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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (2 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Terminaré la carta, Josar…

—Saldré al amanecer, mi rey.

2

El fuego empezaba a morder los bancos de los fieles, mientras el humo envolvía en penumbras la nave principal. Cuatro figuras vestidas de negro avanzaban presurosas hacia una capilla lateral. Desde una puerta cercana al altar mayor un hombre se retorcía las manos. El pitido agudo de las sirenas de los bomberos se escuchaba cada vez más cerca. En cuestión de segundos irrumpirían en la catedral, y eso significaría un nuevo fracaso.

Sí, ya estaban aquí; así que presuroso corrió hacia las figuras de negro instándolas a que corrieran hacia él. Una de las figuras continuó avanzando, mientras que las otras, asustadas, retrocedieron ante el fuego que las empezaba a rodear. Se les había acabado el tiempo. El fuego había avanzado más deprisa de lo que habían calculado. La figura que insistía en llegar a la capilla lateral se vio envuelta por las llamas. El fuego le iba prendiendo, pero sacó fuerzas para arrancarse la capucha con que ocultaba el rostro. Las otras intentaron acercarse, pero no pudieron, el fuego lo ocupaba todo y la puerta de la catedral estaba cediendo ante el empuje de los bomberos. A la carrera siguieron al hombre que les esperaba tembloroso junto a una puerta lateral. Huyeron en el mismo segundo en que el agua de las mangueras irrumpía en la catedral, mientras la figura envuelta por el fuego ardía sin emitir sonido alguno.

De lo que no se habían dado cuenta los fugitivos es que otra figura que se ocultaba entre las sombras de uno de los púlpitos había seguido atentamente cada uno de sus pasos. Llevaba en la mano una pistola con silenciador que no había llegado a disparar.

Cuando los hombres de negro desaparecieron por la puerta lateral, bajó del púlpito, y antes de que los bomberos le pudieran ver accionó un resorte oculto en una pared y desapareció.

— o O o —

Marco Valoni aspiró el humo del cigarrillo que se mezclaba en su garganta con el humo del incendio. Había salido a respirar mientras los bomberos terminaban de apagar los rescoldos que aún humeaban junto al ala derecha del altar mayor.

La plaza estaba cerrada con vallas y los carabinieri contenían a los curiosos que intentaban saber qué había pasado en la catedral.

A esas horas de la tarde, Turín era un hervidero de gente que quería saber si la Sábana Santa había sufrido algún daño.

Había pedido a los periodistas que acudieron a cubrir el suceso que tranquilizaran a la gente: la Síndone no había sufrido ningún daño.

Lo que no les había dicho es que alguien había muerto entre las llamas. Aún no sabía quién.

Otro incendio. El fuego perseguía a la vieja catedral. Pero él no creía en las casualidades y la de Turín era una catedral donde sucedían demasiados accidentes: intentos de robo y, que él recordara, tres incendios. En uno de ellos, acontecido después de la Gran Guerra, encontraron los cadáveres de dos hombres abrasados por las llamas. La autopsia determinó que ambos tenían alrededor de veinticinco años; que, además del fuego, habían muerto por disparos de pistola. Y por último, un dato espeluznante: no tenían lengua, se la habían extirpado mediante una operación. Pero ¿por qué? ¿Y quiénes les habían disparado? No habían logrado averiguar quiénes eran. Caso sin resolver.

Ni los fieles ni la opinión pública sabían que la Síndone había pasado grandes períodos de tiempo fuera de la catedral en el último siglo. Quizá por eso se había salvado de los efectos de tantos accidentes.

Una caja fuerte de la Banca Nacional había servido de refugio a la Síndone, y de allí sólo había salido para las ostensiones, y siempre bajo estrictas medidas de seguridad. Pero a pesar de dichas medidas de seguridad, en distintas ocasiones la Sábana había corrido peligro, verdadero peligro.

Aún se acordaba del incendio del 12 de abril de 1997. ¡Cómo no lo iba a recordar si aquella madrugada se estaba emborrachando con sus compañeros del Departamento del Arte!

Tenía entonces cincuenta años y acababa de superar una delicada operación de corazón. Dos infartos y una operación a vida o muerte fueron argumentos suficientes para dejarse convencer por Giorgio Marchesi, su cardiólogo y cuñado, de que debía dedicarse al
dolce far niente
o, como mucho, solicitar un puesto tranquilo, burocrático, de esos en los que pasas el tiempo leyendo el periódico y a media mañana puedes tomarte sin prisas un capuchino, en algún bar cercano.

Pese a las lágrimas de su mujer había optado por lo segundo. Paola insistía en que se retirara; le halagaba diciéndole que ya había llegado a lo más alto en el Departamento del Arte —era su director— y que podía dar por culminada una brillante carrera y dedicarse a disfrutar de la vida. Pero él se resistió. Prefería poder ir todos los días a una oficina, la que fuera, a convertirse con cincuenta años en un trasto jubilado. No obstante, dejaba su cargo de director del Departamento del Arte, y aquella madrugada, pese a las protestas de Paola y de Giorgio, se había ido a cenar y a emborracharse con sus compañeros. Los mismos con los que en los últimos veinte años había compartido catorce, quince horas al día, persiguiendo a las mafias, que trafican con obras de arte, descubriendo falsificaciones y protegiendo, en definitiva, el inmenso patrimonio artístico de Italia.

El Departamento del Arte era un órgano especial que dependía al tiempo del Ministerio de Interior y del de Cultura.

Estaba integrado por policías —
carabinieri
—, pero también por un buen número de arqueólogos, historiadores, expertos en arte medieval, en arte moderno, en arte sacro… Él le había dedicado lo mejor de su vida.

Le había costado subir por la escalera del éxito. Su padre trabajaba de empleado en una gasolinera, su madre era ama de casa. Vivieron con lo justo; él tuvo que estudiar con becas y accedió a los deseos de su madre, que quería que buscara un empleo seguro, que trabajara para el Estado. Un amigo de su padre, un policía que paraba a repostar en la gasolinera, le ayudó a presentarse a las oposiciones al cuerpo de carabinieri. Lo hizo, pero no tenía vocación de policía, así que después del trabajo, estudiando por las noches, consiguió licenciarse en historia y pidió el traslado al Departamento del Arte. Unía las dos especialidades, la de policía y la de historiador, y poco a poco, con horas de trabajo y suerte, fue subiendo en el escalafón hasta llegar a la cima. ¡Cuánto había disfrutado viajando por el país! ¡Cuánto conociendo otros países!

En la Universidad de Roma había conocido a Paola. Ella estudiaba arte medieval; lo suyo fue un flechazo y en pocos meses se casaron. Llevaban juntos veinticinco años, tenían dos hijos y eran lo que se dice una pareja feliz.

Paola daba clases en la universidad y nunca le había reprochado el poco tiempo que pasaba en casa. Sólo una vez en la vida habían tenido un disgusto descomunal. Fue cuando él regresó de Turín aquella primavera de 1997 y le dijo que no se retiraba, pero que no se preocupara que ya no pensaba viajar, ni ir de un lado a otro, que ejercería sólo de director, de burócrata. Giorgio, su médico, le dijo que estaba loco. Quienes lo celebraron fueron sus compañeros. Lo que le hizo cambiar de opinión fue el convencimiento de que aquel incendio en la catedral no había sido fortuito por más que él mismo declarara a la prensa lo contrario.

Y aquí estaba, investigando otro nuevo incendio en la catedral de Turín. No hacía ni dos años que había investigado un intento de robo. Lograron coger al ladrón por casualidad. Bien es verdad que no llevaba nada encima, seguramente no le dio tiempo a robar. Un sacerdote que pasaba cerca de la catedral sospechó del hombre que corría asustado perseguido por el ruido de la alarma que sonaba más fuerte que las campanas. Corrió tras él gritando «¡al ladrón, al ladrón!» y con la ayuda de dos anónimos transeúntes, dos jóvenes, después de un forcejeo consiguieron retenerlo. Pero no lograron sacar nada en claro. El ladrón no tenía lengua, se la habían extirpado y carecía también de huellas dactilares: las yemas de los dedos eran cicatrices abrasadas; es decir, era un hombre sin patria, sin nombre, que ahora se pudría en la cárcel de Turín y del que jamás había logrado sacar nada.

No, no creía en las coincidencias, no era una coincidencia que «ladrones» de la catedral de Turín carecieran de lengua y tuvieran las huellas dactilares quemadas.

El fuego perseguía a la Síndone. Se había empapado su historia, y así supo que desde que estuvo en poder de la Casa de Saboya, el lienzo había sobrevivido a varios incendios. Por ejemplo la noche del 3 al 4 de diciembre de 1532, la sacristía de la capilla donde la Casa de Saboya guardaba la Sábana comenzó a arder y las llamas alcanzaron la reliquia, custodiada entonces dentro de una urna de plata regalada por Margarita de Austria.

Un siglo más tarde otro incendio estuvo a punto de llegar hasta donde se guardaba la Sábana Santa. Dos hombres fueron sorprendidos, y ambos sintiéndose perdidos se arrojaron al fuego sin emitir sonido alguno a pesar del horrible tormento. ¿Acaso no tenían lengua? Nunca lo sabría.

Desde que en 1578 la Casa de Saboya depositó la Sábana Santa en la catedral de Turín, los incidentes se habían sucedido. No había pasado un siglo sin un intento de robo o sin un incendio, y en los últimos años lo más cerca que se había estado de los autores siempre arrojaba un balance desolador: no tenían lengua.

¿La tendría el cadáver que habían trasladado al depósito de cadáveres?

Una voz le devolvió a la realidad.

—Jefe, el cardenal está aquí; acaba de llegar, ya sabe que estaba en Roma… Quiere hablar con usted, parece muy impresionado por lo sucedido.

—No me extraña. Tiene mala suerte, no hace ni seis años que se le quemó la catedral, dos que intentaron robar, y ahora, otro incendio.

—Sí, lamenta haberse dejado convencer otra vez para hacer reformas, dice que es la última vez, que esta catedral ha aguantado en pie cientos de años y que ahora con tantas reformas y chapuzas se la van a cargar.

Marco entró por una puerta lateral en la que se indicaba que allí estaban las oficinas. Tres o cuatro sacerdotes iban de un lado a otro, presos de gran agitación; dos mujeres mayores que compartían mesa en un pequeño despacho parecían muy atareadas mientras que algunos de los agentes bajo sus órdenes examinaban las paredes, tomaban muestras y entraban y salían. Un sacerdote joven, de unos treinta años, se acercó a él. Le tendió la mano. El apretón fue firme.

—Soy el padre Yves.

—Y yo Marco Valoni.

—Sí, ya lo sé. Acompáñeme, Su Eminencia le espera.

El sacerdote abrió una pesada puerta que daba acceso a la estancia, un despacho de madera noble, con cuadros del Renacimiento, una
Madonna
, un Cristo, la última Cena… Sobre la mesa, un crucifijo de plata labrada. Marco calculó que podía tener por lo menos trescientos años. El cardenal era un hombre de rostro afable, alterado en ese momento por el suceso.

—Siéntese señor Valoni.

—Gracias, Eminencia.

—Dígame qué ha pasado, ¿se sabe ya quién ha muerto?

—Aún no lo sabemos con certeza, Eminencia. Hasta el momento todo indica que se ha producido un cortocircuito por las obras y eso ha provocado el incendio.

—¡Otra vez!

—Sí, Eminencia, otra vez… pero, si me lo permite, vamos a investigar a fondo. Nos quedaremos unos días por aquí, quiero revisar de arriba abajo la catedral, no dejar ni un hueco por mirar y mis hombres y yo vamos a seguir hablando con todos los que han estado en las últimas horas y en los últimos días en la catedral. Le pediría a Su Eminencia su colaboración…

—La tiene señor Valoni, la tiene, la ha tenido en otras ocasiones, investigue cuanto quiera. Es una catástrofe lo que ha sucedido, hay una persona muerta, además de que se han quemado obras de arte irreemplazables y las llamas casi llegan a la Sábana Santa; no sé qué habría pasado si se llega a destruir.

—Eminencia, la Sábana…

—Lo sé Valoni, sé lo que me va a decir: que el carbono 14 ha dictaminado que no pudo ser la tela que envolvió el cuerpo de Nuestro Señor, pero para muchos millones de fieles, la Sábana es auténtica diga lo que diga el carbono 14, y la Iglesia permite su culto; además, hay científicos que no se explican aún la impresión de la figura que tenemos por la de Nuestro Señor, y…

—Perdone, Eminencia, no quería poner en duda el valor religioso de la Síndone. A mí me impresionó la primera vez que la vi, y continúa impresionándome el hombre de la Sábana.

—¿Entonces?

—Quería preguntarle si en los últimos días, en los últimos meses, ha pasado algo extraño, algo que por insignificante que sea le haya llamado la atención.

—Pues no, la verdad es que no. Después del último susto, cuando intentaron robar en el altar mayor hace dos años, hemos estado tranquilos.

—Piense, Eminencia, piense.

—Pero ¿qué quiere que piense? Cuando estoy en Turín celebro a diario misa en la catedral a las ocho de la mañana. Los domingos a las doce. Paso algún tiempo en Roma, hoy mismo estaba en el Vaticano cuando me avisaron del incendio. Vienen peregrinos de todo el mundo a ver la Síndone, hace dos semanas, antes de que comenzaran las obras, estuvo aquí un grupo de científicos franceses, ingleses y estadounidenses realizando nuevas pruebas y…

—¿Quiénes eran?

—¡Ah! Un grupo de profesores, católicos todos, que creen que pese a las investigaciones y el dictamen categórico del carbono 14, la Sábana es la auténtica mortaja de Cristo.

—¿Alguno le llamó la atención por algo?

—No, la verdad es que no. Les recibí en mi despacho del Palacio Episcopal, hablamos como una hora, les invité a un refrigerio. Me expusieron algunas de sus teorías de por qué creían que no era fiable el método del carbono 14, y poco más.

—¿Alguno de estos profesores le pareció especial?

—Verá, señor Valoni, llevo años recibiendo científicos que estudian la Síndone, ya sabe que la Iglesia ha estado abierta y ha facilitado su investigación. Estos profesores estuvieron muy simpáticos; sólo uno de ellos, el doctor Bolard, se mostró más reservado, menos parlanchín que sus colegas, pero es que le pone nervioso que hagamos obras en la catedral.

—¿Por qué?

—¡Qué pregunta, señor Valoni! Porque el profesor Bolard es un científico que lleva años colaborando en la conservación de la Síndone y teme que se la exponga a riesgos innecesarios. Lo conozco hace muchos años, es un hombre serio, un científico riguroso, y un buen católico.

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