la encontré pensando en un respiradero del sistema de ventilación. Dice que ha sufrido un ataque de amnesia y que no recuerda lo ocurrido desde que salió de la guardería hasta que la encontré. En realidad, no la he visto con el agente del gobierno.

—Pero ¿crees que se habrá chivado? —inquirió Gaspard—. ¿Crees que él la conocía?

—¡Por favor, señor De la Nuit! —objetó la señorita Rubores—. No diga «conocía», sino «estaba relacionado».

—¿Qué tiene de malo el verbo conocer? —preguntó Gaspard—. Ayer también formuló la misma censura.

—¿No lee nunca la Biblia? —replicó severamente la censora róbix—. Adán «conoció» a Eva, y ese fue el principio de todas aquellas inmoralidades. Algún día voy a expurgar la Biblia; es mi sueño. Pero hasta entonces le ruego que no la cite, porque ofende mi pudor femenino. Y ahora, Zane Gort, bruto robost, ¡suélteme!

Libró su muñeca de la pinza de Zane y empezó a subir la escalera, muy erguida. Zane siguió tras ella con visible desaliento.

—Creo que eres demasiado suspicaz, Zane —dijo Gaspard con forzada animación, mientras cerraba la marcha—. ¿Qué motivo tendrían los agentes del gobierno para husmear en la Rocket House?

—El mismo motivo que todas las conciencias del sistema, humanas, metálicas o de vegetal venusino —respondió el robot en tono lúgubre—. La Rocket House posee algo valioso, o al menos misterioso, y nadie sabe lo que es. No se necesita más. Para el hombre de la Era Espacial, todo misterio es un poderoso imán. —Meneó la cabeza—. Creo que más valdrá tomar precauciones…

Cuando se acercaban a la puerta de la oficina, la enfermera Bishop abrió de par en par y se oyó en el vestíbulo el rumor de una animada conversación.

—¡Eh, Gaspard! —exclamó alegremente la enfermera Bishop—. Hola, Zane. ¿Qué tal, señorita Rubores? Llegan muy a tiempo para ayudarme a conducir a los muchachos a la guardería.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gaspard—. Todo el mundo parece muy feliz.

—¡Desde luego! Los muchachos han decidido aceptar la propuesta de la Rocket. Hemos llamado a la guardería y los demás cerebros han dado su conformidad. Cada uno de ellos escribirá como prueba una novela corta, en el más estricto anonimato y en un plazo de diez días. El señor Flaxman le ha asignado su primera tarea, Gaspard: debe alquilar veintitrés grabadoras. La Rocket suministra siete.

31

Durante las primeras jornadas del Criterium Literario de los Cerebros Plateados, Gaspard de la Nuit se convirtió en mozo de cuerda, ayudante y recadero de todo el mundo…, y amigo de nadie. Hasta el servicial y formal Zane Gort adquirió la costumbre de desaparecer misteriosamente cuando más agobiaba el trabajo, mientras Joe el Guardián se veía afectado por una dolencia cardíaca que le impedía cargar ningún objeto más pesado que su pistola fétida o un recogedor lleno de papeles.

Cuando Zangwell dejó de beber por falta de materia prima, Gaspard creyó que podría contar con un ayudante, aunque fuese de tercera categoría, pero resultó que sin licor el viejo empleado se convertía en un carcamal dos veces más inútil que cuando empinaba el codo.

Flaxman y Cullingham rechazaron la petición de Gaspard en el sentido de contratar ayuda rebotica o humana, alegando que ello podría perjudicar al secreto del proyecto, aunque en opinión de Gaspard era el secreto de Polichinela. Insinuaron que Gaspard exageraba la cantidad de trabajo que el Criterium requería.

Pero, desde el punto de vista de Gaspard, su trabajo era interminable y agotador. El conseguir las veintitrés grabadoras automáticas, para empezar, fue algo comparable a los trabajos de Hércules, porque las existencias locales habían sido alquiladas o compradas por grupos de ilusionados escritores después de la destrucción de las máquinas de redactar. Gaspard logró realquilar algunas a los desilusionados, y compró las demás en Nuevos Ángeles a unos precios que pusieron los pelos de punta a Flaxman.

Luego tuvo que adaptar un empalme especial a cada grabadora, a fin de poder conectarla directamente al huevo en lugar del altavoz. Era un trabajo bastante sencillo, que no exigía más de media hora, como le demostró Zane Gort a Gaspard mientras adaptaba una grabadora para Media Pinta. Siguiendo las instrucciones del robot, Gaspard conectó las otras veintinueve, lo cual le permitió profundizar en los arcanos de la vida mecánica. La cosa habría resultado soportable, con todo, a no ser por los continuos apremios de Bishop y las demás enfermeras, que se hacían portavoces de las imperativas exigencias de los cerebros. Ahora éstos pedían ser equipados en seguida con grabadoras, y envidiaban a los compañeros que ya las tenían instaladas. Zane se permitió un comentario irónico, diciendo que mientras los robots eran especialistas en resolver problemas y realizar tareas creativas, los obreros humanos sólo servían para trabajos monótonos.

Mientras duró la instalación de las grabadoras, Gaspard durmió en la oficina, sobre el catre de Joe el Guardián instalado en el lavabo de caballeros. Cuando terminó el trabajo, Gaspard experimentó una nueva satisfacción, no exenta de orgullo, sentándose en la guardería, frotándose las manos lastimadas y contemplando las máquinas que había adaptado, mientras los rollos de papel continuo avanzaban a intervalos irregulares, o retrocedían para las inevitables correcciones; aunque la mayor parte del tiempo permanecían inmóviles mientras los cerebros enlatados, al parecer, meditaban con gran concentración. Mas no pudo disfrutar por mucho tiempo de aquella ociosa placidez. Cuando los cerebros se vieron con las grabadoras instaladas, empezaron a exigir continuamente entrevistas para supuestas consultas con Flaxman o Cullingham. Esto suponía trasladarlos a la oficina con sus grabadoras y demás equipo, pues los dos socios siempre estaban demasiado ocupados para ir a la guardería. Gaspard no tardó en llegar a la conclusión de que los cerebros no tenían ningún problema con su producción literaria ni necesitaban ningún consejo de los humanos corpóreos, sino que gozaban de aquellos paseos después de tantas décadas de no poder salir de la guardería por decisión de Zukie.

A cualquier hora de un día laborable había como mínimo diez huevos en la oficina, con una enfermera, fontanelas de repuesto y todo lo demás, descansando, hablando con los editores o haciendo antesala. Gaspard fatigó sus brazos casi hasta quedar inútil, y llegó a odiar a la mayoría de aquellos cerebros quisquillosos y cruelmente bromistas.

Finalmente, atendiendo a sus incesantes súplicas, Flaxman accedió de mala gana a prestarle su automóvil, cuando estuviera disponible, para transportar los huevos de puerta a puerta. También le permitieron establecer una especie de sistema de seguridad: uno de los hermanos Zangwell montaba guardia durante la carga o descarga de los huevos, que ahora, a propuesta de Gaspard, eran transportados en cajones llenos de paja.

Como concesión a la perseverancia de Gaspard en lo relativo a una mayor seguridad, Flaxman le prestó un antiguo revólver de seis tiros que había pertenecido a su bisabuelo, e incluso le facilitó la munición necesaria, fabricada a mano de armeros robots. Gaspard le había pedido a fa enfermera Bishop su moderna pistola, pero ella no se dejó convencer.

A Gaspard le habría parecido todo más soportable si aquella encantadora muchacha hubiese accedido a salir otra vez con él, aunque sólo fuera para escuchar sus confidencias, a cambio de hacerse depositario de las de ella. Pero la enfermera Bishop rechazó todas sus proposiciones, hasta las más inocentes, con irónicos comentarios acerca de ciertos ex escritores que tenían demasiado tiempo que perder. La señorita Jackson y ella tenían horas libres para dormir, lo mismo que Gaspard, pero lo hacían en la guardería. Las otras cuatro enfermeras no eran tan esforzadas. Una de ellas incluso se despidió, alegando exceso de trabajo. La enfermera Bishop ocupaba sus noches y sus días en encientes y febriles revisiones, comprobando que todos los huevos se mantuvieran en perfecto estado según las previsiones de Zukie, tanto en la guardería como en la Rocket House y durante los desplazamientos.

Gaspard se sentía el más miserable de los esclavos de la enfermera Bishop. Ella le reñía, le abrumaba con las tareas más pesadas… Para empeorar las cosas, se mostraba muy cariñosa y paciente con Flaxman…, y descaradamente insinuante con Cullingham. Incluso Zane Gort, en sus raras apariciones, recibía de ella un trato afectuoso. Sólo Gaspard parecía sacar a la superficie cuanto había en ella de desagradable.

Sin embargo, en dos ocasiones en que Gaspard estaba tan cansado que literalmente no podía levantar los brazos, ella le había dado un rápido abrazo y le había besado con labios perversamente expertos. Luego se apartaba de él y le miraba, risueña… como si no hubiera pasado nada.

La segunda vez que ocurrió, Gaspard apretó los labios —estaba demasiado cansado para limpiárselos con la mano— y se limitó a exclamar:

—¡Pequeña zorra!

—No creo que sea usted muy apasionado en el amor —le censuró ella.

—Eso no es amor; es una tortura —dijo Gaspard.

—¿Dónde está la diferencia? Debería usted leer
Justine
, del Marqués de Sade. Una muchacha desea proporcionar al hombre que ama las sensaciones más intensas, y ¿hay algo más intenso que el dolor? Eso es lo que proporciona una buena chica: la merced del dolor. Hacer el amor, señor escritor, es un proceso que consiste en aplicar exquisitas torturas, y al cabo de dos horas, cuando el dolor se haya vuelto insoportable y la muerte parezca inevitable, administrar el antídoto.

—¿Y cuándo llegará usted a la fase del antídoto? —preguntó Gaspard.

—¡En su caso, nunca! —respondió secamente la enfermera Bishop—. Ponga un rollo nuevo en la grabadora de Nick. Hace tres minutos que lo ha pedido. Quién sabe si está a la mitad de una escena de seducción que pondrá a la Rocket House en cabeza de la lista de
bestsellers
.

32

Aunque los socios Flaxman y Cullingham nunca realizaban ningún trabajo, ni siquiera para dar ejemplo, ni se movían de sus oficinas, también empezaron a padecer la fatiga del Criterium Literario de los Cerebros Plateados, aunque más en sus nervios que en sus músculos.

Flaxman se empeñó en vencer su terror infantil a los cerebros hablando con ellos profusamente, asintiendo vigorosa e incesantemente mientras ellos hablaban y ofreciéndoles cigarros en sus momentos de mayor debilidad. Por ejemplo de su psiquiatra, incluso hizo quitar el cerrojo que Gaspard había montado con tanto esfuerzo, afirmando que era sobre todo una protección simbólica frente a temores infantiles, más que una verdadera protección contra peligros reales.

Pero Flaxman fracasó en sus esfuerzos, porque los cerebros se dieron cuenta del miedo que le inspiraban y se dedicaron con perverso deleite a exacerbarlo. Solían hablarle de la gran operación que había practicado Zukie, describiéndole lo que sentiría él si le hubieran separado de su cuerpo nervio tras nervio para enlatar su cerebro. Otras veces improvisaban y le narraban horribles cuentos de fantasmas, con el pretexto de consultarle la conveniencia de incluirlos en sus novelas.

Ahora era cada vez más frecuente que el automóvil de Flaxman no estuviera disponible para el transporte de huevos, porque su propietario lo utilizaba para dar largos paseos terapéuticos por las colinas de Santa Mónica.

Al principio, a Cullingham le halagaba que los cerebros recurriesen a su asesoramiento editorial, pero cuando se dio cuenta de que sólo pretendían salir de la guardería y, si se terciaba, tomarle un poco el pelo, su desazón se hizo aún más honda que la de Flaxman. Pero la mañana del día que, según había vaticinado Gaspard, iba a ser el de su crisis nerviosa definitiva, Cullingham se presentó acompañado de una extraña secretaria (al parecer, la penuria que impedía contratar nuevos empleados no rezaba con aquélla), a quien presentó como la señorita Sauce. Y aunque la secretaria no hacía nada, excepto sentarse en silencio al lado de Cullingham y mover de vez en cuando su lápiz sobre las páginas de un cuaderno de notas forrado en negro, parecía ejercer un efecto maravillosamente sedante sobre los nervios de su jefe. La señorita Sauce era una belleza delgada, alta y provocativa, que dejó a Gaspard boquiabierto la primera vez que la vio. Tenía figura de modelo, pero con las caderas y los senos algo más desarrollados. Vestía un severo traje sastre negro, y llevaba los cabellos teñidos en rubio platino, a juego con sus medias. Su pálido rostro tenía aquel toque anguloso de intelectualismo y altivez que también caracteriza a las sibilas y ninfas de la alta costura.

Gaspard se encaprichó de ella desde el primer momento. Se dijo que la frialdad de platino de la señorita Sauce, ligeramente calentada, podría ser la panacea que le curase de su ridícula pasión por la turbulenta y deslenguada enfermera Bishop. Sin embargo, en dos ocasiones en que halló a solas a la imponente señorita Sauce y trató de iniciar una conversación con ella, la rubia beldad ignoró por completo su presencia. Parecía convertirse repentinamente en ciega, sorda y muda.

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