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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (16 page)

BOOK: Las niñas perdidas
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—¿Has ido alguna vez a la playa? —le preguntó a su compañero.

Como toda respuesta, él movió la cabeza negativamente.

—¿Sabes una cosa? —siguió ella—. No te imagino descalzo.

La noche anterior se había acostado junto a Jesús, que permanecía sedado en su cama disfrutando de un sopor sin sobresaltos. Él se había empeñado en tumbarse vestido y calzado, y ella no se atrevió a desnudarlo, así que se acomodó a su lado también vestida y vestidos les encontró el amanecer. Sin decir palabra, desayunaron en casa de ella, leyeron los periódicos, dejaron transcurrir la mañana muda y, ya entrada la tarde, Victoria lo agarró y lo arrastró hasta el borde de la ciudad, a los chiringuitos de la Barceloneta, allí donde el festival de cuerpos falsos y otras falsedades multicolores los colocaran en algún lugar irreal. El hombre agitanado, con sus viejos vaqueros estrechos, la camisa a medio abotonar, el blanquísimo pecho cubierto de pelos azabache y las perpetuas botas negras, recostado en la silla de plástico blanco y con los pies sobre otra idéntica, era un recortable duro pegado sobre la página de un cuento infantil.

Y entonces, tres horas después de acomodarse allí, cuando ya el declive de la tarde empezaba a vaciar la playa de cuerpos, Jesús alargó la mano y acarició levemente el pómulo de ella.

—Ya está, jefa —musitó rompiendo la voz, su primera voz desde hacía más de veinticuatro horas—. Las cosas pasan y arañan fuerte. Ésta ya está digerida… Más o menos. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Victoria se volvió a mirarlo y, efectivamente, volvía a ser Jesús. No dejaba de sorprenderle la capacidad de ese hombre para recuperarse. O para fingir que se recuperaba.

—No lo sé.

Como casi todos los locales destinados a turistas, que eran casi todos los locales de la ciudad, el dueño había instalado una pantalla gigante de espaldas al mar que trasmitía constantemente partidos de fútbol.

—¿Todo el rato se juega al fútbol o esto es como un videoclip? —Victoria hablaba sin mirar la imagen, que le quedaba demasiado esquinada, a la derecha—. Quiero decir que si en todo momento en alguna parte se está jugando un partido de fútbol, igual que en todo momento en alguna parte del mundo muere un niño.

—Las mujeres no entienden de fútbol, jefa. Tú no puedes entenderlo, déjalo.

—Prueba.

—Ni en broma.

—Ahora a las mujeres les gusta el fútbol. —Al decirlo, no supo si era una manera de alargar la conversación.

—Eso es una contradicción tan grande como decir que a los hombres les gusta la ensalada. —Victoria supo al instante que era un manera de recuperar a su socio—. Eso es una excentricidad, porque ahora nos ha dado a todos por ser muy excéntricos. Tú, si te empeñas, me puedes decir que conoces a una tía o dos a las que les gusta el fútbol o que ven porno o que se vuelven locas por que les den por culo. Una excentricidad. Ésas son cosas que nos gustan a los hombres.

—Y según tú, ¿qué les gusta a las mujeres?

Jesús se encogió de hombros y giró la cabeza perezosamente para mirar bien a la detective.

—Si quieres que te diga la verdad, ni lo sé ni me importa. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Ya te he dicho que…

—El calvo no mató a las niñas, eso está tan claro como que tengo un hambre de lobo —dijo él incorporándose finalmente como si alguien le hubiera apretado el botón de encendido—. El calvo mandó matar a las niñas. Y alguien le dio su merecido. Si nosotros teníamos que averiguar qué había pasado con las chiquillas, nuestro curro se ha terminado, ¿no?

La estaba retando. Él sabía que las cosas no eran tan fáciles.

—Jesús, yo acepté un encargo que me pedía descubrir el culpable de «todo esto» en un sentido amplio. ¿Recuerdas?
En un sentido amplio
.

—Jefa, tú aceptaste un encargo de mierda, en un sentido amplio y en un sentido estrecho.

—No empieces con eso.

—No empiezo con nada, pero admite que te equivocaste con este asunto, que nos equivocamos. Teníamos que haber dejado esa pasta en el buzón y olvidarnos de todo en el mismo momento en el que apareció la primera criatura.

—Jesús —Victoria se volvió hacia el mar—, le han quitado las hijas a una madre, se las han dado a otra mujer especialista en criar hijas ajenas y cocinar brócoli, alguien las ha raptado y les ha hecho todo eso que no voy a recordar, probablemente por indicación y previo pago de un calvo pederasta, y luego otro ha matado al calvo. Si no fuera porque está más bien loca y no tiene fuerza ni para arrastrar su petate, me inclinaría a pensar que la asesina del calvo, la vengadora, es Adela Sánchez de Andrade. Y aún pienso que puede serlo. Yo lo habría hecho, sin duda. Ahora la policía ha empezado a buscar al asesino del calvo, como es su deber. Pero sucede que querría encontrarlo yo antes, para que esta historia no se me quede como una pesadilla inconclusa en la cabeza, en la panza y en el alma. Saber quién mató al calvo gordo y por qué. Es decir, cuál es la relación del asesino del tipo con las niñas y, por lo tanto, con la madre.

—Vale, y yo contigo, pero déjate de almas y acompáñame a echarme un buen bocata entre pecho y espalda. Y perdona que insista, ¿qué vamos a hacer ahora, jefa?

—Ahora vamos a ir a casa de Adela Sánchez de Andrade, porque tiene una casa, donde además me temo que en estos momentos alguien está viendo la televisión.

—¿De qué me hablas?

—De cosas de chicas.

—Vale, pues que sepas que como en todas las cosas de chicas, hay algo que no me cuadra.

33

A
ntes de franquear el portal, la detective volvió a fijarse en el mendigo con perros que ya vio el día anterior tumbado en los soportales del edificio de Fecsa. Como entonces, la miraba fijamente, y como entonces le pareció sólo un hombretón retrasado. Las luces de la televisión despedían golpes de luz azul desde la ventana de la que debía de ser la casa de Adela Sánchez de Andrade. Jesús iba tras ella, sin abrir la boca. Así, en silencio, subieron la escalera hasta el segundo piso y se plantaron ante la puerta. Quien fuera que estuviera viendo la televisión lo hacía sin volumen, porque de allí dentro no salía ningún sonido. Jesús sacó una ganzúa del bolsillo trasero de su pantalón y Victoria negó con la cabeza. Luego pulsó el timbre y se apartó a un lado. No ocurrió nada. Realizó la misma operación un par de veces más, con idéntico resultado, y entonces le hizo otro gesto a su compañero con la cabeza para que forzara la puerta. Se le pasó por la mente una de esas imágenes de las abuelas que mueren viendo la tele y ahí se quedan durante meses hasta que alguien las echa en falta. Llevaba casi un par de días sin vomitar y no le apetecía en absoluto encontrarse una vieja en descomposición. Ningún olor, por otra parte, indicaba que pudiera ser así.

Con un clic-clac rápido cedió la cerradura. Para pasmo de ambos, la puerta se abrió con un impulso fuerte hacia dentro y Jesús se encontró delante de la boca de una pistola. Tras el arma, temblaba un tipo evidentemente colocado. Tendría su edad, unos cuarenta, era flaco y una cicatriz le recorría la cara desde el párpado derecho hasta la boca pasando por la nariz, no una cicatriz aparatosa, sino una marca vieja y ya descolorida. Sobre la frente y el ojo, tapando a medias la cicatriz, le caía un flequillo liso, negro y brillante. El parpadeo constante y las grandes ojeras violetas sobre los pómulos indicaban cocaína o metanfetamina. Inmediatamente, Jesús pensó que un yonqui okupa se había colado en la casa. Victoria, no. Victoria reconoció a Genaro en cuanto lo vio.

—Hola.

Genaro la miró sin bajar la pistola. Estaba claro que no la reconocía, o que fingía muy bien, algo improbable en su estado.

—¡Pa dentro, hostias, para dentro ya mismo! —Fue uno de esos gritos que se lanzan sin levantar la voz, y con un golpe de cabeza señaló el salón que se abría tras él, iluminado sólo por el parpadeo que despedía la luz del televisor.

El cuarto apestaba a sudor y a tabaco rancio. En un barullo sucio se mezclaban juguetes, almohadones, botellas vacías, un triciclo, platos llenos de colillas, algunos billetes enrollados y restos de cocaína. El tipo se acercó a la ventana sin dejar de apuntarles con la pistola e hizo una seña, Victoria tuvo claro que hacia el mendigo de los perros. Estaba tranquila, sabía quién era el tipo y empezaba a intuir algunas cosas más. Con un gesto compartido indicó a Jesús que la cosa estaba controlada.

—¿Qué queréis?

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó Victoria con soltura y confianza.

Genaro volvió a mirarla, parpadeando todavía con más fuerza.

—Mira, colega, si quieres jugar conmigo vas por mal camino. No tengo hoy el cuerpo para jueguecitos. ¿Quién coño eres?

—Hiciste un buen trabajo con el calvo —arriesgó Victoria.

Jesús se volvió a mirarla sin poder contener la sorpresa ni entender lo que estaba pasando. Entonces Genaro se lanzó hacia él, que estaba sentado en el brazo del sillón, y sin darle tiempo a reaccionar le agarró del cuello con el brazo y le colocó el caño contra la sien con un golpe que le provocó un quejido y, luego, la inmovilidad.

—¡Mecagoen la puta!, ¡mecago en la puta madre que te parió, preñada de mierda! —Genaro movía la cadera en un tembleque bailón y la pierna derecha se le disparaba rítmicamente con fuerza contra el suelo, provocando serias dificultades en Jesús, que tan pronto se ahogaba como sufría otro golpe del metal contra el cráneo—. O me dices quién eres ahora mismo, o le vuelo la peluca a tu compinche y luego te libero de la tripa, ¡gilipollas!, que conmigo no se juega. ¡Hostias ya!

Victoria no movió ni un músculo. Había dado en el clavo y ahora tenía que trabajar con mucho tiento. Aquel imbécil iba hasta el culo de mierda y su cara de alucinado no aseguraba reacciones lógicas.

—Baja la pipa —ordenó con una calma dura de autoridad—, me manda el Conseguidor.

La reacción de Genaro fue, efectivamente, poco lógica. La orden de Victoria lo dejó petrificado. Dejó de moverse, dejó de parpadear y cesaron todos los tics que hasta ese momento habían castigado su cabeza y sus hombros. Se quedó mirando a la detective a los ojos fijamente sin cambiar de postura, aún con el brazo alrededor del cuello de Jesús, que no pensaba moverse ni por todo el oro, y la pistola contra su cabeza, pero ya sin ejercer ninguna fuerza. Se hizo el silencio en el cuarto y sólo los cambios de luz y color del televisor introdujeron alguna variación en el ambiente. Las tres cabezas estaban funcionando a pleno rendimiento. La de Jesús trataba de descubrir qué había sucedido desde que entraron hasta ese momento, por dónde habían ido los tiros. La de Victoria calculaba cuánto tardaría aquel energúmeno en bajar la pistola y qué haría después. La de Genaro entraba y salía de la cordura en un vaivén encendido que cada vez iluminaba más sus ojos. Tras cinco minutos de tensión extrema, por fin bajó el arma, se fue hacia la mesa y aspiró con fuerza sobre un montoncillo de cocaína a través de uno de los canutos que rondaban por ahí.

—Él lo sabe todo, ¿no? Ya me lo imaginaba, él lo sabe todo siempre. Esto es así, claro, ¿cómo no se me había ocurrido? Me estoy agilipollando, está todo claro. Él te manda, porque él me ha mandado a mí, todo el tiempo, porque él maneja los hilos. Esto es un castigo, colegas, esto va conmigo, es mi castigo, colegas. Esto está muy claro. Ya sé por dónde van los tiros, ya sé por dónde tengo que ir, colegas, él me está mandando. Yo he jugado a la muerte, yo he participado, y esto es mi castigo.

Jesús le hizo un gesto a Victoria con las cejas y luego se apoyó el dedo índice en la sien. Aquel tío le parecía un loco de remate. Ella le pidió calma con la mano y se dirigió a Genaro.

—Ahora no tienes que hacer nada más —le dijo con suavidad pero seria, como le hablaría una madre al hijo tras la rabieta—, sólo quedarte aquí esperando…

Genaro se levantó del suelo donde permanecía arrodillado pegado a la mesita, y empezó a revolverse los bolsillos en busca de algo que no encontraba. Empezaba a ponerse nervioso de nuevo, con todos los tics en acción, cuando se fue hacia una cazadora vaquera que descansaba como un guiñapo en un rincón de la sala y sacó algo con aire triunfal. Unas fotos. Las miró un rato con aire pasmado y después se acercó de nuevo a la mesita y depositó una boca arriba. Era la foto de la niña que la policía había encontrado en el almacén del calvo, la pequeña, que sonreía en la imagen con aspecto feliz.

—Tenemos que darnos prisa —dijo, y empezaron a resbalar gruesas lágrimas por su cara congestionada—. Ella aún está en peligro.

Victoria se levantó lentamente, se acercó a él y lo condujo hasta el sillón. Genaro se dejó llevar dócilmente.

—No te preocupes —le susurró—. Para esa niña el sufrimiento ha terminado. Ahora tienes que descansar un poco. Mi compañero Jesús se quedará aquí contigo, y yo volveré antes de que amanezca. Es lo que
tienes
que hacer.

Jesús la miró con algo parecido al odio que sólo era fastidio, y la vio marcharse sin poder decir ni mu.

34

A
las Viviendas Nuevas se entra por una plaza que los vecinos le mordieron a la colina parda de frontera cuando aún los pisos de autoconstrucción convivían con los bloques insalubres levantados en los años cincuenta para acoger a los inmigrantes del sur. La plaza lleva el nombre de un anarquista que Victoria nunca consiguió recordar porque todo el mundo la llama la plaza de la Jeringa, en honor a una escultura para barrio pobre que el ayuntamiento socialista tuvo a bien colocar en lo que se llamó monumentalización de la periferia. La escultura, situada en el centro de la explanada de cemento armado, consistía en un tubo de cristal iluminado por dentro que terminaba en una corona de hierro parecida a un émbolo, si no se trataba efectivamente de un émbolo fruto del siniestro sentido del humor de su autor, que también podría ser.

Victoria recordaba la época en la que los taxis de Barcelona se negaban a entrar al barrio, tal era su fama, y como mucho se prestaban a depositar al pasajero en el borde de la plaza de la Jeringa. Quizá por eso fue allí donde pidió aquella noche al taxista que la dejara. En aquel entonces, cuando ella rondaba los quince o los veinte, por la plaza pululaban todos los sospechosos que cabía imaginar dispuestos a todas las transacciones que cabía suponer. No esperaba ya encontrarlos, de camino desde la casa de Adela, pero tampoco recordó que a esas alturas de agosto el barrio estaba de fiesta mayor, así que cuando se apeó, el olor a pinchos morunos y fritanga y los alaridos del grupo de
heavy
trasnochado que actuaba sobre el escenario la descolocaron situándola muy lejos de allí donde venía. Se sonrió al pensar que su barrio era el único en el que se seguía contratando
heavy metal
para las fiestas.

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