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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (2 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Pero, a pesar de su conocimiento y experiencia, que le decían que no tenía nada que temer, algo parecido a una memoria ancestral se despertó en su interior en cuanto el primer heraldo del Warp silbó en sus tuétanos y, al mirar intranquilo a Chiro, vio que éste experimentaba la misma inquietud. Los Warps se habían vuelto muy raros en las últimas décadas: los dioses habían cumplido su promesa y no hacían ostentación de su poder en el mundo mortal sin una buena razón para ello. Aquello no encajaba con el esquema establecido y a Carnon no le gustaba.

—¿Por qué ahora, Chiro? —dijo en voz muy baja—. ¿Por qué ahora, cuando ha pasado tanto tiempo?

Chiro le lanzó una mirada inquieta. Sobre sus cabezas, de repente, un resplandor de brillante luz carmesí rasgó los cielos, silencioso pero lo suficientemente chocante para hacer que Carnon se sobresaltara al ver el rostro de su compañero iluminado por un instante. Lejos, muy lejos, el rugido vibrante comenzaba a tomar la forma de un sonido que recordaba a ululantes voces atormentadas.

—No lo sé —dijo el adepto, tenso—. Pero se me ocurre pensar que alguien ha llamado y el Caos ha respondido.

En el cielo se iban formando bandas de tenue color, girando lenta pero firmemente, como los radios de una enorme rueda fantasmal cuyo eje quedaba más allá del horizonte septentrional. Otro resplandor, de un azul verdoso enfermizo, puso de crudo relieve el patio, y una red de estrías de plata centelleó a través de la noche. Los dedos del médico, que seguían aferrando el brazo de Chiro, se tensaron sin querer.

—¿Crees que Keridil puede…?

—¿Haber invocado al Caos? Lo dudo, amigo mío. No creo que lo haya hecho Keridil precisamente. Pero, si está intentando realizar un rito, ¿quién puede decir lo que podría acudir a su llamada? —Su mirada se hizo más acerada al contemplar la avenida—. Creo que no debemos perder más tiempo.

Apretaron el paso y alcanzaron las columnas enseguida, para ponerse bajo el abrigo de los arcos. En el extremo del paseo había en la muralla una puerta pequeña y en apariencia insignificante; al acercarse vieron que estaba entreabierta y entraron por ella. Una escalera de caracol descendía; los escalones estaban gastados por el paso del tiempo, y Chiro blasfemó cuando casi perdió pie a la incierta luz de la linterna. Aquí, rodeados por los cimientos del Castillo, los sonidos quedaban apagados, pero la vibración seguía presente con fuerza y la creciente intensidad del Warp podía sentirse como una presencia casi física.

—Habrá gente que no dormirá esta noche en el Castillo —observó Carnon, intentando disimular su propia inquietud con un comentario intrascendente.

Chiro lo miró pero no dijo nada. Consciente de su desaprobación, el médico guardó silencio y siguieron bajando hasta llegar al final de la escalera y a otra puerta rematada por un arco. Tras ella se hallaba la biblioteca del Castillo, silenciosa y oscura, con su atmósfera impregnada del familiar olor del cuero, el polvo y los viejos pergaminos. Andando con cuidado para no tropezar con alguna de las mesas de lectura, Chiro atravesó la estancia en dirección a una esquina llena de telarañas donde se encontraba una tercera puerta, negra como la piedra que la rodeaba y casi petrificada de puro antigua, que comunicaba la biblioteca con un pasadizo estrecho de extraña simetría. En el umbral, Chiro se detuvo un instante para hacer con los dedos un gesto rápido y reflejo que indicaba respeto a los catorce dioses, y luego siguió avanzando.

Al punto, el pasadizo comenzó a bajar perceptiblemente. Un resplandor de luz grisácea impedía la oscuridad absoluta, y fue ganando cada vez más intensidad hasta hacer innecesaria la linterna. Chiro apagó la llama y continuaron hasta que la luz se convirtió en un brillo fluorescente y su destino, la última puerta, apareció ante ellos.

Por lo que Carnon sabía, nadie había averiguado nunca la naturaleza del metal que constituía la puerta que se abría al Salón de Mármol. Más duro que una gema, pero con una calidez peculiar al tacto, brillaba suave, firmemente, arrojando sombras alargadas tras los dos hombres plantados ante la puerta. El único adorno de la puerta era una cerradura sencilla pero efectiva; la llave sólo la tenía el Sumo Iniciado, pero, antes de que la puerta cediera ante el empujón tentativo de Chiro, Carnon ya había supuesto que aquella noche no haría falta la llave. Keridil debía de saber que iban a venir; si no ¿por qué habría alertado a Chiro de sus intenciones? Para tener un testigo de confianza, o para sentirse acompañado. No había querido estar totalmente solo en lo que intentaba hacer.

La puerta giró sobre silenciosos goznes, y Carnon lanzó un involuntario suspiro al contemplar el Salón de Mármol. Por muchas veces que hubiera entrado en aquel lugar, desde que había sido iniciado en el Círculo, el asombro que le producía no podría verse nunca disminuido por la familiaridad. Aquél era el santuario más íntimo del Círculo, el corazón de su fortaleza, el principal manantial de su poder. Las manos que lo habían construido en una lejana época perdida no habían sido completamente humanas; las dimensiones que contenía escapaban a la capacidad humana de comprensión. Era el lugar del más sagrado culto, prohibido a todos excepto a los iniciados y que ahora sólo se utilizaba para los rituales más elevados y solemnes.

Una luz que pulsaba lentamente inundaba la sala, una niebla de colores pastel que brillaba como reflejos sobre aguas tranquilas. Esbeltas columnas de piedra se alzaban aquí y allí, surgiendo del suelo de mosaico, con sus capiteles ocultos por la niebla, mientras que los confines de la estancia se perdían en la neblina. Los documentos más antiguos e incompletos de la biblioteca apuntaban de manera indirecta el hecho de que la estancia no obedecía completamente las leyes conocidas del tiempo y el espacio, y Carnon sintió a su alrededor una inmensidad que parecía desafiar las limitaciones físicas.

—¿Debemos entrar? —inquirió en un susurro, mirando a Chiro.

El adepto asintió.

—Sí, pero con cautela. Preferiría no molestar al Sumo Iniciado a menos que no nos quede otro remedio.

Comenzaron a andar despacio y en silencio. Al avanzar, algo surgió ante ellos en la niebla: siete formas, enormes pero indefinidas, y, aunque sabía lo que eran y las había contemplado muchas veces, Carnon sintió una punzada conocida en el estómago. Siete estatuas, que doblaban con creces la estatura de un hombre y representaban a dos figuras, espalda contra espalda, que se mezclaban de una manera extraña y vagamente inquietante. Las figuras tenían apariencia humana, pero un examen más detallado revelaba en ellas el aire de algo mucho más allá de la mortalidad. El halo especial de los orgullosos rostros, la definición de los huesos esculpidos, la desdeñosa lejanía en los tranquilos ojos y en las curvas bocas: todo ello hablaba de una inspiración profundamente arcana detrás de la maestría de sus creadores. Los mejores artesanos del mundo habían esculpido aquellas estatuas en homenaje al amanecer del Equilibrio, y ahora los siete señores del Orden y los siete señores del Caos miraban eterna y enigmáticamente a los adeptos que les rendían culto en este lugar.

Carnon se había detenido y seguía mirando las estatuas casi hipnotizado. Entonces la mano de Chiro se posó en su brazo y lo hizo volver bruscamente a la realidad.

—Allí —susurró Chiro—, junto a la estatua más alejada.

Carnon miró y vio una figura solitaria agachada ante la séptima escultura. La cubría una capa con ribete de piel, que parecía demasiado grande para su frágil cuerpo, y largos mechones de cabellos blancos caían sobre sus encorvados hombros. Estaba inmóvil y silencioso, pero Carnon tuvo la certeza de que era consciente de la presencia de los dos hombres. Se sintió incómodo de repente y miró a Chiro, inseguro.

—Chiro, estamos entrometiéndonos. Quizá sería mejor que nos retiráramos.

Antes de que Chiro pudiera responder, la figura envuelta en la capa alzó la cabeza y miró por encima del hombro. Incluso a aquella distancia eran visibles los efectos de la emoción en su rostro, y Carnon se sintió avergonzado al saber que habían interrumpido un instante tan íntimo. Pero, cuando iba a retroceder, el hombre agachado se enderezó torpemente y se volvió hacia ellos.

Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo durante sesenta años y miembro del triunvirato que gobernaba el mundo, miró a sus dos mejores amigos. Luego, inquisitivamente, dijo:

—¿Chiro? —Su voz, tan frágil como su cuerpo, provocó ecos susurrantes en toda la estancia.

Chiro inclinó la cabeza.

—Sumo Iniciado…, perdonadnos. No teníamos intención de molestaros. No obstante, estábamos preocupados.

—Claro. —Keridil hizo un vago gesto de apaciguamiento—. Aprecio tu preocupación. —Su mirada se posó en Carnon—. Y la tuya, Grevard. Sois muy amables.

Carnon y Chiro intercambiaron incómodas miradas al reconocer el nombre. Grevard había sido el médico principal del Castillo antes de que ninguno de los dos naciera, y un buen amigo del Sumo Iniciado durante los turbulentos tiempos del Cambio. Pero Grevard llevaba muerto cuarenta años; era un viejo fantasma que Carnon creía ya olvidado incluso en la confusa mente de Keridil.

Se adelantó y cogió con suavidad el brazo del Sumo Iniciado, para proporcionarle a Keridil el apoyo que su orgullo le impedía solicitar. Los ojos de color avellana de Keridil, descoloridos por la edad pero todavía intensos y atentos en el rostro hundido, se encontraron con los de Carnon.

—Ella no ha venido —dijo el anciano—. Pensé que esta vez sería distinto, pero… no. No pude alcanzarla.

—Keridil —Chiro se había colocado al otro lado del Sumo Iniciado—, se acerca un Warp. Si vuestro asunto aquí ha concluido creo que sería mejor que saliéramos de la estancia.

—¿Un Warp? —Por un instante, un antiguo recuerdo pareció agitarse, pero luego desapareció y Keridil frunció el entrecejo—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?, desde la última vez que tuvimos una visita semejante. —Se volvió a mirar las estatuas—. Me pregunto si… pero no. —Meneó la cabeza—. No cambiará nada, ahora no.

Miró a Chiro y se dio cuenta, sin importarle, que ahora sus ojos estaban al mismo nivel. Chiro no era muy alto; no hacía muchos años, Keridil le sacaba la cabeza. Pero la edad había agostado su estatura del mismo modo que había agostado su mente. Sonrió con tristeza al adepto.

—Creo que por fin he perdido el talento que tenía, Chiro. Sabía que llegaría ese día, pero intenté resistir. Creo que fue un error.

—Keridil…

—No, no, escúchame y no intentes ser amable. Tengo ochenta y cuatro años y mis facultades empiezan a vacilar. —La sonrisa se tiñó de desprecio hacia sí mismo—. Soy muy consciente de que hace un momento le he dado a Carnon el nombre de un muerto, y también soy consciente de que he tenido otros lapsos parecidos en los últimos meses. Y esta noche me he enfrentado a la confirmación definitiva de mi declive —añadió, señalando las estatuas tras ellos—. Esta noche intenté celebrar un Rito Superior, algo que he hecho más veces de las que pueda recordar, pero esta vez no pasó nada. Ni trance, ni exaltación psíquica: nada. Se acabó, amigo mío. Mi capacidad como mago, mi poder… se acabó.

—Keridil —Chiro le cogió la mano y sintió la fragilidad apergaminada de su piel—, me apena oíros decir algo semejante. Sois un adepto de séptimo grado, el más alto…

—Ahora sólo de nombre, Chiro. Tu lealtad me conmueve, pero hay ocasiones en las que la lealtad debe ceder ante la razón. Ya no tengo la capacidad que un día poseí de invocar los poderes. Ya no puedo representar un papel útil en nuestras actividades ocultas. A partir de ahora alguien deberá representarme en todos los ritos del Círculo.

Chiro miró a Carnon en busca de ayuda, pero el médico no quiso devolverle la mirada. Sin saber qué hacer, Chiro dijo:

—¡Keridil, un fracaso no significa necesariamente que vuestros poderes os hayan abandonado!

—Oh, creo que sí. Y al menos en esto creo que puedo confiar en mi instinto.

El Sumo Iniciado se volvió otra vez para contemplar las siete estatuas. Desde el plinto central, los dos dioses supremos contemplaban en silencio la estancia. Los rasgos aquilinos y crueles, aunque con cierto toque de humor, de Yandros del Caos contrastaban fuertemente con la serenidad severa de Aeoris del Orden. Pero la atención de Keridil no se centraba en los dioses supremos. Estaba fija en la séptima y última escultura. Uno de los rostros de esta estatua tenía un cierto parecido con Yandros, pero los ojos eran más felinos, la boca más estrecha y la expresión más contemplativa. Lentamente, el Sumo Iniciado se acercó a la estatua y se quedó frente a ella, observando los inmóviles rasgos esculpidos.

—Le quitaste la vida —dijo, y su voz fue repentinamente más dura, la fragilidad reemplazada por el dolor y la ira—. Podrías reunirnos. Tienes ese poder. Pero mantienes tu silencio. Sesenta años y todavía guardas silencio, no importa lo que yo haga. Incluso esta noche, cuando pensé que por fin tendría una respuesta, no me has dicho nada; sólo has hecho que me dé cuenta de que no me queda ni poder ni fuerza para ni siquiera invocarte. ¿Es ésta tu última burla? ¿Ésta es tu venganza?

Chiro y Carnon no osaron mirarse. Aunque aquélla era la primera vez que ambos presenciaban los ritos privados de Keridil en el Salón de Mármol, sabían de ellos hacía tiempo y también conocían la amarga historia de Sashka, que había sido su prometida antes del Cambio. Su nombre nunca se pronunciaba en el Castillo, pero la historia de cómo —y por qué— había muerto no era ningún secreto. Keridil había vivido con aquel recuerdo desde entonces, pero nunca había podido borrar la esperanza, por fútil que fuera, de que un día los poderes del Caos, que se la habían arrebatado, le permitirían regresar. Y durante todos aquellos años no había deseado a otra mujer.

De pronto, los hombros del Sumo Iniciado se doblaron, como aceptando la derrota completa. Dio la espalda bruscamente a la estatua, y Carnon se adelantó con celeridad, porque parecía que el anciano fuera a perder el equilibrio y caer. Miró a Keridil al rostro, preocupado, y por un momento vio que éste no lo reconocía. Luego, en un instante, la mirada perdida del Sumo Iniciado se borró; parpadeó, sonrió, y Carnon se dio cuenta de que no recordaba lo que acababa de pasar.

—Carnon, ¿pasa algo? —preguntó Keridil.

—No…, nada. Estabais… —Carnon se aclaró la garganta—. Hablabais de asuntos del Círculo, de los ritos. —Dirigió una mirada admonitoria a Chiro para que éste no dijera nada.

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