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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (2 page)

BOOK: La tierra silenciada
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«No, no estás en una tumba. Vas a salir. Vuelve a llamarlo.»

En lugar de llamarlo, intentó mover los dedos de la mano izquierda, uno por uno. Tenía paralizados el pulgar y el índice, igual que el dedo corazón, pero cuando empujó con el anular, notó en la yema una mínima disgregación y un leve movimiento. Algo infinitesimal cedió, y Zoe logró replegar el dedo quizá un centímetro. Ese movimiento llegó acompañado de un destello de estroncio en el fondo de sus retinas. A continuación un arco iris de chispas. Y otra vez negrura.

Pero el mensaje de ese leve movimiento voló desde los nervios de su dedo y le aceleró el corazón.

«Serénate. Serénate.»

Siguió accionando el dedo anular y al cabo de un rato descubrió que podía desplazarlo hacia el dedo medio en un movimiento de tijera. Repitió este movimiento entre los dedos cuarto y corazón. «Así es; estás abriéndote paso a golpe de tijera. Corta corta corta. Buena chica. Sal de aquí a tijeretazos.»

Ignoraba cuánto tiempo podría respirar aún, cuánto aire le quedaba. Se propuso economizarlo, tomarlo a sorbos, con inhalaciones poco profundas. Sentía un dolor palpitante en la cabeza.

Continuó recortando la nieve en torno a la mano hasta que se le agarrotaron los músculos de los dedos. Descansó, los flexionó y empezó otra vez. «Corta corta corta. Buena chica.»

Y de pronto, sin aparente perspectiva de movimiento, algo se desprendió y le quedaron libres los otros dedos, tanto que consiguió flexionarlos todos, atrás y al frente. Percibió el roce de sus propios dedos a un lado de la cara.

Con el extremo de los dedos ahora flexibles, inició una sucesión de breves movimientos laterales, como pequeños golpes de kárate, buscándose la otra mano con la esperanza de tenerla también cerca de la cara. Consiguió introducirla en el mínimo espacio que había creado y volver a retirarla. Por fin, la mano libre entró en contacto con la otra. Excavó en la nieve hasta poder apoyar la palma del guante libre sobre el dorso del otro. Entonces empujó la nieve con todas sus fuerzas. Su conjetura inicial era acertada: había formado una reducida bolsa de aire frente a ella. Seguía sin saber cuánto duraría el aire. ¿Un minuto? ¿Tres? ¿Diez?

«No pienses en eso. Buena chica.»

Retorció la mano en un esfuerzo por sacarla del guante, sabiendo que las uñas serían la mejor herramienta para abrirse camino. Pero llevaba la correa del guante firmemente ceñida a la muñeca para impedir que entrase la nieve. En medio de aquella oscuridad inamovible, intentó aflojar la correa del guante derecho, pero con los dedos enguantados carecía de la sensibilidad necesaria para agarrarla.

Quizá Jake acudiese. A menos que también él hubiese quedado enterrado. O quizá acudiese alguna otra persona. Quizá los helicópteros sobrevolaban la zona en círculo mientras ella pensaba todo eso. Pero momentos antes no había nadie más en la pista. Cabía la posibilidad, si el alud había sido de poca importancia, de que nadie supiese siquiera que se había producido.

«Tumba. Griegos.
Pyr
en griego significa “fuego”. Ya lo sabes. Ya lo sabes. Pirineos. Calla calla.»

—¡Jake!

En esta ocasión su voz sonó con algo más de fuerza en sus oídos; pero también sonó a impotencia.

De nuevo intentó atrapar la correa de la muñeca con los dedos en la negrura. Oyó separarse el velcro, y la correa se aflojó. Tirando de la punta del guante derecho con la mano izquierda, consiguió extraerlo centímetro a centímetro. El guante permaneció allí inmóvil, rascándole la cara, pero se desprendió de él igualmente y empezó a hurgar con las uñas en la nieve por encima de la cabeza.

Le costaba más respirar. Escarbaba en la nieve compacta, pero no avanzaba. Aunque la nieve se disgregaba, no conseguía apartarla. No conseguía desalojarla. Escarbó con mayor ahínco.

Volvió a toser. Sentía un goteo en el fondo de la garganta, que era la causa de su tos. Dejó de escarbar y se concentró en el goteo. El líquido, la nieve fundida o la saliva o lo que fuese, le llegaba a la garganta desde la nariz. La mucosidad, en lugar de bajarle por la nariz, retrocedía hacia la garganta.

«Estás cabeza abajo.»

Sabía ya con total certeza que había quedado enterrada cabeza abajo, y en posición vertical. Eran los pies, no la cabeza, lo que tenía más cerca de la superficie de la nieve. Eso implicaba que, al escarbar, había estado horadando la nieve hacia abajo, ahondando en ella, no yendo hacia arriba, hacia el exterior. Por eso le era imposible desalojar la nieve. Cavaba en la dirección equivocada.

Intentó flexionar los dedos de un pie dentro de la bota. Percibió una mínima movilidad, pero la nieve en torno a la pierna estaba demasiado prieta y le impedía moverla. Poco a poco se llevó la mano sin guante hacia el cuello y descubrió que podía traspasar la nieve hasta llegarse al pecho. Hurgando, consiguió subir la mano hasta la cadera, y la nieve resbaló y le cayó en terrones en la cara. De pronto tocó un objeto sólido con la mano.

Era el bastón de esquí.

La empuñadura se hallaba a la altura de su cadera. La agarró y advirtió que el bastón había quedado paralelo al muslo. Al principio fue incapaz de moverlo, pero, mediante un suave movimiento de sierra, apartó un poco de nieve por encima de ella.

«Siérrala. Así es. Sierra sierra sierra. Buena chica. Sal de este ataúd a golpe de sierra.»

Se le acalambró el brazo y se le agarrotaron los músculos, pero prosiguió con su mínimo y gradual movimiento de sierra. Con creciente entusiasmo, notó el contacto del bastón en la bota de esquiar. Casi hiperventilando de nuevo, serró con el bastón hasta oír un ligero ruido, algo parecido a un reventón, cuando el bastón atravesó la superficie de la nieve. El bastón actuó como un conductor eléctrico y un fino rayo de intensa luz solar penetró en la tumba. Un sonido difícil de determinar, algo entre risa y llanto, surgió a borbotones de sus labios. Sus pulmones absorbieron el aire helado y un sollozo escapó de ella.

—¡Jake! ¡Quien sea! ¡Socorro!

Continuó serrando con el bastón, tratando de ensanchar el angosto canal para que entrase un poco de aire, un poco de sol, un poco de vida. Pero el esfuerzo la agotó. Cuando dejó de serrar, oyó solo la ventilación anhelante de sus pulmones, un sonido áspero, subacuático. El brazo se le había acalambrado, ya seriamente. Intentó relajarlo, pero el bastón giró y la roseta de plástico de la punta arrastró nieve hacia abajo, hacia la abertura, obstruyendo de nuevo el paso al fino rayo de luz.

Permaneció inmóvil, procurando respirar acompasadamente, pero notó que la bolsa de aire se calentaba y enrarecía otra vez. Sintió un mareo. De nuevo le costó respirar y la invadió una espantosa sensación de capitulación a la par que se le apagaba la conciencia.

En la distancia, oyó un leve sonido, como el que producirían unos dedos cerniendo harina en un cuenco. Era un ruido lejano. Luego se convirtió en una sucesión de arañazos, más cercanos.

Y de pronto oyó su voz.

—¡Zoe! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Estoy aquí. Tranquila.

No lo veía, pero su voz fue como una luz a través del vitral de una catedral. Notó que Jake cavaba desesperadamente alrededor de su bota. Oyó su respiración entrecortada por el esfuerzo.

—¡Imposible! ¡Tendré que ir a buscar a alguien! —lo oyó exclamar.

—¡No, Jake! ¡Sácame! ¡Sácame ya! ¡No me dejes aquí! ¡Eso no!

Siguió un silencio.

—Bien. Intentaré sacarte.

—Cava por un lado.

—¿Cómo?

—¡Por un lado!

—No te oigo. Intentaré sacarte.

Jake tardó una hora en sacar a Zoe de la nieve. Nadie se acercó por allí. Primero le desenterró la pierna derecha y de inmediato abrió un canal hasta su cabeza, eliminando así todo riesgo de asfixia, por más que Zoe aún fuera incapaz de moverse. Por fin le liberó un brazo, y ella pudo ayudarlo.

Una vez retirada la nieve que la retenía, Jake apenas logró reunir fuerzas para extraerla del agujero. Pero juntos lo consiguieron.

De rodillas, se dieron un largo abrazo; se abrazaron casi hasta matarse.

—¡Tus ojos! —exclamó ella—. ¡Qué rojos los tienes!

—La nieve me ha dado de pleno en la cara. —Miró la pista arriba y abajo—. Cuando deseas que esto sea un hormiguero, no hay un alma a la vista. ¿Quieres esperar mientras voy a buscar a alguien?

—No quiero quedarme aquí, Jake.

—¿Puedes bajar esquiando?

—No, he perdido los esquís. Están en algún sitio bajo la nieve.

—Los míos también. Tendremos que ir a pie hasta la próxima parada del remonte. Estoy helado. Necesito moverme para entrar en calor. ¿Te ves en condiciones?

—Estoy bien. De verdad. Quizá sea por la adrenalina, pero estoy bien. Vamos, en marcha.

Se rodearon con los brazos y, andando trabajosamente por el borde de la pista, avanzaron despacio montaña abajo. Vivos. Vivos.

Bajo una ligera nevada, se abrieron camino poco a poco a través de la nieve profunda con sus pesadas botas de esquí, pero por fin, al cabo de unos tres cuartos de hora, vieron los cables colgantes de un telearrastre, así como la cabina de una parada intermedia a unos trescientos metros más abajo. El telearrastre estaba detenido. Tampoco se veía la menor señal de actividad en las pistas, ni por encima ni por debajo de ellos.

Zoe temblaba, y Jake, más que nada por distraerla, hablaba sin cesar. Le contó que se había salvado gracias a los árboles. Arrojado contra un pino delgado, se aferró a él con los brazos y trepó por el tronco a medida que la nieve se acumulaba bajo sus pies. Zoe le sonreía y movía la cabeza en repetidos gestos de asentimiento mientras él, parloteando, rememoraba cómo habían escapado del peligro. Comprendió que Jake se hallaba en estado de shock. Sabía que cuando llegasen a la cabina del telearrastre el operario avisaría por radio al personal de primeros auxilios y no tardarían en subir a recogerlos a la montaña.

Pero cuando llegaron a la cabina, la encontraron vacía. A través del cristal sucio vieron en una consola dos pilotos electrónicos verdes y uno rojo encendidos bajo una hilera de interruptores. Los motores que accionaban el telearrastre habían sido apagados. La puerta de cristal estaba entornada y salía calor de dentro. Jake empujó para abrirla.

—Vamos, cariño. Tienes que entrar en calor.

—¿Crees que han cortado el acceso a la montaña?

—Es probable. Puede que hayan visto el alud y obligado a bajar a todo el mundo. Sentémonos aquí un rato hasta que recuperes un poco el calor corporal.

Había un asiento de piel, con la tapicería rota, y Zoe se desplomó en él. Jake echó una ojeada alrededor.

—¡Eh! —Zoe había encontrado una petaca en la mesa junto a la consola.

—¡Dame eso! —Jake se la cogió, desenroscó el tapón y tomó un trago.

—¡No te la apropies! ¿Qué es?

—Ni idea. Es asqueroso. Bebe un poco.

Zoe lo olisqueó y también echó un trago.

—No les importará. Mira, aquí hay chocolate. Yo me lo ventilo. ¿Quieres un poco?

—No, me conformo con la petaca.

Detrás de la puerta colgaba una chaqueta de esquí con un periódico enrollado en el bolsillo. Apoyadas contra una pared de la cabina, había dos palas anchas y una escoba para nieve. Aunque los motores estaban apagados, los pilotos luminosos inducían a pensar que toda la maquinaria permanecía conectada. Jake vio un receptor de radio antiguo, estilo walkie-talkie, colgado de un gancho. Lo cogió y pulsó los botones. Le llegó un sonido de interferencia estática, nada más. Después de varios intentos, la única recompensa fue más estática. En la cabina mugrienta apenas había nada más, pero al menos el ambiente estaba caldeado. Fuera arreciaba la nevada. Decidieron sentarse y esperar a que apareciese alguien.

Jake dio otro tiento a la petaca e hizo una mueca.

—Ha estado cerca —comentó—. Muy cerca.

—Mucho, sí. Demasiado.

—Nos hemos librado de milagro.

Zoe miró a su marido y dijo:

—¿Sabes qué? Solo somos un copo de nieve en las pestañas de Dios. Nada más.

—¿Cómo? Si ahora, solo porque has sobrevivido a un alud, me sales con Dios, pido el divorcio por motivos religiosos.

—¿Me das un abrazo?

—Ven aquí. Te daré dos. Te daré tres. Caray, te daré todos los abrazos que quieras.

Al cabo de una hora aún no había aparecido nadie en la cabina. Apuraron el contenido de la petaca y dieron cuenta del chocolate. Volvieron a probar el walkie-talkie, pero una vez más la radio emitió solo interferencia estática. Jake empezó a accionar interruptores en la consola, y los motores, con un estruendo y un zumbido de turbinas, se pusieron en marcha a la vez que la enorme polea comenzaba a girar encima de ellos.

—¡Apágalo! —exclamó Zoe.

—¿Por qué?

—¡No lo sé! ¡Tú apágalo! ¡No sabes cómo funciona!

Jake apagó la maquinaria.

—Vamos, tendremos que bajar a pie desde aquí.

—¿Tú estás dispuesto?

—No quiero quedarme aquí cruzado de brazos por más tiempo.

Se subieron las cremalleras de las chaquetas, se calaron los gorros y se pusieron los guantes, decididos a iniciar el arduo descenso monte abajo. Ya fuera de la cabina, Zoe vio unos esquís apoyados en la pared.

—¿Te parece que podríamos llevárnoslos? ¿O querrá esto decir que todavía hay alguien aquí arriba?

—No lo sé. ¿Tú dirías que los han utilizado esta mañana?

Zoe examinó los esquís. Se había acumulado en ellos nieve reciente.

—Es imposible saberlo. Oye, acabo de tener un mal presentimiento. ¿No habrá quedado el operario del telearrastre atrapado por el alud?

—¿Cómo? ¿Dentro de la cabina?

—No. ¿Y si estaba inspeccionando las pistas? No sé cuáles serán exactamente las funciones de un operario de remonte, pero imaginemos que estaba fuera, retirando nieve con la pala o revisando el telearrastre o vete tú a saber, y de pronto lo ha sorprendido el alud, como a nosotros.

—Abajo se habrían enterado —adujo Jake—. Estarían ya aquí. Habrían venido a buscarlo.

—¿Tú crees?

—Sí. Están en contacto por radio en todo momento. Por si surge algún problema. Seguro que han cortado los accesos a toda la montaña, y el operario se ha ido. Y nadie volverá aquí hasta que reabran las pistas. Cosa que quizá ocurra mañana.

—¿Y por qué están aquí estos esquís?

—A lo mejor dejan siempre un par de repuesto.

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