Read La cara del miedo Online

Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (9 page)

BOOK: La cara del miedo
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando lo oye, se niega a creer que es cierto. «Debe de ser un rumor», piensa; hay tantos rumores malintencionados sueltos en Nueva York. Después de una breve recaída (una tos terrible) vuelve a escuchar el mismo rumor y esta vez decide investigar más. Una tarde le pregunta a George Graham si sabe qué es lo que pudo hacer que Poe cambiara de opinión. Graham murmura:

—No es la primera vez que lo hace.

—Lo entiendo.

Tras mantener esta conversación, Rufus siente que le sigue la mirada del escritor. En casa, en la redacción, en la calle. Por la noche se acuesta con la sensación de ser transparente. Se vuelve a uno y a otro lado bajo las mantas y maldice a Poe. Caroline duerme. ¿Cree ese escritor que Rufus Griswold es un hombre despreciado por todos? ¿Que es una persona censurable?

Que Poe se haya vuelto tan difícil —se dice a sí mismo— se debe naturalmente a que Rufus no incluyó más que tres de sus poemas en la antología (Longfellow tiene quince). Y además ésos no son los poemas que Poe considera sus mejores obras. Él es conocido por su susceptibilidad.

—Y qué —murmura Rufus—. No es él quien se avergüenza. Es Poe quien no merece confianza alguna. Una mañana el malcriado borracho sureño se despertó y cambió de opinión.

Sólo puede esperarse algo así de esa ralea. Y uno puede hacer frente a lo peor sólo con algo mucho peor.

—¡Espera y verás! —murmura mientras se pasea de un lado a otro frente al escritorio.

¡No puede siquiera concentrarse en su trabajo cuando Poe lo altera de ese modo!

Los pensamientos sobre la opinión que Poe pueda tener de él le pesan y se arrastra como un animal enfermo a través de los días. En la conversación que mantuvieron en el hotel Jones tuvo la impresión de que Poe se preocupaba por la gente que apreciaba. Ahora ve la falsedad. En la redacción del
Graham’s
oye nuevas historias. Los rumores dicen que Poe se casó con una prima antes de que ella cumpliese los catorce años. Que comenzó a beber de nuevo. Que fuma opio. Eso no le sorprende, la vida de Poe está llena de «pecados ardientes». Parece que el hermano de Poe murió de un infarto cerebral, borracho, en Baltimore. Tenía sólo veintidós años. Un vago, una bala perdida. Es probable que Poe también se emborrache hasta morir. Su crítica hiriente deriva probablemente de su mala conciencia. Sí, Poe tiene un alma negra. Nada lo puede salvar, porque nunca ha aceptado la existencia de Dios. Desprecia lo bueno, lo bueno no tiene lugar en su corazón. Lo único que quiere es escribir poemas sobre cosas impropias que él llama «belleza».

Es anormal, desagradable.

Él se libró del pecado cuando la voz de Dios se le reveló una noche en Troy hace quince años y lo exhortó a trabajar para el bien (prefiere no pensar en cómo sus pecados de juventud lo llevaron hasta allí). En cambio, Poe parecía no haber escuchado nunca algo más que su pecaminosa voz. En sus poemas no escribe nunca sobre el pecado en sí, sino sobre sus consecuencias. «Eso» separa los buenos de los malos, piensa él. Los buenos hablan de las opciones de los pecadores. Los malos sólo lamentan los efectos infortunados del pecado.

El alma de Poe está perdida.

Por suerte, quiere agregar: «Gracias a Dios ya está perdido».

En las reuniones, sin ocultar un creciente y oscuro sentimiento de triunfo, comenta:

—¿Sabías que Poe se casó con una niña? Es evidente que está al borde de perder la razón. Borrachín. Es de familia. ¿No sabías eso del matrimonio? Estaba casi loco y fue entonces cuando se casó con ella. Parece que se casó con su propia prima para salvar lo poco que le quedaba de cordura. Lo sé de buena tinta.

A quien lo quiera escuchar le dice que Poe, de joven, en Richmond, tuvo una relación con una mujer casada, una tal señora Stanard. (Se lo había contado el médico y poeta Thomas Dunn English). Cuando la dama murió, Poe visitó su tumba durante varios años abonando así la verdad de esa relación impía.

Nadie puede confiar en una persona así. Nadie confía en una persona así.

Poe no tiene amigos verdaderos, se dice a sí mismo, sólo aliados.

Enemigos y aliados.

«Voy a aliarme con la historia de Poe», piensa.

A través de su trabajo en la prensa, se ha vuelto un experto en sacar a la luz lo que hay de malo en la vida de las personas de sociedad. Va a ser fácil arrastrar a Poe en su mismo excremento. Tiene tiempo. Va a ocuparse con cuidado de cubrir de miseria a Poe.

El tiempo de Poe está medido. Embarrancará por sí mismo.

Un día de enero lee en el
Philadelphia Saturday Museum
un comentario sin firma de
La poesía y los poetas de Norteamérica
.

Olvidado, de no ser por aquellos a quienes hirió o insultó, el nombre de Griswold será borrado, sin dejar la más mínima huella de su existencia.

Si se llega a hablar de él, será solamente por su trato desleal con aquellos de quien abusó.

Rufus se enteró ese mismo día de que el autor de las palabras era Poe.

¿Qué ha oído Poe? ¿Qué sabe? ¿Acaso se enteró de lo que Rufus dijo de él? ¿Quién le fue con el cuento?

Rufus pliega la revista y la deja sobre el alféizar de la ventana. Fuera ha empezado a nevar otra vez. Cuando abre la ventana, ve que la calzada está cubierta de nieve. En medio de la calle hay una chiquilla de pie. Su rostro levantado ya está cubierto por una máscara de copos.

En un viejo ejemplar del
Southern Literary Messenger
lee otra vez la novela
Berenice
. Es tan oscura y pesimista («La miseria del mundo se encuentra en todas las representaciones posibles») como la recuerda. Muestra el tipo de bestialidad que habita en Poe. Lo único que Rufus, en nombre de Dios, puede hacer, es contar al mundo lo que sabe del autor.

Cuando esa misma noche se sienta al escritorio, le corren lágrimas sobre las mejillas. En su entusiasmo creyó que le gustaría a Poe: «un hombre de gusto, talento y tacto», había escrito el autor.

Poe. Poe. Poe. Poe. Poe. Poe. Poe.

La desesperación consume a Rufus. Destruirá a Poe. Poe lo apuñaló por la espalda, y no dudará en aniquilar al villano. No puede hacer otra cosa.

La semana siguiente recibe —a modo de respuesta a su enojo y reflexión permanentes— una carta sin remite. Está escrita con vacilación.

Estimado sir:

No he podido decirle cuán agradecido le estoy por haber incluido la poesía de Edgar Allan Poe en su importante antología es un honor para el maestro y para mí y para todos sus admiradores sir entiendo que tengo con usted una gran deuda de gratitud y utilizaré todas las oportunidades que se me brinden para hablar de usted y su trabajo con calidez sir es usted un ejemplo sin defecto. Pero sir ¿no deberían estar varios otros poemas del maestro en su antología? ¿Sir no es él acaso nuestro mejor poeta?

Lo que él escribe alteró mi vida sir me hizo entender que nuestro mundo debe cambiar. El miedo sir es un animal en la sangre no podemos continuar viviendo de esta manera.

Prométame sir pensar profundamente en esto sir y piense si no querría usted incluir más poemas del maestro en la próxima edición de su gran libro. Mientras tanto ayudaré al maestro de la forma que mejor puedo y que al final le brindará fama. Quizá nuestros caminos se crucen un día estimado sir y espero ese día con intenso entusiasmo.

Rufus deja la carta sobre el escritorio. Sentado, la mira durante un momento, intranquilo.

Un largo paseo hasta el río Hudson le aclara la cabeza. La inquietud desaparece. Un golpe de viento le alborota los cabellos. Se detiene en el malecón y observa el agua que golpea el muelle. La luz es más fuerte que hace sólo unos días, el invierno va cejando… Un velero cruza frente a él y el timonel saluda con grandes ademanes. Lo que pensó anoche es innegablemente correcto. Es su deber utilizar a Edgar Allan Poe al servicio del bien. Sin embargo, no alcanzará su meta si se convierte en enemigo del autor. Eso es precisamente lo que Poe desea: enemigos. Rodeado por enemigos es como mejor está. Cuando lo atacan, Poe es soberano. La única manera en que Rufus puede atacarlo es convirtiéndose en su amigo.

En su confidente.

Con mejor disposición, regresa a su escritorio.

Poe

El reportaje

Filadelfia

S
i fuese rico, hubieran dormido en camas con cobertores de plumas. Cada mañana, él prepararía tortitas para su amada y las rociaría con el mejor almíbar de la ciudad. Si fuese rico, tendría un sirviente cojo y un caballo. El sirviente les traería a la cama el periódico del día y no abandonarían el paraíso de los cobertores hasta bien pasadas las nueve. Si fuese rico, tendrían alfombras persas sobre el suelo —con dibujos que ilustrasen las sangrientas conquistas de Gengis Khan—, para que ella no sintiese frío en los pies. Tendría una biblioteca más grande que la que tenía John Allan en Moldovia, sería una biblioteca fantástica. Si fuese rico, habría plantado un magnolio en el jardín, en memoria de su débil y enfermiza madre adoptiva. Si tuviese un buen pasar, habría escrito solamente comedias y vodeviles. En memoria de su hermano Henry, hubiese probado solamente coñac añejo. Si tuviese una fortuna, le hubiese comprado a Sissy una joya para usar como protección sobre el frágil pecho. Sí, si hubiese tenido una octava parte, o quizás una sexta parte, del dinero que John Allan tenía cuando murió, no hubiese vivido jamás en aquella pensión, con su pequeña esposa devastada por la tuberculosis.

Si alguna vez tuviese hijos (sabe que es impensable) no dejaría jamás sin herencia a su hijo. Aunque adoptase un hijo, no lo aplastaría jamás bajo el peso de su fortuna. Lo consentiría con regalos y cariño en lugar de hacer el mundo lo más limitado e invivible que pudiera para el pequeño soñador. Utilizaría todos sus esfuerzos para ofrecer al niño las posibilidades que él no tuvo. Miseria, degradación, envidia. Nada de eso hallaría lugar en la vida del muchacho. ¡Dormiría bajo cobertores de plumas!

Le diría a su hijo: «Tienes talento. Heredarás todo lo que poseo». Entonces le contaría el día que se casó con Sissy. Describiría el vestido que llevaba, su piel pálida y sus manos pequeñas.

—¡Oh! —hubiera exclamado—. Tu madre era la novia más bella que te puedas imaginar. Era tan joven, tan tierna, tan sensible, hijo. Además, a pesar de que sólo era una niña, y de que no sabía mucho ni había asistido a ninguna escuela, era la persona más sabia que yo conocía. Esto era antes de que enfermase —le hubiese dicho a su hijo, y lo hubiera alzado atrayéndolo hacia sí y lo hubiera llevado hasta el lecho para darle a Sissy otra medicina.

Está inmóvil frente a la ventana de la pensión y mira hacia la pálida cinta gris del cielo entre las casas. Una bandada de palomas vuela sobre los tejados y se representa una mesa servida en una sala señorial, deliciosas pechugas de paloma asadas, huevos cocidos, un guisado de setas y una copa de vino blanco.

Llevan varias semanas comiendo sólo pan y una sopa ligera. Espera unos honorarios.

—Seguramente llegarán mañana —le dice a Sissy.

El optimismo está a punto de asfixiarlo. ¿Qué puede decir? «Querida, no hay la más mínima esperanza a la vista». No es tan cruel. El cielo está oscuro, debajo de él brilla el vacío, está al borde de matar de hambre lo que le resta de dignidad y de buen sentido. De todas maneras no tiene coraje para decirle a ella la verdad.

La cara desnuda de la verdad: ya no le quedan salarios sobre los que pedir adelantos ni amigos a quienes pedirles prestados unos dólares. Es imposible ganar lo suficiente en «la ciudad de las revistas». Filadelfia tiene más revistas literarias, periódicos y diarios que ninguna otra ciudad de Estados Unidos, pero aquí odian a los escritores, en el fondo nada les importa más que los pastores y los abogados. Todo el tiempo ha tenido que solicitar adelantos sobre textos que ni siquiera ha empezado. Filadelfia es mucho más grande que Richmond, aquí viven doscientas mil personas, pero todas han sido operadas para sacarles el corazón y reemplazarlo con un mecanismo de relojería. Cualquiera que escuche con atención se dará cuenta de que el ruido del tictac de los relojes de Filadelfia es ensordecedor. Fue un error formidable ir allí, no debió nunca dejarse engañar por las frases de tal o cual redactor. No le querían pagar por su trabajo. No le pagaron por su trabajo diurno ni por el nocturno. ¿Qué cuernos tiene que hacer para que le paguen? ¿Tiene que cortarse la cabeza y llevársela con sus propias manos? Quizás entonces —y con algunas reservas— asentirían en reconocimiento y le pagarían cinco dólares y medio.

—Ni un centavo más —dirían con sus sonrisas estáticas—. Su cabeza, señor Poe, está gastada. No está en su mejor forma. Si nos hubiese visitado hace unos meses, le hubiésemos pagado un precio mejor.

—¡Hipócritas! —les grita la cabeza cortada desde el escritorio—. Son ustedes quienes me han desahuciado. Me hicieron trabajar como un loco noche y día, y ahora…, ahora…, me vienen con esto…

En las calles hay una quietud extraña. En Filadelfia la gente vive una vida retirada y cristiana, no la vida bulliciosa, elegante y algo amoral de los estados sureños, como en Richmond. La gente de Filadelfia espera, se sienta con tranquilidad, reza y vive tan espléndidamente que es imposible que un forastero sea respetado, a menos que se quite la vida. Los domingos, las iglesias cierran sus puertas para restringir el tráfico y el ruido. Pronto se prohibirá cualquier ruido que pueda indicar que hay gente viviendo aquí. Cada día, la ciudad es restregada por hombres con cepillos largos. «¡Cepillen, mis hombres fieles y temerosos de Dios! Pecado, alegría y bullicio: ¡a esos échenlos fuera!»

Sissy también ha estado más tranquila en los últimos meses. Está tan delgada que los vestidos le cuelgan como cortinas tristes. Cada vez que consigue jarabe, le da la caja en cuanto entra en el cuarto (él puede quitarse la idea de probar semejante gloria). Cuando ella se inclina sobre la caja, sus nudillos están blancos de furia, pero come de todos modos la pasta azucarada con los modales más finos y delicados que él ha visto nunca. Sí, en todo caso, a ella Filadelfia le enseñó eso: cueste lo que cueste, nunca dejes ver el alcance de tu desesperación.

Lo primero que notó en ella fue su palidez. La primera vez que saludó a su pequeña prima, blanca como un cadáver, fue cuando vivía en Baltimore, en casa de su tía Maria Clemm, a quien llamaban simplemente Muddy. Aún tiene los mismos ojos violeta y una piel que es más azulada que pálida, y él todavía piensa que es deliciosamente encantadora.

BOOK: La cara del miedo
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love-in-Idleness by Christina Bell
Finding Madelyn by Suzette Vaughn
Satanic Bible by LaVey, Anton Szandor
Angel of the North by Annie Wilkinson
Crystal by V. C. Andrews
A Necessary Evil by Alex Kava
The Inheritance by Joan Johnston
Brother and Sister by Joanna Trollope
Maldad bajo el sol by Agatha Christie
The Boss Vol. 2 (The Boss #2) by Cari Quinn, Taryn Elliott