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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (69 page)

BOOK: La ramera errante
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El conde Eberhard sonrió con condescendencia.

—Que nadie te oiga decir esas palabras, Marie, de lo contrario te acusarán de herejía a ti también. Esas opiniones amenazan la autoridad de los príncipes de la Iglesia, y con ello también la del Papa y la del Emperador. La visión que los poderosos de este mundo tienen de su posición y su misión difiere mucho de la que tenéis tú y Jan Hus, tal vez incluso de la que tiene el pueblo. Yo también he escuchado los sermones de Jan Hus en secreto y coincido con mucho de lo que predica. La Santa Iglesia tiene que ser renovada de cuajo, y sus representantes deben volver al lugar que les corresponde. Pero el licenciado Hus comete el error de creer que con sus prédicas logrará que eso suceda, olvidándose de que nadie que esté arriba aceptará de buen grado que lo bajen. Y el mayor de sus errores ha sido confiar en el salvoconducto de Segismundo. Cuando el Emperador llegue a la conclusión de que Hus está de más, ese pergamino no tendrá más valor para él que si lo usara para limpiarse el trasero.

El lenguaje soez y la carcajada amarga del conde le demostraron a Marie cuánto le disgustaba tener que rendir tributo a un hombre tan poco fiable como Segismundo de Bohemia.

—Si Segismundo fuese un rey soberano, yo podría hablar con él sinceramente. Pero Keilburg goza de su favor y Ruppertus Splendidus ha logrado que lo tenga en alta estima. Ese advenedizo es tan servil con el Emperador y su círculo de consejeros más estrecho que dan ganas de vomitar.

El conde se interrumpió de manera abrupta, como si ya hubiese hablado demasiado. De todos modos, Marie comprendió muy bien lo que pensaba. Eberhard von Württemberg no se atrevía a entablarle un juicio a Konrad von Keilburg porque no sabía hasta qué punto el Emperador estaría dispuesto a administrar justicia. En el peor de los casos, podía llegar a aprobar el robo de Keilburg y elevar aún más la posición de Ruppert. Marie sintió que se desmoronaba el suelo sobre el cual pisaba.

La mañana siguiente trajo noticias que corrieron por la ciudad como un reguero de pólvora. El papa Gregorio XII había comunicado a través de su apoderado Carlo Malatesta, señor de Rimini, que abdicaba del trono de Pedro, y después se había retirado a Recanati para pasar a ser, en adelante, el cardenal obispo Angelo Correr. Pero se rumoreaba que, en realidad, el Emperador había comprado esa dimisión, ya que no había podido imponerla por la fuerza de las armas, y que había hecho grandes concesiones para aparecer así ante el mundo como el monarca más importante de la Cristiandad. Ahora, el siguiente hombre al que el Emperador había puesto en su punto de mira ya no podía abrigar esperanzas de que hicieran concesiones con él ni le tuvieran clemencia alguna.

Marie había oído hablar de las prédicas de Jan Hus y admiraba la firmeza con la que aquel hombre defendía su doctrina. Muchos siervos y burgueses pertenecientes a las clases más bajas honraban al combativo licenciado de Praga y rezaban por él. Pero al Emperador y a los cardenales no les gustaba que los acusaran ante el pueblo de chupasangres y opresores, y ya lo habían condenado en secreto.

Las noticias que corrían sobre el juicio al maestro Hus eran tan contradictorias que aquellos que habían estado oyendo sus prédicas seguían confiando en que tendrían clemencia con él incluso cuando el caballero Bodman condujo a los guardias de la ciudad de Constanza al área de Brüel para preparar la hoguera en la que lo quemarían.

Para humillar a Hus, el cardenal Pierre d'Ailly, responsable del juicio en su contra, dispuso que las cortesanas presentes en Constanza lo acompañaran en su último viaje. La mayoría de las prostitutas se encogió de hombros, ya que las habían humillado tan a menudo que se alegraban de que hubiese alguien que corriese peor suerte que ellas.

Marie habría preferido rechazar esa orden, pero no quería levantar polémica y arriesgarse a que la llevaran ante el iracundo d'Ailly y la hiciesen azotar. Los burgueses no querrían perderse un espectáculo semejante, y entonces Utz la reconocería. Seguramente la posadera que alojaba a Jodokus en Estrasburgo le había contado a Utz que el monje había estado divirtiéndose con una llamativa prostituta rubia poco antes de morir, dándole la posibilidad al cochero de relacionar la partida repentina de esa mujer con la desaparición de los documentos. Y en cuanto Utz la reconociera, su vida pasaría a tener menos valor que el excremento de un perro.

Hiltrud y Kordula se lamentaron profundamente por el destino que le esperaba al licenciado Hus y echaron pestes sobre sus despiadados jueces y, más que nadie, sobre el traidor del Emperador, que había quebrantado su palabra. Sin embargo, ellas también se pusieron en camino hacia la plaza frente a la iglesia de San Pedro, al igual que Marie.

Cuando llegaron, ya había un gran número de prostitutas reunidas en el lugar. Algunas de ellas, que al igual que Madeleine estaban en Constanza para acompañar a los señores de la Iglesia en sus juegos amorosos, tenían unos vestidos tan llamativos que atraían las miradas de todos los hombres. Sus pechos parecían estar a punto de hacerles estallar los corsés, de profundos escotes, y sus faldas estaban trabajadas con tal habilidad que cualquier ráfaga de viento dejaba al descubierto sus formas.

Madeleine también llevaba puesto un vestido de tela fina y translúcida, pero no estaba de humor para atraer clientes. Cuando saludó y abrazó a Marie y a las demás, en sus ojos asomaban algunas lágrimas.

—Hoy asarán al pavo equivocado —se lamentó en voz baja—. Dejemos que esos cuervos negros y esos pájaros purpurados crean que nos causa gracia. Solo Dios sabe lo que pensamos, y nos recompensará por ello en la otra vida.

No tuvieron mucho tiempo para hablar, ya que entonces aparecieron los guardias de la ciudad y las hicieron atravesar la puerta de Schottentor y formar a ambos lados de la calle para escoltar desde allí hasta el patíbulo al hereje bohemio. De pronto, Marie se estremeció: había reconocido a Hunold en el grupo de hombres. El guardia rechoncho iba pasando tan cerca de las prostitutas que estaban en primera fila que su codo les rozaba los pechos. Marie retrocedió y se escondió detrás de Helma y de Kordula. Pero Hunold ni siquiera notó su presencia, ya que solo tenía ojos para los encantos de Madeleine.

—Mi palomita hermosa, ¿qué te parece si esta noche nos divertimos un poco juntos? —le preguntó.

La prostituta lo examinó con aire burlón.

—Si puedes pagarme un ecu d'or, con gusto. Si no, deberías ir con las rabizas. Seguramente ellas se alegrarán de tu visita.

La burla de Madeleine hirió a Hunold en su punto débil. Se ruborizó, le dedicó una mirada intimidante y comenzó a proferir salvajes amenazas. Sin embargo, cuando otra prostituta lo desafió, preguntándole si sabía que acababa de ofender a la concubina de un noble señor francés, agachó la cabeza y salió corriendo detrás de los otros guardias.

En la memoria de Marie, Hunold había sido brutal y porfiado, alguien que gozaba amedrentando a los demás. Ahora comprobaba, con desagrado, que el guardia solo se pavoneaba frente a aquellos que no podían defenderse, mientras que delante de los nobles se convertía en un gusano arrastrado. En cualquier otro momento, Marie se habría preguntado qué provecho podía sacar de esa constatación. Pero no estaba de ánimo para eso. Al igual que las otras prostitutas, siguió a los guardias hasta el portal y se ubicó de modo que pudiera evitar llamar la atención de los que llevaban a Jan Hus.

Detrás de ellas, la gente común comenzó a agolparse en el portal en tales cantidades que muy pronto los guardias ya no pudieron mantener aquella avalancha humana en carriles ordenados.

Marie vio a Michel, que encabezaba la tropa de infantería a su cargo para abrirle paso al condenado y a su comitiva luciendo su brillante armadura. A pesar de que los soldados echaban atrás a la gente cruzando sus lanzas, no lograban contener a la multitud. Ni siquiera Ludwig, el conde palatino, logró llamar a la gente al orden. Cuando le cerraron el paso a su caballo, ordenó al caballero Bodman, que estaba a la cabeza de los guardias de la ciudad, que cerrara las puertas y solo dejara pasar a los mirones en pequeños grupos. El condenado y los nobles señores del tribunal tuvieron que esperar hasta que la masa de espectadores fuera distribuida entre el área de Brüel y el paraíso lindante antes de poder abandonar la ciudad.

De la doble fila de prostitutas con la que el príncipe de la Iglesia había pretendido humillar al bohemio apóstata ya no quedaba mucho. Marie había sido desplazada junto con un gran número de prostitutas hasta las primeras filas alrededor del patíbulo, pero solo se dio cuenta de lo expuesta que había quedado en esa posición cuando el licenciado Ruppertus Splendidus pasó muy cerca de ella integrando la comitiva del obispo Friedrich von Zollern. Por suerte para ella, él solo tenía ojos para algunos otros nobles; ni siquiera se dignaba a mirar al pueblo. Marie lo siguió con los ojos hasta que él hubo tomado asiento con expresión presumida en uno de los bancos dispuestos para los altos miembros del concilio, y luego trató de esconderse detrás de un corpulento guardia de caballería.

Ruppert le prestaba más atención a la gente de lo que Marie suponía. Su mirada fue paseándose por entre algunos de los miembros del Consejo y de los maestros de gremios que habían quedado atrapados en medio de aquella confusión entre las chusmas del mercado y los jornaleros de ropas sucias, y disfrutó al notar más de una mirada cargada de envidia. Ahora todos esos charlatanes de Constanza verían con qué naturalidad el obispo Friedrich y el resto de los nobles invitados lo trataban como a un igual. Muy pronto estaría tan cerca del Emperador como para entrar y salir de su despacho cuando quisiera. Tal vez Segismundo también lo hiciera formar parte de su círculo de consejeros. Ya le habían contado que varios obispos y condes consideraban que él, el hijo más joven de Heinrich von Keilburg, era un noble distinguido y agradable que se distinguía positivamente del perfecto bruto que era su hermano.

Ruppert suponía que muchos de sus vecinos y la mayoría de los enemigos de su hermano sentirían un gran alivio si él tomaba su lugar. De modo que muy pronto podría ejecutar su plan para eliminar a su hermano. "Yo logro todo lo que me propongo", pensó, con un aire de soberbia. Luego recordó que en un asunto de vital importancia para él se había topado inesperadamente con un obstáculo cuyo origen no había podido desentrañar. Contra todo cálculo, Mombert Flühi, su viejo adversario en el tribunal, aún seguía con vida, y la hija tampoco había aparecido todavía.

Pero esto último no era culpa suya. Ruppert esbozó una sonrisa maligna al recordar cómo el abad Hugo había confesado y le había implorado su ayuda. ¿Por qué no había sabido esperar, el muy idiota? Para su desgracia, su sirviente, Selmo, había sido interceptado por el camino y la muchacha le había sido arrebatada junto con la orden de traslado falsa. Esto último le provocaba un gran quebradero de cabeza al abad; sin embargo, Ruppert no creía que el documento aún existiese. Era de suponer que la muchacha habría caído en manos de soldados mercenarios, que seguramente la habrían violado y arrojado al río junto con el pergamino tan peligroso para ellos.

Por un momento, Ruppert pensó en la rubia Hedwig y en el motivo de las obstinadas acusaciones de Mombert Flühi. Su hija era muy parecida a Marie, la hija de Matthis Schärer, y seguramente le haría rememorar constantemente a su padre la fortuna perdida de su cuñado. Marie era una verdadera belleza. Seguramente, un toro como su hermano o como Hugo von Waldkron la habrían llevado a la cama en lugar de hacer que un guardia la azotara hasta dejarla al borde de la muerte y la arrojara después a alguna zanja. Pero a Ruppert no le interesaba el destino de la chica. Al contrario, estaba orgulloso de haber controlado su instinto sexual, ya que de no haber sido así, hoy no sería el reconocido y apreciado heredero de Keilburg. Si quería seguir su camino, no podía permitirse caer en las tentaciones humanas. Ruppert pensó un instante en la media docena de bastardos que su hermano había traído al mundo con unas simples criadas y a los que tendría que eliminar también si quería tomar posesión de los bienes de Keilburg sin que mediara ninguna amenaza.

Marie no podía dejar de observar a su antiguo prometido por más que lo intentara, y estaba a punto de ahogarse en su propio odio.

Por eso, en un primer momento sintió hasta alivio cuando los tambores anunciaron la llegada del condenado y la arrancaron de sus pensamientos asesinos. Ahora, todas las miradas se habían clavado en la puerta de la ciudad, y aquellos que podían ver algo se lo describían a los que estaban detrás.

Detrás de algunos monjes que llevaban una cruz y balanceaban unos incensarios como si quisieran mantener alejados a los demonios, unos guardias de infantería con armadura sacaban al licenciado Hus fuera de la ciudad. Cuando la procesión llegó al lugar que habían dejado libre alrededor de la hoguera, Marie pudo observar mejor al bohemio. Jan Hus caminaba erguido y con una expresión adusta en el rostro que no dejaba traslucir miedo alguno. Le habían puesto una túnica negra de la deshonra, que simbolizaba el infierno al que viajaría muy pronto. En la cabeza llevaba un sombrero alto color amarillo con dos demonios que echaban espuma por la boca y la inscripción "hereje" en latín.

Marie recordó su propio castigo, y la espalda comenzó a quemarle y picarle de tal manera que creyó que no podría soportarlo. Su mirada se desvió sin querer del condenado y se dirigió hacia Ruppert. A diferencia de Hus, ese hombre cargaba con tantas culpas encima que la tierra tendría que haberse abierto y habérselo tragado.

Jan Hus fue llevado hasta la hoguera, donde lo recibieron los guardias de la ciudad. Mientras lo ataban a los leños y al poste erigido en medio, el bohemio se volvió hacia Ludwig von der Pfalz, que vigilaba la escena a caballo con la espada simbólicamente desenvainada.

—¿Se me permite hablarle por última vez a la gente?

—¿Para que puedas hechizarlos con tus artes diabólicas? Si dices una sola palabra que no me agrade, haré que te amordacen.

—Lo cual, una vez que el fuego haya comenzado a rodearme, será un poco difícil.

La ironía del bohemio era más sutil, pero también más mordaz que la agresividad del conde palatino.

Mientras tanto, los guardias ya habían terminado de hacer su trabajo. Hunold volvió a examinar las ataduras del condenado, escupió delante de él y saltó de la hoguera hacia el suelo. Junto con el resto de los guardias, acercó unos atados de ramas secas hasta el lugar y comenzó a apilarlos alrededor de la leña más gruesa.

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