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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (14 page)

BOOK: La diosa ciega
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—Tenemos una política clara de no reunimos nunca —continuó el que estaba más enfadado—. Y ahora he tenido que reunirme contigo dos veces en muy poco tiempo. ¿Has perdido completamente el control?

La pregunta era superflua, el hombre mojado parecía estar fuera de sí. Su comportamiento desvalido y cutre se hacía aún más patente en contraste con el traje caro y el peinado a la última moda. Ambas cosas estaban a punto de desintegrarse. No respondió.

—¡Sobreponte, hombre! —El mayor parecía completamente desesperado y agarró al más joven de las solapas, lo sacudió; el otro no presentó resistencia, su cabeza colgaba como la de un muñeco de trapo—. Escúchame, escúchame ahora mismo. —El mayor cambió de técnica; lo soltó y habló despacio y articulando, como quien se dirige a un niño pequeño—:

Cerramos el negocio. Vamos a pasar como de la mierda de los dos o tres meses de los que hablé. Recogemos nuestros bártulos. ¿Me oyes? Pero me tienes que contar en qué punto estamos. ¿El pájaro de la cárcel sabe algo sobre nosotros?

—Sí, sobre mí. Sobre ti no sabe nada, por supuesto.

El mayor se puso casi a gritar:

—¿Qué coño querías decir entonces cuando me contaste que no habías sido tan idiota como Hansa? ¡Me dijiste que no tenías contacto con los correos!

—Te mentí —respondió el otro con apatía—. ¿Cómo narices iba a reclutarlos si no? Les he proporcionado droga dentro de la cárcel. No mucha, pero la suficiente como para poder mover los hilos. Corren detrás de la droga como los perros tras las perras en celo.

El hombre mayor alzó el puño, como si le fuera a asestar un puñetazo, pero fue demasiado lento como para pillar al otro por sorpresa. El joven dio un paso hacia atrás, completamente espantado, resbaló en la hojarasca húmeda y cayó de espaldas. No se levantó. Lleno de desdén, el viejo le dio un puntapié en las piernas.

—Esto lo vas a arreglar —le ordenó.

—Ya lo he hecho —gimoteó el joven entre las hojas putrefactas—. Ya lo he arreglado.

Viernes, 23 de octubre

No tenía sensación de soledad, aunque tal vez sí la de estar solo. La voz femenina que emanaba del noticiero de las seis era agresiva y ordinaria, pero le servía de compañía. Había heredado la butaca de su abuela, era muy cómoda y por eso la usaba, pese a que la anciana se había reunido con el Señor estando sentada en el sillón en cuestión. Dos motas de sangre seguían manchando uno de los reposabrazos como resultado de un golpe que la mujer, al parecer, se había dado en la cabeza al sufrir un infarto. Eran imposibles de quitar, como si la abuela, desde su existencia inmaterial en el más allá, tratara obstinadamente de que prevaleciese su derecho de propiedad, cosa que provocaba en Håkon un sentimiento de ternura. La recordaba terca como una mula y los restos pálidos de sangre sobre la funda de terciopelo azul evocaban a la espléndida mujer que había ganado la guerra en solitario, que se había ocupado de todos los indefensos y abandonados, que había sido su heroína de la infancia y que le había convencido para que estudiara derecho a pesar de tener una cabeza bastante limitada para los libros.

El piso estaba amueblado con muy poco gusto, sin ninguna coherencia o intento de mantener un estilo homogéneo. Los colores se mataban, pero paradójicamente la vivienda transmitía amabilidad y calor hogareño. Cada objeto tenía su propia historia: había heredado algunas cosas, otras las había comprado en mercadillos, y los muebles del salón comedor los adquirió en IKEA. En suma, era un apartamento de hombre, aunque más limpio y recogido. Como hijo único de lavandera, aprendió pronto el oficio y le gustaban las labores domésticas.

El fiscal general del Estado lanzaba duros ataques contra la prensa por el modo en que cubría los procesos criminales y la locutora tenía problemas para moderar la tertulia y conducir a los propios tertulianos, mientras que Håkon seguía el debate con los ojos cerrados y escaso interés. «Sea como sea, la prensa nunca se deja gobernar», pensó. Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono.

Era Karen. Podía oír el eco de su propio zumbido de oídos en el aparato. Intentó en vano tragar saliva, una y otra vez, pero tenía la boca seca como en un día de resaca.

Se saludaron, pero ahí quedó la cosa. Era incómodo permanecer mudo en un teléfono silencioso, así que, para llenar el vacío, Håkon carraspeó de modo algo forzado.

—Estoy sola en casa —dijo Karen finalmente—. ¿Te apetece pasarte por aquí? —Y como para justificar que deseaba compañía añadió—. Tengo miedo.

—¿Y Nils?

—En un cursillo. Puedo preparar algo rico para cenar, tengo vino y podemos hablar del caso y de los viejos tiempos.

Estaba dispuesto a hablar con ella de lo que fuese, estaba encantado, feliz, expectante y muerto de miedo. Tras una larga ducha y veinte minutos de taxi llegó al barrio de Grünerløkka y se quedó boquiabierto al ver el piso, en su vida había visto nada igual.

Las mariposas debajo de su camisa dejaron pronto de aletear y se tranquilizaron. El recibimiento por parte de Karen no fue muy atento, ni siquiera le dio un beso de bienvenida, sólo le dirigió esa sonrisa circunspecta que tenía por costumbre dispensarle. No tardaron en entrar en conversación y él fue recuperando su pulso normal; Sand estaba acostumbrado a las decepciones.

La comida dejó mucho que desear, él mismo lo habría hecho bastante mejor. Había frito demasiado las costillas de cordero antes de echarlas a la marmita, así que la carne estaba dura. Conocía la receta y sabía que la salsa contenía vino blanco, pero Karen había exagerado tanto la dosis que el penetrante sabor del vino blanco lo dominaba todo. Sin embargo, el tinto de las copas era exquisito. Durante demasiado tiempo hablaron de esto y de aquello, de antiguos compañeros de estudios. Ambos se mantenían alerta, la conversación fluía, pero discurría por una senda estrecha y rígida. Karen fue quien eligió el camino.

—¿Habéis avanzado algo en la investigación?

Habían acabado de comer y el postre había sido un desastre, un sorbete de limón que se negó a mantenerse firme más de treinta segundos. Håkon se tragó la sopa limonera fría con una sonrisa y aparentemente buen apetito.

—Tenemos la sensación de que entendemos un montón de cosas, pero estamos a años luz de poder demostrar algo; ahora nos aburrimos con toda la mierda rutinaria. Reunimos todo lo que podría tener algún valor y lo repasamos con lupa para comprobar si sirve o no. De momento no tenemos nada que colgarle a Jørgen Lavik, pero dentro de unos días sabremos más sobre su vida.

Karen lo interrumpió alzando su copa para brindar; él, al tragar demasiado líquido, casi se ahogó, lo cual le provocó una tos indeseada, además de teñir el mantel de rojo. Se lanzó sobre el salero para atenuar su torpeza, pero ella le cogió la mano, lo miró a los ojos y lo calmó.

—Relájate, Håkon, lo limpiaré mañana, sigue hablando.

Posó el salero sobre la mesa y se disculpó un par de veces antes de proseguir.

—Si supieras lo aburrido que es… El noventa y cinco por ciento del trabajo en un caso de asesinato es totalmente estéril. Comprobar una y otra vez el ancho y el largo de las paredes y los postes de luz. Por suerte, a mí no me toca hacer ese trabajo, en la práctica, digamos, pero tengo que leérmelo todo y hasta ahora hemos interrogado a veintiún testigos. ¡Veintiuno! Y ninguno de ellos ha aportado lo más mínimo. Las pocas pistas técnicas que tenemos no nos dicen absolutamente nada. La bala que acabó con la vida de Hansa Olsen proviene de un arma que ni siquiera se vende en este país… Vamos, que seguimos igual. Creemos vislumbrar un patrón en todo esto, pero no encontramos el denominador común, esa pieza del puzle que nos proporcionaría la conexión para poder seguir trabajando. —Intentó aplanar el bultito de sal con el dedo índice, con la esperanza de que el consejo de maruja fuera más eficiente—. Tal vez estemos equivocados del todo —añadió bastante desanimado—. Creímos haber encontrado algo importante cuando el registro de visitas reveló que Lavik había estado en los calabozos el día que tu cliente se volvió majareta. Yo estaba como una moto, pero el policía de apoyo recordaba la visita al detalle y juró que el abogado no habló con nadie más que con su propio defendido y que, además, estaba en todo momento acompañado, como ocurre con todas las visitas.

Håkon Sand no deseaba hablar del caso, era viernes, la semana había sido larga y agotadora, y el vino empezaba a subírsele a la cabeza. Se sintió aliviado y el calor interno se expandió y ralentizó sus movimientos. Estiró los brazos para recoger el plato de su anfitriona, echó los restos con cuidado en el suyo, colocó los cubiertos encima y se estaba levantando para llevarlo a la cocina cuando ocurrió.

Ella se despegó de la mesa como un resorte, rodeó la gigantesca mesa de pino y se golpeó la cadera con el borde redondeado, algo que tuvo que hacerle bastante daño, aunque no mostró signo alguno de dolor, y acabó sentada sobre las rodillas de su compañero. Él permaneció mudo y perplejo, sus brazos colgaban indolentes y flácidos; balanceaba sendas manos como dos pesas plomizas, no sabía qué hacer con ellas.

Tenía los ojos acuosos de miedo y de deseo, y el temor aumentó cuando ella le quitó las gafas con firmeza y habilidad. Estaba tan aturdido que al parpadear una lágrima diminuta y solitaria resbaló por su mejilla izquierda; ella la vio, acercó su mano y la limpió con el pulgar.

A continuación acercó su boca a la suya y le obsequió con un beso interminable. Era muy distinto al roce que habían experimentado en el despacho de Håkon. Éste era un beso lleno de promesas, de pasión y de deseo, un beso con el que había soñado Håkon, pero que también había desechado hacía tiempo, como una dulce fantasía. Era exactamente como se lo había imaginado, distinto a todos los besos que llevaba almacenando a lo largo de quince años de soltería. Era la compensación y la recompensa por haber amado a una única mujer, desde que se conocieron en la facultad catorce años antes, ¡catorce años! Se acordaba de aquel encuentro con más claridad que del almuerzo del día anterior. Llegaba cinco minutos tarde, entró dando tumbos al aula del edificio Oeste y se sentó en un asiento abatible justo delante de una rubia muy mona. Al bajar el asiento aplastó los pies que ella tenía apoyados sobre la butaca. La chica pegó un grito y Håkon se disculpó entre sus propios balbuceos y las risas y alaridos de los demás, pero cuando descubrió a su víctima cayó en un enamoramiento que nunca más lo soltaría. Jamás dijo una sola palabra, aunque su paciente espera fue dolorosa y triste, pues durante todos esos años vio desfilar a los amantes de Karen. La resignación lo había sumido en la creencia de que las mujeres eran algo que podía uno agenciarse durante un par de meses, mientras el interés de la novedad mantenía la vitalidad en los juegos de cama. No esperaba nada más, no con otras mujeres.

Permaneció pasivo durante unos segundos hasta que el beso eterno empezó a ser cosa de dos. El valor creció y las manos dejaron de estar tan aturdidas, se volvieron más ligeras y recorrieron la espalda de la mujer al tiempo que separaba las piernas para que ella estuviera más cómoda.

Hicieron el amor durante horas, una extraña y cercana pasión entre dos viejos amigos con mucha historia en común que nunca se habían tocado, no de esa forma. Era como pasear por un entrañable paraje familiar, pero disfrazado de una estación poco habitual. Conocido y desconocido a la vez, cada cosa en su lugar, aunque la luz fuera diferente y el paisaje inexplorado y ajeno.

Se susurraron intimidades y palabras dulces al oído y se sentían fuera de la realidad. El tranvía traqueteaba a lo lejos y el ruido se abrió camino y penetró en la densa atmósfera del suelo del salón, engulló el amanecer y desapareció como un buen amigo que les deseaba lo mejor. Karen y Håkon estaban de nuevo solos: ella, confundida, agotada y feliz; él, feliz, sólo feliz.

El viernes por la noche Hanne Wilhelmsen estuvo ocupada con cosas muy distintas. Compartió con Billy T. el asiento delantero de un coche oficial, que tenía las luces apagadas y estaba aparcado en el repecho de una callejuela en la zona de Grefsenkollen. La calle era estrecha y para no obstaculizar el escaso tráfico de una noche de fin de semana, dejaron el vehículo tan al borde que estaba ladeado. La espalda de Hanne protestaba por la postura que la obligaba a mantener un glúteo más bajo que el otro. Intentó incorporarse, aunque sin éxito.

—Aquí tienes —dijo Billy T., estirándose para agarrar la cazadora que reposaba sobre el asiento trasero—. ¡Ponte esto debajo de medio culo!

Aquello la ayudó, al menos como remedio provisional. Comieron lo que ella había traído, elegantemente empaquetado en papel film: seis rodajas de pan con fiambre para él, y una para ella.

—¡La cena!

Billy T. vociferó de alegría y se sirvió café del termo.

—Viernes gourmet —dijo Hanne, dibujando una sonrisa con la boca llena.

Llevaban ya allí tres horas y era su tercer día de vigilancia, apostados frente al complejo de adosados donde vivían Jørgen Lavik y su familia. La casa era aburrida y de color marrón, pero las bonitas cortinas y la suave luz interior transmitían calor hogareño. Los miembros de la familia se acostaron tarde, aunque los policías estaban ya acostumbrados a ver las últimas luces apagarse alrededor de medianoche. De momento, su espera en un coche frío no había dado frutos, la familia Lavik se comportaba de un modo tediosamente normal. La luz azul de un televisor parpadeó a través de la ventana del salón, desde los programas infantiles hasta la última edición de las noticias. Sobre las ocho de la tarde se apagaron dos luces de un dormitorio de la segunda planta, los dos agentes supusieron que se trataba de los cuartos de los niños. Sólo una vez salió alguien por la puerta de madera blanca, que lucía una oca fijada con clavos que croaba la bienvenida con letras góticas. Era probable que fuera la señora Lavik, que sólo iba a sacar la basura. No les había resultado fácil verla bien, pero ambos tuvieron la impresión de estar ante una mujer arreglada, delgada y bien vestida, incluso en una noche de tinte casero.

Se aburrían, el radiocasete estaba prohibido en los coches oficiales y los avisos que escupía la radio de la Policía, acerca de la criminalidad capitalina del viernes por la noche, no eran especialmente entretenidos, pero los dos agentes se armaron de paciencia.

Había empezado a nevar, los copos eran grandes y secos y el coche llevaba tanto tiempo aparcado que la nieve ya no se derretía encima del capó, que no tardó en estar vestido de blanco. Billy T. accionó los limpiaparabrisas para mejorar la visión.

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