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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (8 page)

BOOK: La trampa
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—Ya ha venido a verme. Es tal y como tú me dijiste: rubia, con pinta de alemana y acento andaluz. Inconfundible. Ha venido sola, el melenudo ni siquiera la esperaba en la sala.

Su interlocutor le respondió que tuviese cuidado, que andaban por el barrio haciendo preguntas. Esa misma mañana le había contado Manolo que estuvieron en el bar haciéndose pasar por matrimonio y buscando gente para trabajar en el piso que habían alquilado por la zona. Mefisto le respondió con su habitual prepotencia.

—Que tengan cuidado ellos, yo no. Mis espaldas están muy cubiertas. Ya veremos cómo tienen ellos las suyas. Además, la tía se lo ha tragado todo, ni te imaginas la cara que ponía —rió a carcajadas.

Julia debía estar comiendo y en el bufete no contestaba nadie. Nuria, la secretaria, no iba hasta las cuatro. Decidió caminar hasta las Ramblas; a la altura del Liceo bajó las escaleras del metro que con cinco paradas la conducía hasta la Plaza de Lesseps, muy cerca de la calle Príncipe de Asturias donde estaba el Bufete. Antes, entraría en el bar de enfrente para tomar un bocadillo; desde él se veía la puerta y podía esperar tranquilamente a su amiga.

Comió un bocadillo de tortilla francesa y pidió un café. Fumaba con la vista fija en la puerta del bufete. Julia se disponía a entrar cuando oyó gritar su nombre desde la acera de enfrente.

—¿Qué haces aquí? ¿Te ocurre algo?

—Nada malo, no te preocupes. ¿Tienes trabajo?

—Conoces a algún abogado que no tenga siempre algo que hacer?

Candela respondió con sorna.

—¿Conoces tú alguno que no pueda dejarlo para otro día?

—Anda, sube, hago algunas llamadas y nos vamos a tomar algo —respondió la abogada, riendo.

La joven policía estaba ansiosa por contar a su amiga la experiencia «mística» que había vivido, y cómo el vidente había dado en el clavo, incluso en lo de su compañero. En este punto le contó la bronca que se había ganado unos días antes.

—Candela, por Dios, que esa gente son todos unos cuentistas. ¿Cómo puedes creerte algo de lo que te haya dicho? Lo único que les importa es sacarte el dinero.

—Te equivocas. Le he dado lo que yo he querido, doscientas pesetas. Él sólo me ha pedido la voluntad. Además, me ha regalado un cuarzo vivo para limpiar mis energías. Mira.

Mostró el pedazo de cristal a Julia que no daba crédito a lo que veía. Su amiga, agnóstica por naturaleza, con un pedazo de cristal viejo en el bolsillo esperando no se sabía muy bien qué limpieza de él.

—En serio, Candela. La soledad te está pasando factura. ¿No estarás diciendo que crees en ese tío… cómo has dicho que se llama?

—Mefisto.

—Pero vamos a ver. ¿Tú no has ido a su consulta porque sospechabas que podía sacar los cuartos a las víctimas de tu caso?

—Sí, pero eso era antes de ir. Luego, cuando me ha dicho todas esas cosas… A ver cómo iba a saber él que yo estoy enfadada con mi familia; y lo del hombre que me quiere bien… Evidentemente se refería a Salgado; me consta que me quiere, me lo ha demostrado con creces. Y luego lo de mi compañero; tenías que haber visto cómo se puso el otro día conmigo por nada. Me echó en cara que él era más antiguo y que en la investigación llevaba el mando.

—Ya me lo has dicho. Y claro, la mujer debo ser yo. ¡Joder! Candela, que pareces tonta. Yo también tengo esas tres figuras en mi vida: tú, mi familia, el juez Bertomeu y algún colega que me roba clientes…

—Pero tú no has roto con tu familia.

—Según se mire. Para ellos, sí, porque dicen que maldita la necesidad que tengo de vivir sola cuando en casa está mi habitación vacía y ellos no se meten en nada. ¿Has hablado con Manel de esto?

—No pienso hacerlo. Si es cierto que me envidia…

—Esto no puede ser, Candela. No tiene ni pies ni cabeza. Olvídate de ese farsante y céntrate en tu trabajo. Mira lo que te digo, yo no descartaría que el tío esté pringado hasta los ojos. Está claro que uno de los asesinados iba allí. Lo digo por lo del cuarzo que te dio.

—Sí, yo también lo he pensado, pero no sé, Julia. La verdad es que el tío me ha confundido.

—Yo sé lo que te pasa Candela. Te lo he dicho muchas veces. No tienes vida al margen de la policía, no sales con nadie, no te diviertes. Tu único ocio consiste en leer o ir al cine alguna vez. ¡Ah! me olvidaba del antro ese de la calle Canuda y su «selecto» público: una puta jubilada, un relojero paralítico y cuatro borrachos de las Ramblas. La élite, vamos. Y no te confundas, no es que yo tenga nada contra las putas o los borrachos y muchos menos contra un minusválido, faltaría más. Simplemente pienso que una mujer como tú debería salir con gente de su nivel y sobre todo, de su edad. ¿Cuántos años tiene Luis, el relojero?, más de cincuenta? ¿Y la puta desdentada?, sesenta ¿Y los demás? El que menos debe rondar el medio siglo. ¿Por qué no te vienes con mi gente?, te lo he dicho muchas veces.

—Porque no, Julia. Porque en cuanto os descuidas estáis hablando de política y ya sabes que a mí eso de la política me pone enferma.

—Pues algún día tendrás que tomar partido, no te vas a pasar la vida al margen, como si no formases parte de este mundo.

Manel se había tomado el jueves libre por la cara; ¿por qué no podía hacer ella lo mismo el viernes? Total, en la Brigada lo hacían todos, estaba harta de ser diferente, de tomarse el trabajo como si le fuese en ello la vida, en eso Julia tenía razón. Si no trabajaba no sabía qué hacer. Meterse en su casa a leer a las seis de la tarde no le seducía; tampoco ir al Maracaibo. No tenía amigos, ni hombres ni mujeres. Julia era la única persona en la que confiaba plenamente, pero a pesar de ello, no podía contarle por qué no soportaba a los políticos, porque su información provenía de escuchas ilegales, de un momento en el que cada uno mostraba en privado una cara y otra muy distinta de cara a la galería.

Como siempre, terminó en su sofá con el gato sobre su regazo y un libro abierto que en ese momento, era incapaz de leer. A su pesar, las palabras del vidente habían calado en su conciencia. Llamó a casa de sus padres, hacía más de un mes que no sabía nada de ellos. Claro que ellos tampoco llamaban, pero no era momento para reproches, tal vez no lo hacían porque generalmente la conversación derivaba en pelea.

—¿Mamá?

—¡Candela, hija! Qué alegría. ¿Te ocurre algo?

—No, nada. Es que hace mucho tiempo que no hablamos y quería saber cómo estáis.

Carmen Uttemman se extrañó de la llamada de su hija, acostumbrada como estaba a su distanciamiento, pero se abstuvo de mencionarlo.

—Bien, hija. Bien. Tu padre no está. Ha ido a Marbella: están poniendo en marcha un puerto deportivo y él es el encargado de la parte jurídica, ya sabes. ¿Cuándo vas a venir?

—A lo mejor me dejo caer por ahí un día de estos.

—Vente el fin de semana, mañana es fiesta. Yo te pago el avión.

—No hace falta, mamá. Ahora gano más. Desde que ingresé en el cuerpo he doblado el sueldo. ¿Cómo está el abuelo?

—Bien, un poco cansado, pero bien. La que me preocupa es la abuela. Tiene el azúcar alto, la tensión, el colesterol y yo qué sé cuantas cosas más, pero no hace ni caso y come lo que le da la gana. Cualquier día nos dará un susto.

—Voy a ver si encuentro billetes y voy el fin de semana aprovechando que mañana es el Pilar.

—Me darás una alegría, hija. Y los abuelos se van a poner como locos cuando se lo diga.

Capítulo 4

No era la única que había decidido enterrar el hacha de guerra; Juan Luque, su padre, también deseaba normalizar la relación con su única hija. Al fin y al cabo, tampoco era mala idea lo de tener familia entre la pasma, «nunca se sabe si me puede venir bien», pensó cuando decidió aceptar de una vez por todas la independencia de Candela en primer lugar, y su profesión en segundo, aunque en el fondo el hecho de que fuera policía era lo que había inclinado su decisión. No podía borrar el pasado, pero confiaba en que con los años y la experiencia su hija se diera cuenta de que él no era el único con una moral relajada.

Candela se lamentaba al ver que, a diferencia de Barcelona, Málaga no había cambiado apenas desde la última vez que había ido. Todavía estudiaba las oposiciones cuando decidió pasar la navidad junto a ellos y las discusiones con su padre fueron constantes. Juan Luque no podía soportar que su hija se hubiera empeñado en ingresar en la policía. Desde su perspectiva no podía haber caído más bajo. Tampoco comprendía que viviera con estrecheces económicas cuando junto a él disfrutaría de una situación privilegiada, mucho más ahora que él formaba parte del proyecto de Puerto Banús, Candela podía unirse al bufete y en menos de un año, si quería ser independiente lo sería, pero con un apartamento de lujo frente al mar, un yate en el amarre y un descapotable, y no con un 4L de diez años, viviendo en un minúsculo piso amueblado de alquiler.

Cuando la madre de Candela le anunció la llegada de su hija, no mostró irritación como otras veces; en esta ocasión y aunque no le había dicho nada, hacía un mes que tenía un regalo guardado para dárselo.

Carmen se había sacado el carnet de conducir hacía unos meses. Acudió al aeropuerto a buscarla en un flamante Mercedes que ella misma conducía, aunque cuando estuvieron frente a él, rogó a su hija que condujera ella porque «se ponía muy nerviosa llevando a alguien».

Por primera vez en muchos años Candela se alegró al ver a su madre. También por primera vez se fijó en las arrugas que rodeaban sus ojos y en las líneas que marcaban su cara en la comisura de los labios. La miraba de soslayo mientras conducía, ¿cuántos años tenía? Ahora que lo pensaba hacía un par de años que había cumplido los cincuenta. Sí, recordó que no fue a la fiesta porque estaría llena de pijos. Por primera vez sintió una punzada de dolor al pensar que un día podía llamar a su casa y enterarse de que alguno de ellos ya no estaba en este mundo. Un nudo atenazó su garganta mientras se prometía enterrar definitivamente el hacha de guerra. Que vivieran como les diera la gana, ¿quién era ella para exigir respeto por la vida que había elegido si no respetaba la que llevaban sus padres? En cuanto a la moralidad sexual de su padre… Empezaba a pensar que ese era un tema de su madre y ella se estaba comportando como una esposa celosa, cuando a la interesada no parecía preocuparle.

Juan Luque se alegró al notar a su hija menos agresiva, eso haría más fácil su intento de reconciliación. Cuando se hubieron saludado, le entregó una caja.

—Toma. Esto es para ti, por las oposiciones.

—¿Un regalo por ser policía, papá?

—Sí hija, sí. Qué le voy a hacer. Aquí cada uno hace lo que le da la gana, ya lo ves. Anda, ábrelo.

Era una pistola automática marca Beretta con varias cajas de munición. Candela miraba la pistola y a su padre alternativamente sin salir de su asombro.

—Tienes que ir al Negociado de Armas con una fotocopia de tu carnet profesional y otra del carné de identidad. Esta no te fallará si tienes que usarla. Me ha dicho el comisario al que le pedí que la comprase que la puedes registrar en Barcelona si quieres, y si no, me das a mí la documentación y él se encargará de todo.

Dio las gracias a su padre y se concentró en observar el arma con cuidado, notando que a pesar de ser un poco más grande que la reglamentaria, pesaba menos. Pero lo que más hondo caló en su espíritu fue el hecho de que su padre, con ese regalo, parecía decir que aceptaba su profesión y su forma de vida; ahora era ella la que debía hacer lo mismo con él. Por primera vez en muchos años, la comida posterior se convirtió en algo parecido a una fiesta familiar.

Se dio cuenta de que tal vez ellos sólo esperaban un acercamiento para demostrarle que podían ser diferentes, pero la querían. Se avergonzó al sentir que era ella la que no los aceptaba y no al contrario como siempre había creído. ¿O no? A lo mejor veía que se estaban haciendo viejos y querían recuperar el tiempo perdido. Dejó el análisis sin terminar y se limitó a disfrutar del momento.

El fin de semana fue muy diferente a todos los viajes que había hecho a casa de su familia desde que se marchó para no volver; influenciada por el vidente o no, lo cierto era que aquel lunes por la mañana cuando entró en la sala de inspectores con su flamante Beretta metida en una funda de piel clara, con una pinza que la sujetaba al pantalón, su ánimo era mucho más distendido.

Duró poco. Después de enseñar a su compañero la nueva pistola, a las nueve y cinco, cuando se disponían a salir, el comisario Salgado entró en la sala con aspecto preocupado yendo directamente a la mesa del jefe de grupo.

—¿Qué gente tienes disponible, Tomás? Se han cargado a un tío en la Barceloneta. Un turista extranjero. Navajazo y robo.

En ese momento García hizo su aparición.

—Buenas, comisario ¿qué te trae por la zona de los machacas?

Salgado se limitó a un escueto saludo, indicando a Vázquez que le siguiera a su despacho para continuar en él la conversación.

—¿Cómo llevan Manel y Candela lo del Barrio Chino?

—Está un poco parado. Nadie sabe nada o si lo saben, no lo sueltan.

—Pues que lo aparquen de momento y asígnales lo de la Barceloneta. El jefe superior se ha interesado por el caso; ha recibido una llamada del Consulado. Por lo visto la mujer es amiga del Cónsul.

Cuando Vázquez regresó con las nuevas órdenes, Candela y Manel todavía estaban allí, tal y como les había ordenado antes de salir.

—Vosotros dos aparcar de momento lo del Chino. Tenéis que haceros cargo de un nuevo asunto.

Para los protagonistas un asesinato es el hecho que marca sus vidas, no sólo la víctima es la afectada, también su entorno. Por muy cruel que pueda parecer, para los inspectores se convirtió en una nueva rutina: interrogatorios, visitas interminables, círculo de amigos… La semana transcurrió con el mismo trabajo de siempre pero en otro escenario.

El miércoles por la noche Candela advirtió a Manel que no contase con ella la mañana del jueves. «Voy al médico», le mintió.

Se hallaba cerca de la calle San Rafael, cuando observó un corrillo de personas alrededor de una mujer tendida en el suelo. Se abrió paso con la placa en la mano y se arrodilló junto a ella para examinarla. Sólo estaba desmayada. Había sido víctima de un tirón. Candela ayudó a la mujer a levantarse del suelo.

—La acompañaré a la comisaría para poner la denuncia, no se preocupe.

—No se moleste, de verdad. Ya estoy bien. No quiero poner ninguna denuncia.

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