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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La Nochevieja de Montalbano (8 page)

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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—Señor comisario, ¿me aclara una duda antes de que me vaya? ¿Por qué nuestra reconstrucción de los hechos no funciona?

—Porque Firetto estaba comiendo sentado, de cara a la puerta. Si alguien hubiera entrado, lo habría visto y habría reaccionado. Pero aquí en la habitación todo está en orden, no hay la menor señal de lucha.

—¿Y qué? A lo mejor el primer hombre entró apuntando con un arma a Giacomo y, sin dejar de apuntarlo, le ordenó que no se moviera mientras el segundo rodeaba la mesa y le pegaba un tiro en la nuca.

—¿Y tú crees que un tipo como Giacomo Firetto, por lo que vosotros me habéis dicho, es capaz de dejarse matar mientras permanece inmóvil, muerto de miedo? A la desesperada, algo habría intentado hacer. Hala, buenas noches.

Los oyó cerrar la puerta, los oyó afanarse en colocar los sellos (un trozo de papel con un timbre y unos garabatos encima, fijado a una jamba con dos trocitos de cinta adhesiva), los oyó pegar brincos y soltar maldiciones en el establo mientras atendían al asno (por lo visto, el animal no quería ningún trato con dos extraños), los oyó poner en marcha el vehículo y alejarse. Y se quedó quieto junto a la mesa, en medio de la más absoluta oscuridad. A los pocos segundos, percibió el rumor de la lluvia que estaba empezado a caer otra vez.

Se quitó la chaqueta, la corbata que se había tenido que poner para asistir a la reunión palermitana, y la camisa, y se quedó desnudo de cintura para arriba. Con la linterna en la mano, se acercó directamente al horno, cogió el trozo de hojalata que cubría la boca y lo apoyó en el suelo procurando no hacer ruido, introdujo el brazo en el horno y pulsó el botón de la linterna. Después introdujo también todo el tronco, poniéndose de puntillas. Giró el torso y se quedó apoyado de espaldas al suelo, con la mitad del cuerpo en el interior del horno, y el trasero, las piernas y los pies fuera. Le cayó un poco de hollín en los ojos, pero aun así pudo ver el revólver pegado al techo del horno, justo detrás de la boca, con dos tiras de cinta de embalaje que brillaron a la luz. Apagó la linterna, colocó el trozo de hojalata de nuevo en su sitio, se limpió lo mejor que pudo con el pañuelo, se volvió a poner la camisa y la chaqueta y se guardó la corbata en el bolsillo.

Después se sentó en una silla que estaba casi delante de los dos hornillos. Y entonces, pero no sólo para pasar el rato, el comisario empezó a pensar en algo que había leído unos días atrás. Sostiene Pessoa, por boca de uno de sus personajes, el investigador Quaresma, que si alguien, al pasar por una calle, ve a un hombre tirado en la acera, instintivamente se pregunta: ¿por qué razón este hombre se ha caído aquí? Pero, sostiene Pessoa, eso ya es un razonamiento erróneo y, por consiguiente, una posibilidad de error efectivo. El que pasa por la calle no ha visto caer al hombre en aquel lugar, lo ha visto ya en el suelo. No es un hecho que el hombre se haya caído allí. Lo que sí es un hecho es que el hombre se encuentra en el suelo. Puede que se haya caído en otro sitio y lo hayan trasladado a la acera. Pueden ser muchas otras cosas, sostiene Pessoa.

Y, por tanto, ¿cómo explicarles a Fazio y a Gallo que lo único cierto en aquel asunto, aparte del muerto, era que Antonio Firetto no se encontraba en el lugar del crimen en el momento en que ellos habían llegado? Que se lo hubieran llevado los asesinos de su hijo no era un hecho, sino un razonamiento erróneo.

Después le vino a la mente otro ejemplo que reforzaba el primero. Sostiene Pessoa, siempre por medio de Quaresma, que, si un señor, mientras fuera está lloviendo y él se encuentra en el salón, ve entrar en la habitación a un hombre chorreando agua, inevitablemente tiende a pensar que el visitante lleva la ropa mojada porque ha estado bajo la lluvia. Pero este pensamiento no se puede considerar un hecho, pues el señor no ha visto con sus propios ojos al visitante en la calle bajo la lluvia. Podría ser, por el contrario, que le hubieran echado encima un barreño lleno de agua en el interior de la casa.

Entonces ¿cómo explicarles a Fazio y Gallo que un mafioso «ejecutado» con un certero disparo en la nuca no es necesariamente víctima de la propia mafia a causa de un error, de un principio de arrepentimiento?

Sostiene también Pessoa...

Ya no supo qué otra cosa estaba sosteniendo Pessoa en aquel momento. El cansancio del día le cayó encima de golpe como una capucha que añadiera más oscuridad a la que ya reinaba en la habitación. Inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó dormido, pero, antes de hundirse en el sueño, consiguió darse una orden a sí mismo: procura dormir como los gatos. Con el sueño ligero de los gatos, que parecen profundamente dormidos pero que, al mínimo peligro, pegan un brinco y se colocan en posición de defensa. No supo cuánto tiempo permaneció dormido con la ayuda del constante acompañamiento de la lluvia. Se despertó de golpe, exactamente igual que un gato, a causa de un leve ruido en la puerta de entrada. Podía ser cualquier animalillo. Después oyó girar una llave en la cerradura y abrirse cuidadosamente la puerta.

Se puso rígido. La puerta se volvió a cerrar. No la había visto abrirse ni volver a cerrarse, no había observado la menor alteración en la muralla de densa oscuridad, tanto fuera como dentro de la casa. El hombre había entrado, pero se había quedado inmóvil junto a la puerta. El comisario tampoco se atrevía a moverse por temor a que hasta su respiración lo pudiera traicionar. ¿Por qué no se adelantaba? A lo mejor el hombre olfateaba una presencia extraña en el interior de la casa, como un animal que regresa a su madriguera. Al final, el hombre dio dos pasos en dirección a la mesa y se detuvo. El comisario se tranquilizó; si hubiera sido necesario, habría podido levantarse de un salto de la silla y agarrarlo. Pero no hizo falta.


Cu si?
—preguntó una voz de anciano, baja y firme.

«¿Quién eres?» Lo había olfateado de verdad, una sombra extraña entre la masa de sombras que llenaban la habitación, en cuyo interior ya sabía distinguir, por una vieja costumbre, lo que estaba en su sitio y lo que no. Montalbano se encontraba en desventaja: por mucho que se hubiera grabado en la mente la situación de todas las cosas, comprendió que el otro habría podido cerrar los ojos y moverse con entera libertad mientras que él, de manera absurda, sentía la necesidad, precisamente en medio de aquella espesa oscuridad, de mantener los ojos abiertos.

Comprendió también que hubiera sido un error irreparable pronunciar en aquel momento la palabra equivocada.

—Soy comisario. Soy Montalbano.

El hombre no se movió y no dijo nada.

—¿Sois Antonio Firetto?

El tratamiento de «vos» había brotado espontáneamente de sus labios en aquel tono especial de consideración, si no de respeto.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hacía que no veíais a Giacomo?

—Cinco años. ¿Usía me cree?

—Os creo.

Por consiguiente, durante todo el período de clandestinidad, su hijo no había aparecido por allí. Quizá no se atrevía.

—¿Y por qué vino ayer?

—El porqué no lo sé. Estaba cansado, muy cansado. No vino en coche, vino a pie. Entró, me abrazó, se tumbó en la cama sin quitarse los zapatos. Después se despertó y me dijo que tenía apetito. Entonces me di cuenta de que iba armado, había dejado un revólver sobre la mesita de noche. Yo le pregunté por qué iba armado y él me contestó que podía tener malos encuentros. Y se echó a reír. Y a mí se me heló la sangre en las venas.

—¿Por qué se os heló la sangre?

—Por su manera de reírse, señor comisario. Ya no nos dijimos nada más, él se quedó tumbado en la cama y yo me vine aquí para prepararle de comer. Sólo para él, yo no podía, notaba una mano de hierro que me apretaba la boca del estómago.

Interrumpió sus palabras y lanzó un suspiro. Montalbano respetó su silencio.

—La risa me retumbaba en la cabeza —añadió el anciano—. Era una risa que hablaba, que me contaba toda la verdad sobre mi hijo, la verdad que yo jamás había querido creer. Cuando las patatas estuvieron listas, lo llamé. Él se levantó, entró aquí, dejó el revólver encima de la mesa y se puso a comer. Y entonces yo le pregunté: «¿A cuántos cristianos has matado?» Y él, tan fresco como si estuviéramos hablando de hormigas: «A ocho». Y después dijo una cosa que no tenía que haberme dicho: «Hasta a un chaval de nueve años». Y siguió comiendo. ¡Virgencita santa, siguió comiendo! Entonces yo cogí el revólver y le pegué un tiro en la cabeza. Un solo disparo, como se hace con los condenados a muerte.

«Ejecutado», había dicho Fazio. Y había dicho bien.

Esta vez la pausa fue muy larga. Después habló el comisario.

—¿Por qué habéis vuelto?

—Porque me quiero matar.

—¿Con el revólver que habéis escondido en el horno?

—Sí, señor. Era el de mi hijo. Falta una bala.

—Habéis tenido todo el tiempo necesario para mataros. ¿Por qué no lo habéis hecho enseguida?

—Me temblaba demasiado la mano.

—Os podíais ahorcar en un árbol.

—Yo no soy Judas, señor comisario.

Muy cierto, no era Judas. Y no podía arrojarse a un pozo como un desesperado. Era un poeta que no había querido ver la verdad hasta el final.

—Y ahora ¿qué hará? ¿Me detendrá?

Una vez más, la voz baja y firme, sin temblor.

—Debería hacerlo.

El viejo se movió con gran rapidez, pillando por sorpresa al comisario. En la oscuridad, Montalbano oyó caer al suelo el trozo de hojalata que cerraba la boca del horno. Ahora el viejo sostenía con toda seguridad el revólver en la mano y lo estaba apuntando con él. Pero el comisario no tenía miedo, sabía que sólo había que interpretar un papel. Se levantó muy despacio, pero, en cuanto estuvo de pie, experimentó una especie de sensación de vértigo, un cansancio hecho de losas de cemento que lo estaban sepultando.

—Estoy apuntando a usía —dijo el viejo—. Y le ordeno que salga inmediatamente de esta casa. Quiero morir aquí, con un disparo del revólver de mi hijo. Sentado en el mismo sitio donde yo le pegué un tiro a él. Si usía es un hombre, lo comprenderá.

Montalbano se encaminó lentamente hacia la puerta, la abrió y salió. Había dejado de llover. Y estaba seguro de que no encontraría a nadie que se ofreciera a llevarlo a Vigàta.

Un caso de homonimia

—¿Quieres hacer el favor de explicarme mejor esta historia? —preguntó enfurecido Montalbano.

En el otro extremo de la línea, en Boccadasse-Génova, la voz de Livia adquirió repentinamente un tono helado.

—A mí no me grites. No hay ninguna historia que explicar. Una amiga mía muy querida, a la que conozco desde que éramos niñas, me ha invitado a pasar con ella las vacaciones de Navidad, eso es todo.

—Pero ¿qué me estás diciendo? ¡Si os vais a Nueva York!

—¿Y qué? Pasaremos las Navidades en Nueva York, en casa de su hermano, que vive allí.

—¡Habrías podido pasarlas conmigo! Yo habría subido o tú bajado.

—¡Vamos, no me hagas reír, Salvo! ¿Cuántos años hace que estamos juntos? Bastantes, ¿verdad? ¿Y cuántas Navidades hemos celebrado bajo el mismo techo?

—No sé, no me acuerdo en este momento.

—Yo te refrescaré la memoria: sólo una.

—No ha sido culpa mía.

—Ni tampoco mía. Mira, Salvo, se me ha ocurrido una idea: ¿por qué no te vienes conmigo?

—¿Adónde?

—¿Cómo que adónde? A Nueva York.

—¿Yo, a Nueva York? Ni aunque me peguen un tiro.

—Pues entonces, vamos a ver. Yo voy con mi amiga, regreso a Boccadasse el 27, al día siguiente cojo un avión y voy a verte a Vigàta. ¿Te parece bien así?

—Una cosa es Navidad y otra Nochevieja.

—Salvo, ¿sabes qué te digo? Ya estoy harta. Ya te he dado el número de Nueva York: si quieres hablar conmigo, me llamas.

—Yo no puedo tirar el dinero.

—¿Ahora también te has vuelto tacaño? Dicen que, en Navidades, se podrá hacer una llamada intercontinental de veinte minutos y pagar sólo diez. O algo así. Infórmate.

—Feliz Navidad —dijo Montalbano apretando los dientes.

—Nada de eso. Me tienes que felicitar de palabra la víspera o el mismo día de Navidad —dijo Livia, inflexible. Y colgó el teléfono.

Y, de esta manera, por puro masoquismo, aceptó la invitación de su amigo el subjefe superior Valente, que estaba al frente de una comisaría del extrarradio de Palermo, de pasar la Navidad con él. Puro masoquismo porque la mujer de Valente, Giulia, una ligur de Sestri que tenía la misma edad de Livia, guisaba (pero ¿se podía utilizar ese verbo en aquel caso concreto?) como hacen los niños que mezclan en un cuenco migas de pan, azúcar, pimientos, harina y todo lo que tienen a mano, y después te lo ofrecen diciendo que te han preparado la comida. Mientras detenía el automóvil delante del hotel que había elegido, comprendió que lo que él había llamado masoquismo era, en realidad, un acto de expiación por haber sido tan grosero con Livia. Le había dicho a Valente que llegaría el 24 por la mañana: pero, en realidad, tenía el proyecto de pasar la noche del 23 paseando por las calles de Palermo sin obligación de hablar con nadie. Sin embargo, había olvidado que, por Navidad, a la gente le asalta la manía de hacer regalos, por lo que las tiendas estaban todas profusamente iluminadas, las calles rebosaban de gente y los textos de los adornos navideños deseaban paz y felicidad. Estuvo una hora paseando y eligió cuidadosamente una ruta lo más alejada posible de las actividades comerciales, pero hasta en los callejones más miserables había siempre alguna tiendecita con el escaparate adornado con luces intermitentes de colores. A traición, sin comprender ni el porqué ni el cómo, se sintió invadido por una profunda sensación de tristeza. Recordó unas Navidades de cuando él, siendo muy pequeño... Ya basta. Decidió ponerle remedio inmediatamente. Apuró el paso y llegó finalmente a una
trattoria
a la que solía ir siempre que se encontraba en Palermo. Entró y vio que era el único cliente. El propietario y camarero del establecimiento, siete mesitas en total, se llamaba don Peppe. Su mujer se encargaba de la cocina y sabía hacer las cosas como Dios manda. Don Peppe conocía a Montalbano por su nombre y apellido, pero ignoraba su profesión: de haberla conocido, tal vez se habría mostrado menos extravertido, pues su local era lugar de encuentro de personas no del todo de fiar.

Tras haberse zampado con los ojos entornados de placer un plato de rollitos de berenjenas con pasta y requesón rallado, estaba esperando el segundo cuando don Peppe se le acercó.

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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