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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (7 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Sí, madre.

—¿Está nevando?

—¿Nevando? Si sólo estamos en septiembre.

—Todas las estaciones son iguales para mí —contestó la mujer con una expresión de triste magnificencia—. Aquí, encerrada, no me entero de si es verano o es invierno. El Señor ha tenido a bien colocarme más allá de estas cosas.

Con su frío cabello gris y sus fríos ojos grises, su rostro hierático, tan rígido como los pliegues de su pétreo tocado, que estuviera fuera del alcance de las estaciones parecía una consecuencia lógica de estar fuera del alcance de cualquier emoción cambiante.

En la mesilla tenía dos o tres libros, un pañuelo, las gafas de acero que acababa de quitarse y un anticuado reloj de oro en una pesada caja doble. Sus ojos y los de su hijo se detuvieron a la vez sobre ese objeto.

—Veo que le llegó el paquete que le mandé a la muerte de mi padre, madre.

—Ya lo ves.

—Nunca había visto que mi padre mostrara tanta inquietud. Quería que recibiera usted este reloj.

—Lo guardo aquí en memoria de tu padre.

—No expresó su deseo hasta el final; cuando sólo tenía fuerzas para cogerlo y farfullar con poca claridad: «Tu madre». Un momento antes, pensaba que estaba desvariando, como llevaba haciendo varias horas (creo que no padeció en toda su breve enfermedad), y de repente lo vi volverse en la cama e intentar abrirlo.

—Entonces, ¿no deliraba cuando intentó abrirlo?

—No, en ese momento estaba en su pleno juicio.

La señora Clennam negó con la cabeza aunque no expresó con claridad si en una señal de despedida al fallecido o de negativa ante la opinión de su hijo.

—Tras la muerte de mi padre, abrí el reloj pensando que tendría algún tipo de memorándum. Pero no hace falta que le diga, madre, que no había otra cosa que el viejo papel de seda con dibujos que sin duda usted encontró en su sitio, entre las tapas, ahí donde yo lo encontré y lo dejé.

La señora Clennam asintió; después dijo:

—No hablemos de negocios en un día como hoy —y luego añadió—: Affery, son las nueve.

Al oír eso, la anciana recogió la mesita, salió de la habitación y regresó en seguida con una bandeja en la que había un plato de tostadas y una pequeña porción de mantequilla fresca, simétrica, blanca y esponjosa. El viejo, que no se había movido de la puerta, contemplando a la madre en el piso de arriba igual que había contemplado al hijo en el piso de abajo, salió al mismo tiempo y, tras una ausencia algo mayor, regresó con otra bandeja con una botella de oporto casi llena (que, a juzgar por el jadeo, traía del sótano), un limón, un azucarero y una caja de especias. Con esos materiales y la ayuda de la tetera, llenó un vasito con una mezcla caliente y aromática, medida y preparada con la misma precisión que si se tratara de una receta del médico. La señora Clennam mojó en la mezcla algunas de las tostadas y se las comió; mientras tanto, la anciana ponía mantequilla en otras que se comería sin acompañamiento. Cuando la inválida se hubo comido todas las tostadas y hubo bebido toda la mezcla, retiraron las dos bandejas y volvieron a colocar los libros, la vela, el reloj, el pañuelo y las gafas. Entonces se puso las gafas y leyó en voz alta varios pasajes de un libro —con firmeza, ferocidad e incluso ira— orando para que sus enemigos (con su tono y actitud los hacía totalmente suyos) fueran pasados por la espada, consumidos por el fuego, devorados por la peste y la lepra, para que sus huesos quedaran reducidos a polvo y fueran totalmente exterminados. Mientras leía, para su hijo los años iban retrocediendo como si fuera un sueño, y se cernieron sobre él los viejos horrores de lo que habían sido los preparativos habituales antes de irse a dormir.

La mujer cerró el libro y estuvo un rato con el rostro oculto por una mano. Lo mismo hizo el anciano, que seguía impasible; y eso mismo hizo también, probablemente, la anciana que se encontraba en la parte más oscura de la habitación. Después, la mujer enferma estuvo ya dispuesta para irse a la cama.

—Buenas noches, Arthur. Affery se ocupará de acomodarte. Tócame con cuidado porque tengo la mano muy sensible.

Tocó la envoltura de estambre de la mano —como si no fuera nada: si su madre hubiera estado envuelta en bronce no habría habido mayores barreras entre ellos— y siguió a los ancianos hacia el piso inferior.

La mujer le preguntó, cuando estuvieron solos en las densas sombras del salón, si quería algo de cena.

—No, Affery, nada de cena.

—Como quiera —dijo Affery—. En la despensa está la perdiz de mañana, la primera de este año. Diga una palabra y se la preparo.

No, no hacía mucho que había cenado y no quería comer nada más.

—Entonces, beba algo —dijo Affery—. Puede beber de su botella de oporto, si quiere. Diré a Jeremiah que me ha ordenado que se la traiga.

—No, tampoco me apetece.

—No hay motivo, Arthur —dijo la anciana, inclinándose hacia él para susurrar— para que les tenga un miedo feroz aunque yo se lo tenga. La mitad de los bienes son suyos, ¿verdad?

—Sí, sí.

—Entonces, no se acobarde. Usted es listo, ¿verdad, Arthur?

Éste asintió, ya que ella parecía esperar una afirmación.

—Entonces, ¡plántese! Ella es listísima y sólo una persona lista puede dirigirle la palabra. Él también es listo, listísimo, y le da la réplica cuando quiere, claro que sí.

—¿Su marido le contesta?

—¿Que si lo hace? Me pongo a temblar de pies a cabeza cuando le contesta. Mi marido, Jeremiah Flintwinch
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, es capaz de derrotar incluso a su madre. ¡Mire si es listo!

El rumor de los pasos del aludido, arrastrando los pies, hizo que la mujer se retirara al otro extremo de la habitación. Aunque era una anciana alta, poco agraciada y nervuda, que en su juventud podría haberse alistado en la infantería sin correr grave riesgo de que la descubrieran, se derrumbaba ante aquel anciano de ojos vivos y aire de cangrejo.

—Venga, Affery —dijo éste—, mujer, ¿qué estás haciendo? ¿No eres capaz de encontrar algo de comer para el señorito Arthur?

El señorito Arthur volvió a repetir que no deseaba tomar nada.

—Bien, entonces —dijo el anciano—. Hazle la cama, espabila.

Tenía el cuello tan torcido que los extremos de los lazos del pañuelo blanco que llevaba ahí anudado le rozaban una de las orejas; su mordacidad y su energía naturales, siempre en lucha con la costumbre impuesta de la represión, daban a sus rasgos una expresión hinchada y contenida; en conjunto, tenía un curioso aspecto, como si se hubiera ahorcado en algún momento de su vida, alguien hubiera cortado la cuerda a tiempo y, desde entonces, no hubiera cambiado de postura.

—Mañana tendrán una conversación amarga, Arthur, usted y su madre —dijo Jeremiah—. Aunque hemos dejado que sea usted quien se lo diga, su madre sospecha que ha abandonado el negocio a la muerte de su padre y no lo dejará pasar así como así.

—He renunciado a todas las cosas de la vida por el negocio y ahora ha llegado el momento de dejarlo.

—¡Estupendo! —exclamó Jeremiah, que sin duda quería decir «qué desastre»—. ¡Muy bien!, pero no seré yo quien medie entre usted y su madre, Arthur. Ya medié entre su madre y su padre, esquivé golpes de uno y de otro hasta que me aplastaron entre los dos: ya me he cansado de hacerlo.

—Nunca le pediré que lo haga por mí, Jeremiah.

—Bien, me alegra oírlo porque me habría negado si me lo hubiera pedido. Como dice su madre, ya hemos hablado más que suficiente de estos asuntos, teniendo en cuenta que es día de guardar. Affery, mujer, ¿has encontrado ya lo que necesitas?

La mujer había estado buscando sábanas y colchas en un armario y se apresuró a cogerlos y a contestar:

—Sí, Jeremiah.

Arthur Clennam la ayudó llevando la carga, deseó buenas noches al anciano y subió con ella hasta lo alto de la casa.

Subieron y subieron a través del olor a moho típico de una vieja casa cerrada y poco habitada hasta un gran dormitorio en la buhardilla. Sobria y austera, como las demás habitaciones, era todavía más fea y triste que ellas, ya que hacía las veces de trastero de muebles viejos. Estaba amueblada con sillas feas y viejas con asientos desgastados, y otras sillas, también feas y viejas, sin ningún asiento; una alfombra ajada a la que se le había borrado el dibujo, una mesa maltrecha, un armario lisiado, un juego de hierros de chimenea que parecían el esqueleto de otro juego fallecido, un aguamanil sobre el que parecía haber caído durante años una lluvia de espuma sucia, y un catre con cuatro postes descarnados terminados en una punta de lanza, como preparados para acoger a inquilinos deseosos de empalarse. Arthur abrió la ventana larga y baja, y se asomó para contemplar el viejo bosque de chimeneas ennegrecido y quemado, y el viejo resplandor rojizo del cielo, que en otros tiempos le había parecido el reflejo nocturno del ardiente entorno que, en su imaginación infantil, lo rodeaba por todas partes, mirara por donde mirara.

Metió la cabeza, se sentó junto a la cama y observó cómo Affery Flintwinch la preparaba.

—Affery, cuando yo me fui no estabas casada.

Ésta frunció los labios como para decir «no», negó con la cabeza y empezó a meter una almohada en su funda.

—¿Y cómo fue?

—Cosas de Jeremiah, claro —dijo Affery, con un extremo de la funda de almohada entre los dientes.

—Claro, fue él quien lo propuso, pero ¿cómo fue? Habría dicho que ninguno de los dos quería casarse y menos todavía el uno con el otro.

—Y yo también lo habría dicho —dijo la señora Flintwinch, atando con fuerza las cintas de la funda.

—A eso me refería, ¿cómo es que cambiaste de opinión?

—Nunca cambié de opinión —dijo la señora Flintwinch.

Colocó la almohada en su sitio, junto al cabezal y, al ver que Arthur seguía mirándola como si esperara que acabara de responder, dio un fuerte golpe en el centro, y dijo:

—¿Y cómo iba a evitarlo?

—¿Que cómo ibas a evitar casarte?

—Claro —dijo la señora Flintwinch—. No fue cosa mía, a mí no se me habría ocurrido nunca nada semejante. Ya tenía cosas que hacer para pensar en eso. Ella no paraba de decirlo cada vez que podía, y él también, y entonces podía mucho.

—¿Y qué?

—¿Y qué? —repitió la señora Flintwinch—. Eso es lo que me digo, ¿y qué? ¿De qué sirve preguntárselo? Si dos personas tan listas como ellos han tomado una decisión, ¿qué puedo yo hacer? Nada.

—Entonces, ¿fue idea de mi madre?

—Que Dios lo bendiga, Arthur, y perdone mis deseos —exclamó Affery pero sin dejar de hablar en voz baja—. Si no se hubieran puesto de acuerdo, ¿cómo podría haber sucedido? Jeremiah nunca me cortejó ¿cómo iba a hacerlo después de vivir en la casa conmigo y darme órdenes durante años? Un día me dijo: «Affery —me dijo—: Voy a decirte una cosa, ¿qué te parece el apellido Flintwinch?». «¿Que qué me parece?», le pregunto. «Sí» —dijo—, porque te vas a llamar así», dijo. «¿Que me voy a llamar así?, —digo yo—. ¿Jeremiah?» Oh, ¡qué listo es!

La señora Flintwinch extendió la sábana superior sobre la cama y encima puso la manta y la colcha, como si hubiera terminado la historia.

—¿Y qué más? —repitió Arthur.

—¿Y qué más? —repitió la señora Flintwinch de nuevo—. ¿Cómo iba a evitarlo? Me dijo: «Affery, tú y yo tenemos que casarnos, y te diré por qué. La señora tiene mala salud y requiere atención constante en su dormitorio, y tendremos que estar mucho con ella, y nadie más la cuidará cuando no estemos, y así será lo más conveniente. Ella opina lo mismo que yo —dijo—. Así que si te pones la capota el próximo lunes a las ocho de la mañana, liquidamos el asunto».

La señora Flintwinch remetió la cama.

—¿Y qué más?

—¿Y qué más? —repitió la señora Flintwinch—. Pues muy bien, me siento y le digo: «¡Bien!». Entonces Jeremiah me contesta: «En cuanto a las amonestaciones, el próximo domingo se cumplen las tres semanas, ya que las primeras las hice anunciar hace quince días, por ese motivo he elegido el lunes. Ella te hablará de todo esto, y ahora ya te encontrará preparada, Affery». Ese mismo día, ella habló conmigo y me dijo: «Así pues, Affery, creo que tú y Jeremiah os vais a casar. Me alegro y tú también tienes motivos para alegrarte. Es una buena cosa para ti y a mí me conviene mucho, dadas las circunstancias. Es un hombre sensato, digno de confianza, perseverante y piadoso». ¿Qué iba a decir yo llegados a este punto? Si en lugar de casarme me hubieran ahogado —la señora Flintwinch elaboró con gran esfuerzo esta última frase—, tampoco habría podido resistirme a esas personas tan listas.

—Me lo creo, desde luego.

—Puede usted creerlo, Arthur.

—Affery, ¿quién era esa muchacha que estaba en la habitación de mi madre hace un rato?

—¿Muchacha? —contestó la señora Flintwinch con voz más aguda.

—No me cabe duda de que vi a una joven cerca de usted, casi escondida en la oscuridad.

—Ah, ¿ella? Es la pequeña Dorrit. No es nada, es un capricho de ella —Affery Flintwinch nunca se refería a la señora Clennam por su nombre—. Pero hay otra joven por ahí, ¿ha olvidado usted a su antiguo amor? Claro que fue hace mucho tiempo.

—Sufrí demasiado por la separación que impuso mi madre para olvidarla. La recuerdo muy bien.

—¿Tiene otra enamorada?

—No.

—Entonces, eso será para usted una noticia. Ahora está bien situada y es viuda, y si quiere cortejarla, puede.

—¿Y cómo lo sabes, Affery?

—Esos dos tan listos han estado hablando de eso… ¡Oigo a Jeremiah en las escaleras! —dijo, y desapareció al instante.

La señora Flintwinch había introducido el último hilo en la red que la imaginación de Arthur tejía laboriosamente en aquel viejo taller donde una vez se había instalado el telar de su juventud. La etérea locura de un amor juvenil se había abierto camino hasta en una casa como aquélla, y Arthur se había sentido tan desgraciado por aquel amor sin esperanza como si la casa fuera un castillo romántico. Apenas una semana antes, en Marsella, el rostro de la jovencita de la que se había separado con pesar había despertado en él un interés insólito y cierta ternura debido a un parecido, real o imaginario, con ese primer rostro que lo había arrancado de su triste vida y conducido hacia las brillantes glorias de la imaginación. Se recostó en el alféizar de la ventana larga y baja y, contemplando de nuevo el bosque ennegrecido de chimeneas, empezó a soñar: ésa había sido la tendencia habitual de su vida de adulto —tan pocas cosas tenía en que pensar, tantas cosas podrían haber ido mejor, tantas haberle procurado reflexiones más felices— y lo había convertido, al final, en un soñador.

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