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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (9 page)

BOOK: La tumba de Hércules
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—¿Y no podías haberlo hecho antes?

—¿No crees que lo habría hecho si hubiese podido? —le respondió ella, bruscamente.

Hubo un silencio breve e incómodo.

—Lo siento. Eddie, te agradezco tanto que hayas hecho esto por mí, no tienes ni idea… Pero no sabes cómo es Richard. Es muy… desconfiado. Paranoico, incluso. Y ahora que he descubierto en qué está implicado, ya sé por qué.

Le tocó la mano.

—En cuanto estemos en su oficina, solo me llevará diez minutos, o menos, conseguir lo que necesito.

Chase miró su mano, pensando. Después la apretó lo más ligeramente posible antes de inclinarse hacia delante.

—De acuerdo, Mei. Parece que tenemos que dar un rodeo. Llévanos al edificio Ycom.

4

Nueva York

A medio mundo de distancia, Nina se recostó y se frotó los ojos, frustrada pero negándose a admitir su derrota. Había llegado a la oficina anónima del edificio art decó, a pocas manzanas del ayuntamiento, escasos minutos después de las seis de la mañana, con la emoción borrando todo su cansancio y deseando ver los antiguos pergaminos con sus propios ojos. Se encontró en el recibidor con un hombre adusto (y seguramente armado) que la condujo hasta la quinta planta para reunirse con Popadopoulos.

Había un segundo hombre con él, otro tío bien vestido, pero de cara sombría y con la constitución y la nariz achatada de un boxeador. Él también iba armado; Nina estaba bastante familiarizada con las armas ocultas y no le costó localizar el bulto revelador bajo su chaqueta italiana hecha a medida. Llevaba un maletín de cuero negro que Nina, a primera vista, pensó que estaba encadenado mediante unas esposas de acero a su muñeca. Sin embargo, estudiándolo más de cerca, observó que la cadena de la muñeca en realidad desaparecía dentro del maletín y que estaba unida a algo en su interior.

—Buenos días, doctora Wilde —dijo Popadopoulos.

—Señor Popadopoulos. —La práctica hace la perfección—. ¿Qué es este lugar?

—Una de las propiedades de la Hermandad… Un piso franco, seguro, podríamos llamarlo. Tenemos cierto número de ellos por la ciudad.

Nina lo miró con frialdad.

—¿Como el lugar donde Jason Starkman planeó la forma de matarme, hace año y medio?

Popadopoulos se revolvió, incómodo.

—Yo nunca conocí al señor Starkman. Mi papel en la Hermandad se limita únicamente a los archivos. Y ahora venga, venga aquí. Usted quería ver algo, ¿no? Bueno, pues se lo he traído. Y me he tomado muchas molestias para hacerlo, tengo que añadir.

El otro hombre situó el maletín en la gran mesa de roble viejo del centro de la habitación y lo abrió. Popadopoulos levantó con cuidado el objeto que había en su interior.

Era un libro cuyo tamaño superaba entre tres y siete centímetros el largo de una hoja de papel normal. La tapa estaba encuadernada en cuero rojo oscuro y reforzada por un marco de latón, que se mantenía cerrado mediante una pesada hebilla. Las «páginas» también estaban enmarcadas por metal y cada una tenía medio centímetro de ancho. En conjunto, parecía extremadamente pesado.

Popadopoulos habló en italiano y el otro hombre sacó una llave y abrió las esposas que lo unían con el libro. Ante la sorpresa de Nina, Popadopoulos se las sujetó a su huesuda muñeca.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó.

—Ya le dije que permanecería con el texto en todo momento —le dijo, sentándose en la mesa.

La cadena que lo unía al libro tenía unos cuarenta y cinco centímetros de largo.

—¿Cómo? ¿No confía en mí?

—La gente ya le ha robado antes objetos a la Hermandad. Sé que usted conoció a Yuri Volgan, por mencionar a uno.

—¿Cree que voy a robarlo? ¡Oh, vamos! —Señaló con la cabeza al otro hombre—. Tiene ahí a Rocky y a saber a cuántos tipos más vigilando el edificio, ¡y estamos en un quinto piso! Difícilmente voy a saltar desde una ventana para llevármelo.

—Este es el acuerdo que usted aceptó, doctora Wilde —dijo Popadopoulos, de manera cortante—. O lo toma, o lo deja.

Enojada, Nina se sentó enfrente del historiador y sacó su portátil y su cuaderno. El otro hombre abandonó la habitación, colocándose en su puesto tras la puerta.

Popadopoulos abrió la hebilla.

—Bueno, doctora Wilde —dijo abriendo el libro—, aquí tiene el texto original del
Hermócrates
.

A pesar de haber visto muchas fotografías de los pergaminos, Nina no pudo evitar sobrecogerse al tenerlos delante. Cada página de la antigua obra estaba comprimida entre dos hojas de cristal. Los pergaminos estaban descoloridos y tenían manchas pero, aun así, estaban mucho mejor conservados que cualquier otro documento de la misma época que hubiese visto nunca. Estaba claro que la Hermandad trataba con sumo cuidado hasta los artículos que robaba.

Miró con más detenimiento la primera página. La letra se veía claramente y la tinta era principalmente de un marrón rojizo, mezclado con impurezas más oscuras. Incluso había errores: manchas de tinta, arañazos, palabras tachadas… En un par de lugares otra mano había añadido anotaciones. Su corazón latió con más fuerza. Platón desaprobaba el texto escrito, prefería la tradición oral de la memorización… pero eso no quería decir que nunca lo usase. ¿Serían esas notas del propio gran filósofo, que hacía comentarios sobre lo que sus estudiantes habían transcrito?

Popadopoulos tosió ligeramente. Nina levantó la mirada, dándose cuenta tardíamente de que estaba sonriendo como una tonta.

—¿Está impresionada, doctora Wilde?

—¡Oh, Dios, sí! —respondió ella, asintiendo.

Por un momento, Popadopoulos pareció más divertido que furioso.

—¡Esto es increíble! ¿De verdad tienen esto desde hace más de dos mil años?

—En diferentes lugares, conservado de diferentes maneras, pero sí. Este libro fue encuadernado en el siglo XIX. Es usted la primera persona ajena a la Hermandad que lo ve.

—Es un honor —le dijo ella, hablando muy en serio.

Popadopoulos asintió.

—Pero —dijo él—, sigo sin creerme que vaya a encontrar algo en persona que no haya podido sacar de las fotografías. No, no. No hay nada más que descubrir.

Nina pasó la página, descubriendo con sorpresa que la parte de atrás del pergamino estaba en blanco.

—Discrepo… ya he descubierto algo que no sabía —dijo, golpeando el cristal—. Las fotos nunca sugirieron que las hojas solo estuviesen escritas por una de las caras. El pergamino era caro… Es bastante inusual que no utilizasen ambas caras, ¿no cree?

—Inusual, sí, pero no desconocido —dijo Popadopoulos, desdeñosamente—. Le aseguro que no encontrará nada más.

Nina lo miró, con una sonrisa pícara.

—Me gustan los retos. Vale, empecemos.

Pero tres horas más tarde, por más que le costase admitirlo, entendió que Popadopoulos tenía razón. Después de haber leído el texto en las fotografías y en sus traducciones muchas veces durante los últimos meses, Nina pudo trabajar con él rápidamente y fue pasando cada una de las páginas con la esperanza de descubrir algo nuevo… y llevándose siempre una desilusión.

No había pistas ocultas que indicasen la localización de la tumba de Hércules, ningún párrafo adicional completando la historia. Mucho sobre la Atlántida, sí, y sobre las guerras entre sus habitantes y los antiguos griegos, un espléndido tesoro oculto de sabiduría para los historiadores… pero nada nuevo sobre su obsesión actual.

—¡Maldita sea! —masculló, derrotada.

Popadopoulos casi sonó compasivo.

—Como le había dicho, doctora Wilde, no hay nada. O el texto nunca se transcribió totalmente, o Platón no sabía nada más sobre la tumba.

—En primer lugar, Platón no habría sacado el tema si no quisiese discutirlo —objetó Nina—. Critias dice que le dirá a Hermócrates y a los demás dónde está, que Solón le había revelado su localización, que la había averiguado a partir de los documentos de los sacerdotes egipcios. Justo como con la Atlántida. Hay frases en el texto que parecen ser pistas, como esta: «Porque hasta un hombre incapaz de ver puede encontrar el camino si gira su cara desnuda hacia el calor del sol».

Pasó las páginas y sus marcos resonaron metálicamente los unos contra los otros.

—Debe de haber algo más.

Popadopoulos se puso en pie.

—Tendrá que esperar. Ahora sería un buen momento para tomarse un descanso, ¿no?

—Yo no necesito un descanso —dijo Nina, impaciente.

—¡Pero yo sí! Soy un hombre mayor y ayer por la noche cené demasiado —replicó él, chasqueando la lengua con desaprobación—. Comida estadounidense, unas raciones tan enormes. Normal que estén todos tan gordos.

—Espere, sé que accedí a verlo durante un tiempo limitado —protestó Nina, ignorando el comentario socarrón sobre sus compatriotas—, pero ¿va a llevárselo consigo mientras va al váter?

Tuvo una idea.

—Mire, póngame a mí las esposas, si está tan preocupado. Difícilmente podré pasearme con él sin que nadie se dé cuenta, especialmente con ese tío justo al otro lado de la puerta. ¡Debe de pesar unos diez kilos! Y no voy a causarle ningún daño… Quiero conservarlo intacto tanto como usted.

Popadopoulos entrecerró los ojos detrás de las gafas, considerándolo.

—Yo… supongo que podría hacerse. Pero…

Abrió las esposas y después rodeó con la cadena una de las patas de la pesada mesa, haciendo un nudo de acero.

—¿Va en serio? —preguntó Nina.

—No tardaré mucho, quizás veinte minutos.

—Uau, veo que sí que fue una gran cena.

Él frunció el ceño.

—Estas son mis condiciones, doctora Wilde. O las acepta o me llevaré el texto conmigo.

Nina cedió. Al fin y al cabo, sería solo un momentito…

—Oh… de acuerdo.

Popadopoulos cogió las esposas.

—Pero en la mano izquierda, para poder tomar notas.

Empujó la silla hasta el extremo de la mesa.

Las esposas se cerraron alrededor de su muñeca con un ruido inquietante de sus dientes de acero. Nina sintió un escalofrío. La última vez que había estado esposada, había sido una prisionera a punto de que la ejecutasen. Levantó el brazo. Con la cadena enrollada a lo largo de la ancha pata, solo le quedaban unos centímetros de margen para moverse.

—Volveré pronto —le aseguró Popadopoulos, caminando hacia la puerta.

Ella hizo sonar la cadena.

—Bueno, yo no voy a ir a ninguna parte.

El miembro de la Hermandad que montaba guardia en el vestíbulo levantó la vista cuando vio entrar a un extraño. Inmediatamente alerta, acercó la mano subrepticiamente a su pistola oculta.

—¿Puedo ayudarlo?

El visitante inesperado parecía ser chino, un hombre de pelo gris y hombros anchos que rondaba la cincuentena y que llevaba una larga coleta colgando por su espalda. Caminaba ayudándose de un bastón negro, golpeando con la punta metálica las baldosas.

—Eso espero —le contestó él, con voz gutural. Se paró y posó ambas manos sobre el bastón—. Me llamo Fang. Estoy buscando los despachos de Curtis y Tom.

El guardaespaldas frunció el ceño. Esa era una de las empresas fantasmas de la Hermandad, aparentemente con sede en el edificio. Pero, hasta donde él sabía, el bufete de abogados no había tenido nunca verdadera actividad.

—Está en el lugar adecuado —empezó diciendo—, no obstante…

La mano derecha de Fang se movió a la velocidad de un rayo, dejando tras de sí una fina estela plateada. El guardaespaldas se estremeció y después se derrumbó sobre las rodillas con la ropa cortada desde la entrepierna hasta el cuello… al igual que la piel que cubría sus órganos. La sangre y las entrañas salieron a borbotones por la herida.

Con un único y suave movimiento, Fang volvió a introducir su hoja en la vaina, dentro del bastón. La espada repiqueteó metálicamente. Fue un sonido tan puro como una nota musical.

—Gracias —le dijo al difunto guardaespaldas.

Sacó una pistola de su largo abrigo negro, un subfusil Heckler & Koch MP7 con un silenciador ancho acoplado al cañón. Entraron tres hombres más, todos chinos, portando armas idénticas.

—Encontradla —ordenó Fang, caminando hacia las escaleras.

Nina ya estaba lamentando su decisión. Cada vez que quería pasar una página del texto antiguo, levantaba instintivamente la mano izquierda… y se quedaba a medio camino, frenada por la cadena. Se planteó levantar la mesa para retirar la cadena de debajo de la pata, pero después de una intentona, desistió: la mesa era tan pesada como parecía.

Chase habría podido alzarla con facilidad, pensó… Y su enfado con él, olvidado por lo concentrada que estaba en el
Hermócrates
, la embargó de nuevo. Todavía no podía creerse lo que había hecho. Salir pitando hecho una furia era una cosa, pero salir pitando en dirección a China…

Nina no se había creído ni una palabra de su historia, pero cuando llamó a Amoros para pedirle explicaciones, él le había contado exactamente lo mismo: que se trataba de un asunto de seguridad de la AIP. No era necesario que ella conociese los detalles.

Lo que, por supuesto, solo había conseguido encolerizarla más.

Echando chispas, golpeteó la mesa con sus uñas pintadas, incapaz ya de centrarse en el texto… o en cualquier cosa que no fuese estrangular a Chase cuando por fin regresase.

De repente, escuchó un sonido que la sobresaltó.

¿Era una alarma de incendios? Preocupada, hizo otro intento de levantar la mesa. Consiguió arrastrarla un poco por el suelo, pero subir la resistente pata lo suficiente como para liberar la cadena resultó más difícil.

—¡Eh! ¡Rocky! ¡Un poco de ayuda me vendría bien!

No hubo respuesta, pero oyó gritos en algún lugar del edificio. Tiró de nuevo de la cadena. Quizás si colocaba el libro sobre el suelo para aflojarla un poco…

Otro ruido, más cercano que los gritos. Se quedó paralizada.

Le pareció familiar. Terriblemente familiar. Era como el sonido de una bala perforando una pared.

¡Pero eso era imposible! No había escuchado tiros…

Otro grito más próximo. Más bien un chillido… interrumpido repentinamente por más crujidos sordos de balas que se incrustaban en la madera y la piedra.

Popadopoulos se sentó en el inodoro, esperando que la naturaleza siguiese su curso mientras leía el periódico. Había aprendido hacía tiempo que no tenía sentido andar apurado. Las cosas tardarían tanto tiempo como necesitasen…

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