Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (11 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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—Lo del disparo me producía un cierto repelús, Cristian. Creo que voy hacia las pastillas.

—Mamá, hay pastillas que matan y otras que engordan.

—Consígueme una buena pastilla con cianuro. No fallaré. Y dile a ese pedazo de sinvergüenza de comunista que se levante y se vaya. Huele a sudor que alimenta.

En efecto, Julio
el Rastrojero
permanecía tumbado y dando muestras de muy escasa cortesía axilar. Se lo hice ver con educada sinceridad.

—Julio, váyase a lo suyo. Y mi madre tiene razón. La militancia comunista no justifica el hedor sobaquil.

—La Revolución no huele a colonia, señor marqués —me respondió la mofeta mientras se incorporaba.

—Strovanov, antes de fusilar a los aristócratas rusos, se bañaba en agua de lavanda.

—No tengo ni puta idea de quién era ese camarada.

—Como de todo, Julio. Incorpórese a sus quehaceres y espere órdenes.

—Lo he pasado muy mal, señor. Le ruego que me prepare el finiquito.

—Se lo diré a Alcoceba. Julio, es usted un lila.

Mamá oía la charla con indiferencia. Cuando motejé al bolchevique de «lila», mostró su entusiasmo.

—Hijo, es lo primero decente y consecuente que oigo de ti en toda mi vida. Julio, es usted un tostón de comunista. Y además, lila.

—Y usted, señora marquesa, una suicida cobarde.

—Y usted un Bardem.

—Y usted…

Mamá, como casi siempre, había puesto el dedo en la llaga. Cuando Julio abandonó la estancia se lo dije.

—Has estado durísima con el pobre Julio, Mamá. Al fin y al cabo, cumplía mis instrucciones. Tenía la orden de respetar tu cuerpo si yacía sin vida o la de rematarte en caso de convulsiones agónicas.

—Pues que se fastidie.

—Podías haberle dicho cualquier cosa. Pero lo de «Bardem» ha sido demasiado.

—No me he podido controlar. Lo siento. Reconozco que no he podido llamarle nada más humillante. Que le ofrezcan una gratificación en el finiquito en concepto de desagravio.

—Tampoco es eso, Mamá.

—Veinte euros.

—En ese caso, de acuerdo.

Tomás acudió raudo y contrariado hacia el pino grande. Con un cuidado que no correspondía a su carácter recogió el cadáver de la paloma abatida. Miró hacia la ventana del cuarto de la marquesa y le salió del alma.

—¡Zorra!

Desahogado, anduvo hacia la mancha primera de los jarales y como si lanzara una piedra se deshizo de los restos mortales de la torcaza lanzándola a lo lejos. La paloma voló por última vez y el ruido de su cuerpo al chocar con el suelo estremeció a Tomás. De nuevo se volvió hacia el ventanal de la marquesa y repitió el denuesto.

—Zorra, más que zorra.

María abrazó a la marquesa con calor. Don Crispín le manifestó su alegría.

—¡Señora, Dios me ha oído!

—Déjese de bobadas, don Crispín. Dios no ha tenido nada que ver con todo esto.

Me aburría morirme y lo he retrasado. Me he decidido por las pastillas de cianuro.

—Señora, mis joyas vuelven a ser suyas.

—Sólo por unos días, María… sólo por unos días.

Marsa me ha llamado. Se viene a Sevilla a enseñarme sus compras y mi regalo. Ya tenemos muy adelantados los papeles. Nos casaremos uno de estos días, primero por lo civil, y pasado el verano, por la Iglesia. Ella quiere que la boda religiosa se celebre en Colombia, en Pereira, en la estancia cafetalera de su familia. Claro que sí. Cuando le he contado lo de La Zarzuela y el fallido suicidio de Mamá, casi se ahoga del ataque de risa. Tomás, furibundo.

—Lo de su madre es una falta de formalidad, señor. Se lo había preparado para no fallar. Y encima, dejé dos cartuchos más por si acaso.

—Ahora es partidaria de tomarse una pastilla.

—No será fácil conseguirla.

—Habla con el veterinario. Le dices que una de las muías está en las últimas y que lo humano es ayudarla a morir.

—Querrá verla.

—Le convences de que es inútil. Lo que recete se lo damos a Mamá.

—Bueno, no es mala idea, señor. Me largo al pueblo, a ver si lo convenzo.

Se acerca el día de la boda del Príncipe. No he mandado todavía el regalo. Tiene que ser impactante. Les están haciendo tan buenos regalos que para destacar hay que aflojar más de la cuenta la ídem corriente. Dos termos para mantener fría el agua por las noches, no es mala idea. Pero Marsa es partidaria de algo mejor. Tampoco es desdeñable la pareja de platos de cerámica de Talavera con los escudos de cada familia, pero me temo que un plato quedaría de lo más vistoso y el otro bastante chungo. ¿Qué tal el azulejo con la leyenda «Dios bendiga cada rincón de esta casa»?

Quedaría muy bien recibido junto a la puerta de su palacete. Un Quijote de plata. No domino los gustos de los novios. Como Marsa está forrada opina que lo mejor es regalarles un coche antiguo, un Hispano-Suiza o algo similar. Difícil de encontrar y terrible de pagar. Al final me voy a decidir por una imagen rociera, que me han dicho que ella es de lo más devota.

Araujo, el sastre, está ultimando el arreglo de mi uniforme de maestrante. Se me había quedado pequeño. Voy a dar la campanada en Madrid. Y ya he restaurado la carroza del abuelo. Del Ritz a la Almudena en carroza, por las calles de Madrid, como si fuera la Infanta Isabel. Los caballos y los cocheros me los presta Álvaro Domecq. El próximo lunes, ensayo general. Me largo a Sevilla a ver a Marsa. Elena queda al mando de la casa hasta que vuelva Tomás.

—Los niños ¿bien?

—Huérfanos de padre y madre, pero bien. Tendrías que ser más cariñoso con ellos, Cristian.

—Después de la boda, Elena, te lo prometo.

Tengo unas horas. Prefiero llegar a Sevilla por la noche. Tarde preciosa de primavera. Tarde de paisajes y poesía. Mi madre será muy lista, según ella, y yo muy tonto, según ella también. A Mamá no la dejaron caer al suelo y de cabeza el día de su bautizo. Pero tontito y todo, he aprendido a descifrar los paisajes de mi tierra, amar los árboles, admirar a los animales, tenerlos dentro de mí, metiditos en el alma.

Al fin y al cabo el hombre no es otra cosa que un paisaje que anda. Con él va la memoria, los recuerdos, los olores de la vida. Mi gran amor, fuera de mis dos mujeres —Marisol y Marsa—, es mi campo de La Jaralera, tan cambiante, tan bronco, tan suave, tan bondadoso, tan bello y tan grande. Tan inmenso. Como el de los versos de Aquilino Duque.

"TARDE PRECIOSA DE PRIMAVERA."

Es tan ancho mi reino,

que las aves de paso

dejan en él, de serlo.

Que ésa es otra. Me he aburrido tanto en mi juventud, echando en falta a un padre y de sobra a una madre, que me he leído todos los libros de poesía que Papá fue acumulando en su biblioteca. Y seré tonto, pero no inculto. En mi sensibilidad de campo llevo a los poetas andaluces, especialmente cuando cantan a las aves y a los pájaros de mis soledades.

Habitante del sur,

dios respirado,

huésped de golondrinas

y palmeras.

(Mario López)

O los estorninos de Adriano del Valle.

Por la judería del aire

vienen y van estorninos,

cambiando montes por peces,

zarzamoras por olivos.

¡Pobre paloma la que se ha fumigado Mamá! Lo cierto es que, hasta hace muy pocos años, me gustaba la caza. Con el otoño me gusta más la vida, aunque no sea contrario a la más vieja tradición del hombre, que equilibra las especies. Se caza una paloma en vuelo abierto, no posándose en un árbol.

Ya no canta,

ya no vuela,

ya no es pájaro

siquiera.

(Moreno Villa)

Entran las melancolías. Algún día, mis ojos dejarán de ver estos paisajes. ¿Cómo será la primera oscuridad, el paso primero hacia lo desconocido? ¿Tendrá la vida para siempre el olor, el sonido y tacto del hombre y de la tierra?

Yo me iré,

y se quedarán los pájaros

cantando.

(Juan Ramón Jiménez)

Todos mis pájaros, mis árboles, mis realidades y mis nostalgias. Este campo mío lo llevamos cuidando ocho generaciones, y de aquí no quiere moverse nadie. La albariza, en poder de los patos y los flamencos.

Emprendieron el vuelo los flamencos dejando el lugar en su roja belleza insostenible.

(Mª. Victoria Atencia)

Y el lago, escenario de las guerras de los cisnes y los ánsares.

Un compás de aves migratorias

mide los ángulos de los ángeles,

nunca fue el cielo tan exacto

como el cruzar de los ánsares.

(Aquilino Duque)

Cisnes bellísimos y violentos. Mal carácter. Blancos o negros, siempre dispuestos a demostrar su poder y a mantener sus dominios.

Con tristeza los cisnes

miran el lago,

y es que el agua refleja

ese mal trago,

que es no salirse

del mismo sitio nunca

para morirse.

De aquí no salen porque no quieren. Nada ni nadie les impide la libertad. Morir en el lago de La Jaralera es la ilusión de todos estos presumidos que se han adueñado de nuestras aguas más tranquilas y transparentes, que a veces el lago, no sé por qué, parece hasta de mentira por sus azules.

En los sembrados, las perdices. Las mías son de verdad. Tataranietas de las que entraban en los puestos de la Infanta Eulalia —de ahí el nombre de su cerrillo—, imitando todos los vientos posibles.

No tires a la perdiz

que tiene en el cardo el nido;

tírale a aquellos conejos

que se están comiendo el trigo.

(Fernando Villalón)

¡Pero si aquí hay de todo! Hasta gaviotas despistadas, o muy sabias, que se escapan de la mar para tomar posesión de lugares que les pertenecen. Como los alcaravanes, que me vienen del puerto y no se molestan en aprender el camino de vuelta.

Sobre los olivares,

blancura equilibrista.

El Guadalete apenas,

y los alcaravanes

con sus prisas7.

(Manuel Alcántara)

Garzas, garcillas, fochas, calamones, patos, águilas, codornices, venados, corzos, linces, cochinos, liebres y conejos. Y hasta avutardas, en las inmensas llanuras, de cuando en cuando.

Sé tú como la avutarda

que está en lo alto del cerro,

mirando a un lado y a otro

por si se acercan los perros

(Fernando Villalón)

Pasan las cigüeñas, y giran de repente al contemplar desde el aire La Jaralera. Y aquí se quedan, que no se van ni cuando el otoño les señala el camino de África. Y oropéndolas y alondras.

Limones van por el río,

suspiros van por la fronda,

me iré a la sierra para ver

si olvido la pena oyendo

cantar la alondra9.

(José María Pemán)

Y ese señorío imprevisto de las aves, que aquí derrochan. Esa paloma aristócrata y heráldica, hermana quizá de la que ha asesinado Mamá sólo a cambio de divertirse.

"EN LOS SEMBRADOS, LAS PERDICES."

A un claro arroyo a beber

vi bajar a una paloma.

Por no mojarse la cola,

levantó el vuelo y se fue.

¡Qué paloma tan señora!

Y águilas, incluso reales, y ratoneras, y alcotanes y milanos, y búhos y lechuzas, como la del olivar de Antonio Machado que le robó el aceite a la vela de la Virgen y san Cristobalón le regañó. Y el mirlo. Centenares de mirlos. ¿Dónde duermen tantos mirlos?

El mirlo se pone

su levita negra,

y por los faldones,

le asoman las patas

de color de cera.

(Salvador Rueda)

Y espátulas, cigüeñuelas y abocetas. Y cuclillos. No merezco este paraíso. La coplilla que cantaba siempre Juan, el que fuera guarda mayor en tiempos de mi abuelo.

Los pajaritos y yo

nos levantamos a un tiempo.

Ellos, a cantarle al alba,

yo, a llorar mis sentimientos.

Y mi padre. Me emociona hablar de mi padre, al que no me dejaron conocer. Era culto, seco y justo. Con él a su lado, mi vida sería otra cosa. Pero me dejó el amor por el campo y la naturaleza. Le acompañaba a cazar a mano perdices y conejos. Y si le salía bien la jornada, canturreaba una copla que tengo en la memoria del alma.

Tengo un perro perdiguero

y una escopeta de un caño,

y una bota de pellejo

cura con vino del año.

Si me quiero divertir

me voy con mi perdiguero,

con mi escopeta de un caño

y mi bota de pellejo

curá con vino del año.

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