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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

La legión del espacio (9 page)

BOOK: La legión del espacio
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Desde el conducto transversal, la luz brilló fugazmente y se proyectó contra la pared. John Star se orientó por ella y se agazapó detrás del recodo, respirando de la forma más silenciosa posible. Hal Samdu lo alcanzó, y él lo instó a permanecer callado, presionando al gigante con el pie.

Oyó la quejumbrosa voz de Giles Habibula que llegaba desde muy atrás:

—¡Un bendito segundo, nada más! ¡Por amor a la vida! ¡Ah!, un pobre soldado viejo, enfermo y tullido como yo, encarcelado e injustamente sentenciado a morir como infame traidor, abandonado por sus camaradas y atrapado como una rata moribunda en este maloliente agujero…

La luz volvió a brillar, esta vez muy cerca. El hombre que encabezaba la columna salió del túnel lateral. John Star le cogió por el brazo y lo atrajo hacia sí.

Fue una lucha en la oscuridad porque el tubo de luz se había apagado al caer. Una batalla feroz: el guardia desconocido defendía su vida, y John Star algo más que la suya. Y fue breve. Concluyó antes de que el segundo hombre de la columna pudiera llegar al pasaje transversal.

John Star se había capacitado en la Academia de la Legión. Conocía todos los puntos débiles del organismo humano. Conocía la torsión que quiebra un hueso, el impacto que tritura el nervio, la llave que mata al adversario con su propia fuerza. Era menudo de cuerpo, pero el entrenamiento de la Legión le había dado la dureza, la velocidad y la seguridad necesarias para enfrentarse, ahora, a la Legión.

Al principio, el otro hombre intentó emplear la pesada pero diminuta arma de protones que empuñaba en la mano derecha, y entonces comprobó que le habían fracturado la muñeca. Luego, contraatacó en las tinieblas, con la mano izquierda, y su propia embestida lo proyectó contra la pared del túnel. Se volvió, intentó volver a arremeter y se rompió el cuello. Eso fue todo.

Cuando el tercer hombre encendió su linterna, para indagar dónde tenía lugar la lucha, John Star ya tenía apuntada el arma de protones que el primer guardia había dejado caer.

La descarga de protones, un chorro fino, abrasador, de electricidad pura, era capaz de fundir el metal, inflamar los combustibles y electrocutar la carne. Era un delgado estilete asesino de fuerte incandescencia violeta, no un juguete.

Todo sucedió en una fracción de segundo.

Los otros hombres tenían armas similares, también preparadas. Pero debieron vacilar un momento, deteniéndose para apuntar. John Star no esperó.

Y cinco hombres murieron en el túnel. Los tres primeros por el contacto directo del rayo, y los otros dos electrocutados por la corriente que condujo el aire ionizado. No, la pistola de protones no era un juguete, y John Star había tirado con fuerza de la palanca para agotar toda la energía en una sola descarga pavorosa.

La deslumbrante llama violeta se extinguió y en el conducto volvió a reinar la oscuridad. Silencio. Olor picante a ozono en el aire por la acción del rayo. Olor acre de carne abrasada y tela chamuscada.

La idea de aquellas vidas bruscamente destrozadas horrorizó a John Star. Era la primera vez que utilizaba las artes marciales que había aprendido. Nunca había matado a un hombre. De pronto, desfalleciendo, se puso a temblar.

—¿John? —susurró Hal Samdu, en tono incierto.

—Estoy… estoy bien —balbució, y trató de recuperar la compostura. No le había quedado otra alternativa. Había tenido que matar, y sin duda tendría que volver a hacerlo. Unas pocas vidas, se dijo, no significaban nada en comparación con la seguridad del Palacio Verde…, murmuró otra parte de su ser, con la salvación de Aladoree.

Tanteó débilmente el piso, buscando el tubo de luz caído.

—Los guardias…

—¡Están todos muertos! —respondió con voz opaca—. Los maté… a todos.

—¿Tienes una pistola de protones? —preguntó Hal Samdu, sin entender su espanto.

—¡Muertos! —Pero la pregunta lo hizo volver a la realidad del momento—. Sí. Aunque ha quedado inutilizada hasta que encuentre otro elemento para cargarla. Se agotó.

Hizo un esfuerzo y registró el cuerpo caído a sus pies. No encontró un elemento de repuesto y se acercó a los otros hombres que había matado el rayo. Jay Kalam se adelantó.

—¿Utilizaste la descarga de protones? ¿Con la potencia máxima? Entonces será inútil buscar armas, o tubos de luz. Todos los dispositivos eléctricos estarán quemados.

Encontró otra pistola de protones, semifundida, oliendo a aisladores, quemados. Todavía estaba tan caliente que le chamuscó los dedos.

Oyó que desde un punto muy lejano del túnel, en dirección a la prisión, llegaba una voz de mando. El parpadeo de una luz lo puso sobre aviso.

—Vienen otra vez. Debemos seguir adelante. Esta vez hacia la izquierda.

Giles Habibula se acercó ruidosamente. Tropezó con Jay Kalam, gimiendo:

—¡Ya era hora de que descansáramos! Ya he perdido cinco endemoniados kilos arrastrándome por estas inmundas e interminables ratoneras. Con este calor…

—¡En marcha! —respondió Hal Samdu—. ¡Tendrás más calor cuando una descarga de protones te alcance en el trasero!

Siguieron avanzando, respirando con dificultad, nuevamente desarmados, exceptuando la pistola de protones inutilizada, y todavía en tinieblas. Corriendo a cuatro patas. Recibiendo golpes dolorosos de los remaches y cantos vivos.

—Éste es un sucio juego de gatos y ratones —se lamentó Giles Habibula.

John Star, que en ese momento encabezaba la columna, anunció de súbito:

—¡Otro conducto! Más grande. Va hacia arriba y hacia abajo.

—¡Hacia arriba, entonces! —dijo Jay Kalam—. La toma de aire tiene que estar arriba. Probablemente sobre el techo.

Escalaron unos frágiles peldaños de metal, en medio de la densa y angustiosa oscuridad.

—¡El techo! —susurró John Star, de pronto—. ¿Podremos llegar hasta la pista de aterrizaje, en lo alto de la torre? Allí hay naves.

—Es posible que sí —respondió Jay Kalam—. Pero tendremos que pasar antes por los ventiladores, lo cual resultará fácil… si no los ponen en marcha. Además, en la pista de aterrizaje hay guardias y no tenemos armas.

Subieron por una interminable escalera, atravesando tinieblas por las cuales no se filtraba ni un rayo de luz. Les costaba trabajo respirar. Los músculos protestaban bajo el dolor de la fatiga. Las manos, despellejadas, dejaban huellas de sangre sobre los peldaños.

Giles Habibula, que estaba un poco rezagado y resoplaba ruidosamente, aún encontró aliento para quejarse.

—¡Ah!, el pobre viejo Giles se muere por un trago. Necesita un bendito sorbo de vino para seguir viviendo. Su querida garganta está reseca como el cuero. Pobre viejo Giles… Cojo, débil y enfermo viejo Giles Habibula… Ya no puede soportar esto. ¡Trepando hasta sentirse convertido en un endemoniado mono mecánico!

—He contado los peldaños —dijo por fin Jay Kalam con serenidad, rompiendo el silencio de aquel infinito y atormentado esfuerzo—. Debemos estar en la torre.

Bruscamente, una violenta corriente de aire les azotó el cuerpo.

—¡Otra vez los ventiladores! —masculló John Star—. Me pregunto por qué…

Pronto lo comprendió. El viento descendente cobró más fuerza. Se convirtió en una tempestad, en un huracán aullante. Bramaba en sus oídos con voces demoníacas. Les arrancaba la ropa del cuerpo. Tiraba de ellos como manos brutales, los aporreaba con golpes feroces.

—Tratan… de hacernos caer… la escalera —gritó Jay Kalam, por encima de aquel rugido—. Sube… haz algo para detener… esos ventiladores.

El viento se llevó su voz.

John Star siguió trepando, contra el azote inexorable del aire rugiente, debatiéndose contra el frenético empuje. Doblados por la presión, los endebles peldaños de metal vibraban. Sistemática y dolorosamente, ganó terreno en lucha contra el vendaval.

Al fin oyó otro ruido, que dominaba el aullido del aire: el chirrido de engranajes, el rumor de grandes aspas giratorias. El ronroneo de los ventiladores, peligro mortal en medio de la oscuridad.

Centímetro a centímetro, subió dificultosamente hasta lo alto de la escalera estremecida. Allí había una ancha plataforma de barrotes de metal que el viento hacía vibrar. Se detuvo dispuesto a entablar la partida con la muerte. En algún lugar de las tinieblas, sobre su cabeza, giraban velozmente las descomunales aspas, y comprendió que no se detendrían ni después de partirle el cráneo y desparramar sus sesos.

Avanzo con precaución, tanteando el terreno. Por fin estuvo fuera del cono de viento y pudo moverse con más facilidad, aunque de vez en cuando le azotaban ráfagas súbitas y demenciales. Eran como manos diabólicas que lo empujaban hacia las paletas giratorias invisibles.

Avanzó hacia el chirrido de los engranajes. Exploró con dedos cautelosos el marco de la máquina y trató de formarse una imagen mental de ella. Finalmente encontró el extremo de un eje rotatorio y tanteó tres veces, lenta y cuidadosamente, pero en vano, con la pesada y diminuta arma.

Al fin sintió cómo los dientes de metal se la arrebataban de la mano. El ronroneo cesó. Los engranajes rugieron y chirriaron. Trituraron metal y escupieron ferozmente los fragmentos. Y se rompieron. El motor descompuesto lanzó un breve gemido de cólera.

Silencio. Paz. Las invisibles paletas aminoraron su velocidad hasta detenerse. El aire enloquecido se aquietó. Star esperó en la oscuridad respirando con fatiga, dejando descansar los músculos, mientras los demás trepaban hasta donde él se hallaba.

—Ahora, a la toma de aire —les urgió Jay Kalam, en voz baja—. ¡Antes de que vengan!

—Esperad un endemoniado momento —gimió Giles Habibula, entre jadeos—. Por amor a la dulce vida, ¿no podéis aguardar a un viejo soldado cojo, que trepa como un perro por la rueda de un molino, con el pelo arrancado de raíz por la furia del viento?

Subieron por una descomunal paleta inmóvil, y a lo largo del inmenso eje. Desembocaron directamente en el tubo horizontal de la toma de aire y llegaron al fondo de otro pozo vertical.

—¡Luz! —gritó John Star—. ¡El cielo!

En lo alto del conducto brillaba un cuadrado de luz como un faro de bienvenida. Sin embargo, no era el cielo, sino la superficie inferior de la gigantesca pista de aterrizaje.

Subieron por una breve escalerilla, salvaron un muro metálico y por fin llegaron al tejado de la torre. En el tejado colosal, liso y embaldosado con vidrio púrpura, se abrían las bocas de otros tubos de ventilación, y se hallaba totalmente ocupado por una selva de pilares desmesurados que sostenían la formidable plataforma de la pista de aterrizaje, situada treinta metros más arriba.

—Sabrán que estamos aquí —les recordó Jay Kalam con tranquilidad—. Por el ventilador. No hay tiempo que perder.

Corrieron hasta el borde del tejado y volvieron a trepar por el enrejado diagonal de una enorme estructura vertical. John Star recorrió solo los últimos dos metros, contorneando el borde de la plataforma metálica. Adhiriéndose como una mosca humana, atisbo cautelosamente por el borde de la extensa plataforma lisa.

Apenas a treinta metros de distancia descansaba la proa del «Ensueño Purpúreo», la nave capitana, una delgada flecha brillante bajo el pequeño sol que proyectaba su calor a través de la atmósfera enrarecida de Fobos.

¡El «Ensueño Purpúreo»! A sólo treinta metros, representaba la libertad, la seguridad y también un medio para buscar a Aladoree. Esbelta y aerodinámica, bella, la más moderna, refinada y veloz nave de la flota de la Legión. Una espléndida e inalcanzable esperanza.

La escotilla estaba herméticamente cerrada y su blindaje era impenetrable. Doce legionarios armados montaban guardia en fila debajo de sus válvulas; parecían fatigados pero estaban alerta.

¡Era demencial pensar en apoderarse de la nave! Cuatro fugitivos harapientos, magullados, exhaustos, sin una sola arma excepto las manos y perseguidos por un millar de hombres.

John Star sabía que era descabellado, y, sin embargo, se atrevió a preparar un plan de ataque.

Capítulo 9
Rumbo a la Estrella Fugitiva

Volvió a donde lo esperaban sus compañeros: Hal Samdu, callado y ansioso; Jay Kalam, frío y circunspecto; Giles Habibula, jadeante y quejumbroso.

—El «Ensueño Purpúreo» está allí. Su escotilla, herméticamente cerrada, apunta hacia nosotros. Una docena de hombres montan guardia. Pero creo vislumbrar un método… una probabilidad.

—¿Cómo?

Explicó su plan y Jay Kalam asintió, intercalando sugerencias prudentes.

—Lo intentaremos. No nos queda otra alternativa.

Volvieron a bajar el techo, por el pilar, en tanto Giles Habibula se quejaba con amargura por el nuevo esfuerzo. Corrieron en diagonal sobre las baldosas purpúreas entre el laberinto de vigas, y treparon de nuevo a la plataforma, hacia la parte situada detrás del «Ensueño Purpúreo».

John Star se asomó una vez más para estudiar la superficie.

Ahora no había ningún centinela a la vista. La titánica escalada de mil metros de tubería, de los cuales los últimos trescientos se habían visto dificultados por un huracán, y la fuga entre paletas del ventilador… Todo aquello no podía haber entrado en los planes de sus perseguidores.

La plataforma lisa. El flanco del «Ensueño Purpúreo» a treinta metros de distancia, como el costado reluciente de una armadura. El cielo azul púrpura arriba y en frente.

—Ahora —susurró—. ¡Todo despejado!

En cuestión de segundos traspuso el borde de la plataforma, a pesar de que era una maniobra difícil incluso para su cuerpo entrenado. Con su ayuda, Hal Samdu subió en seguida. Giles Habibula hubo de ser izado por encima del borde, inerte y con las facciones verdosas. Echó una sola mirada al abismo de mil metros, a los techos purpúreos de las alas del edificio y a la convexidad verde del diminuto planeta, y se descompuso súbitamente.

—¡Me siento mal! —gruñó—. Endemoniadamente enfermo y moribundo. ¡No me sueltes, muchacho! El pobre Giles está desfalleciente y agonizante… ¡y siente que se va a caer todo este bendito satélite!

A pesar de su velocidad y su capacidad de combate, el «Ensueño Purpúreo» no era una nave de grandes dimensiones. Tenía unos cuarenta metros de longitud y su diámetro máximo era de siete. Pero no era fácil escalarla sin hacer ruido y sin llamar la atención hasta la parte más alta de su fuselaje, como lo exigía el plan de John Star.

Corrieron por debajo de las salientes toberas de los cohetes de popa, y alzaron a John Star sobre éstos. De nuevo él ayudó a subir a los demás. Desde los cohetes se deslizaron lenta y peligrosamente, hacia arriba y adelante, sobre la superficie lisa y brillante del fuselaje plateado.

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