La caída de los gigantes (146 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Llegó a casa a las seis. Más tarde vestiría a los niños y los llevaría a casa de sus abuelos para que pasaran el día, así ella podría dormir. Tenía una hora para estar con Walter a solas. Era el mejor momento del día.

Preparó el desayuno y lo llevó en una bandeja al dormitorio.

—Mira —le dijo—. Pan fresco, café… ¡y un dólar!

—¡Qué lista eres! —La besó—. ¿Qué compraremos? —Se estremeció de frío a pesar de que llevaba puesto el pijama—. Necesitamos carbón.

—No hay prisa. Podemos guardarlo, si quieres. La semana que viene valdrá lo mismo. Si tienes frío, yo te haré entrar en calor.

Él sonrió.

—Pues venga.

Maud se quitó la ropa y se metió en la cama.

Comieron el pan, bebieron el café e hicieron el amor. El sexo aún era algo excitante, a pesar de que el acto en sí no duraba tanto como al principio.

Cuando terminaron, Walter leyó el periódico que Maud le había llevado.

—La intentona golpista de Munich se ha acabado —dijo.

—¿Definitivamente?

Walter se encogió de hombros.

—Han atrapado al líder. Es Adolf Hitler.

—¿El jefe del partido al que se unió Robert?

—Sí. Lo han acusado de alta traición. Está en la cárcel.

—Bien —dijo Maud, aliviada—. Gracias a Dios que ha acabado.

42

De diciembre de 1923 a enero de 1924

I

El conde Fitzherbert se subió a la tribuna frente al ayuntamiento de Aberowen a las tres de la tarde, el día antes de las elecciones generales. Llevaba chaqué y sombrero de copa. Hubo una ovación estruendosa por parte de los conservadores, que ocupaban las primeras filas, pero gran parte de la multitud lo abucheó. Alguien lanzó un periódico arrugado y Billy dijo:

—Basta ya, chicos, dejad que hable.

Unas nubes bajas ensombrecían la tarde invernal, y las luces de la calle ya estaban encendidas. Llovía, pero había acudido una gran multitud, unas doscientas o trescientas personas, la mayoría mineros con sus gorras, aunque se veían unos cuantos bombines en las primeras filas y algunas mujeres cobijadas bajo paraguas. Junto a la muchedumbre, los niños jugaban sobre los adoquines mojados.

Fitz hacía campaña en favor del diputado actual de la región, Perceval Jones. Empezó a hablar sobre aranceles, lo cual ya le estaba bien a Billy. Fitz podía parlotear sobre aquel tema todo el día sin llegar al corazón de la gente de Aberowen. En teoría, era el gran tema electoral. Los conservadores proponían poner fin al desempleo mediante un aumento de los impuestos a las importaciones para proteger los productos británicos. Aquella cuestión había unido a los liberales, que estaban en la oposición, ya que el punto más antiguo de su ideología era el comercio libre. Los laboristas estaban de acuerdo en que los aranceles no eran la respuesta a sus males, y proponían un programa nacional de empleo para dar trabajo a los parados, y también querían aumentar el período de educación para impedir la llegada de más jóvenes a un mercado laboral saturado.

Sin embargo, el verdadero tema era quién iba a gobernar.

—Con el fin de fomentar el empleo en el sector agrícola, el gobierno conservador proporcionará una ayuda de una libra por acre a cada campesino, siempre que pague un mínimo de treinta chelines a la semana a sus jornaleros —dijo Fitz.

Billy negó con la cabeza, divertido e indignado al mismo tiempo. ¿Por qué tenían que dar dinero a los granjeros? No se estaban muriendo de hambre. En cambio, los operarios en paro de las fábricas, sí.

El padre de Billy, que estaba a su lado, comentó:

—Ese tipo de discurso no le va a hacer ganar muchos votos en Aberowen.

Billy estaba de acuerdo. En el pasado aquella circunscripción electoral había sido un feudo de agricultores, pero aquellos días ya habían pasado. Ahora que la clase trabajadora podía votar, los mineros ganarían en número a los campesinos. Perceval Jones había conservado su escaño, en las confusas elecciones de 1922, gracias a un puñado de votos. En esa ocasión no podía revalidar el éxito.

Fitz se ponía nervioso:

—Si votáis a los laboristas, votaréis a un hombre cuyo historial militar está manchado —dijo.

A la gente no le gustó demasiado aquel comentario: conocían la historia de Billy y lo consideraban su héroe. Hubo un murmullo de disconformidad y el padre de Billy gritó:

—¡Debería darle vergüenza!

—Un hombre que traicionó a sus compañeros de armas y a sus oficiales —prosiguió el conde—, un hombre que fue sometido a un consejo de guerra por traición y enviado a la cárcel. Os lo pido: no deshonréis a Aberowen votando a un hombre como ese.

Fitz se bajó de la tribuna entre aplausos y abucheos. Billy lo miró fijamente, pero el conde esquivó su mirada.

Billy se subió a la tribuna.

—Seguramente estáis esperando a que insulte a lord Fitzherbert tal y como ha hecho él conmigo —dijo.

Entre la muchedumbre, Tommy Griffiths gritó:

—¡Dale su merecido, Billy!

—Pero esto no es una pelea de la mina —repuso Billy—. Estas elecciones son demasiado importantes para que se decidan con un puñado de burlas.

Los amansó. Sabía que no les gustaría su enfoque sensato. Les gustaban las burlas. Pero vio que su padre asintió con la cabeza. Sabía lo que intentaba hacer su hijo. Claro que lo sabía. Era él quien lo había educado.

—El conde ha hecho gala de un gran valor al venir aquí y expresar sus opiniones ante una multitud de mineros del carbón —prosiguió Billy—. Tal vez se equivoque, y creo que se equivoca, pero no es un cobarde. Se comportó del mismo modo durante la guerra. Al igual que muchos de nuestros oficiales. Eran valientes, pero muy tercos. Apostaron por la estrategia y la táctica erróneas, no dialogaban y sus ideas estaban desfasadas. Pero fueron incapaces de corregirse hasta que murieron millones de hombres.

El público se había quedado en silencio. Ahora estaban interesados. Billy vio a Mildred, que lo miraba orgullosa, con un bebé en cada brazo: los dos hijos de Billy, David y Keir, de uno y dos años. A Mildred no le entusiasmaba la política, pero quería que Billy se convirtiera en parlamentario para regresar a Londres y que ella pudiera poner en marcha de nuevo su negocio.

—En la guerra, ningún hombre de la clase trabajadora fue ascendido a un rango superior al de sargento. Y todos los chicos de las escuelas privadas entraban en el ejército como tenientes segundos. Todos los veteranos presentes hoy aquí pusieron su vida en riesgo de un modo innecesario por culpa de unos oficiales imbéciles, y muchos de nosotros logramos salvarnos gracias a un sargento inteligente.

Hubo un gran murmullo de asentimiento.

—He venido aquí para deciros que esos días se han acabado. En el ejército y en otros ámbitos de la vida, los hombres deberían ser ascendidos en virtud de su inteligencia, no de su cuna. —Alzó la voz y oyó en su tono la pasión que tantas veces había escuchado en los sermones de su padre—. Estas elecciones son sobre el futuro, y sobre el tipo de país en el que crecerán nuestros hijos. Debemos asegurarnos de que será distinto de aquel en el que crecimos nosotros. El Partido Laborista no quiere la revolución, es algo que ya hemos visto en otros países, y no funciona. Pero sí queremos el cambio, un cambio profundo, importante y radical.

Hizo una pausa y alzó de nuevo la voz para culminar el discurso.

—No, no voy a insultar a lord Fitzherbert ni al señor Perceval Jones —dijo, y señaló dos sombreros de copa de la primera fila—. Tan solo les digo: caballeros, son ustedes historia. —Los mineros estallaron en vítores. Billy miró más allá de la primera fila, a la multitud: hombres fuertes y valientes que habían nacido sin nada, a pesar de lo cual habían logrado labrarse un porvenir para ellos y sus familias—. Compañeros de la mina —dijo—: ¡somos el futuro!

Bajó de la tribuna.

Cuando acabaron de contar los votos, Billy había ganado por una mayoría aplastante.

II

Ethel también.

Los conservadores constituían el primer partido del nuevo Parlamento, pero no tenían la mayoría absoluta. Los laboristas eran el segundo partido, con 191 diputados, incluida Eth Leckwith de Aldgate y Billy Williams de Aberowen. Los liberales representaban la tercera fuerza. Los prohibicionistas escoceses obtuvieron un escaño. El partido comunista, ninguno.

Cuando se convocó la primera sesión parlamentaria, los diputados laboristas y liberales unieron sus votos para expulsar a los conservadores del gobierno, y el rey se vio obligado a preguntarle al jefe del Partido Laborista, Ramsay MacDonald, si deseaba convertirse en el primer ministro. Por primera vez, Gran Bretaña tenía un gobierno laborista.

Ethel no había estado en el interior del palacio de Westminster desde aquel día de 1916 en que fue expulsada por gritar a Lloyd George. Ahora estaba sentada en el banco de cuero verde, estrenando abrigo y sombrero, escuchando los discursos, alzando de vez en cuando la mirada a la tribuna del público, de donde la habían echado hacía ya más de siete años. Salió al pasillo y votó junto con los miembros del gabinete, famosos socialistas a los que había admirado desde la distancia: Arthur Henderson, Philip Snowden, Sidney Webb y el mismísimo primer ministro. Ethel tenía su propio escritorio en una pequeña oficina que compartía con otra parlamentaria laborista. Echó una ojeada a la biblioteca, comió tostadas con mantequilla en la sala del té y cogió unas sacas de correo para ella. Recorrió el enorme edificio, aprendiendo a orientarse en él, intentando sentir que tenía derecho a estar allí.

Un día, a finales de enero, llevó a Lloyd con ella y le enseñó el lugar. Tenía casi nueve años y nunca había estado en un edificio tan grande y lujoso. Ella quiso explicarle los principios de la democracia, pero aún era demasiado pequeño.

En una escalera estrecha, cubierta por una alfombra roja, en el límite entre la zona de los comunes y la de los lores, se encontraron con Fitz. Él también tenía un joven invitado: su hijo George, al que llamaban Boy.

Ethel y Lloyd subían, Fitz y Boy bajaban, y se cruzaron en un rellano.

Fitz la miró como si esperara que lo dejara pasar.

Los dos hijos del conde, Boy y Lloyd, su heredero al título nobiliario y el bastardo no reconocido, tenían la misma edad. Se observaron mutuamente con sincero interés.

En Ty Gwyn, recordó Ethel, siempre que se encontraba con Fitz en el pasillo, tenía que hacerse a un lado, contra la pared, y agachar la mirada mientras él pasaba.

Ahora ella estaba en medio del rellano, agarrando a Lloyd de la mano con fuerza, y miró a Fitz.

—Buenos días, lord Fitzherbert —le saludó, y alzó el mentón en un gesto desafiante.

Él le aguantó la mirada. Su rostro reflejaba un resentimiento furioso. Al final, dijo:

—Buenos días, señora Leckwith.

Ethel miró a Boy.

—Debe de ser el vizconde de Aberowen —comentó—. Encantada.

—Encantado, señora —respondió el niño, con educación.

—Y este es mi hijo, Lloyd —le dijo a Fitz.

El conde se negó a mirarlo.

Ethel no iba a permitir que Fitz se saliera con la suya tan fácilmente.

—Dale la mano al conde, Lloyd —le ordenó Ethel.

El niño le tendió la mano y saludó:

—Es un placer conocerlo, conde.

Habría sido un gesto muy indecoroso despreciar a un niño de nueve años. Fitz se vio obligado a estrecharle la mano.

Por primera vez, tocó a su hijo Lloyd.

—Y ahora les deseamos que pasen un buen día —dijo Ethel con desdén y dio un paso hacia delante.

Fitz puso cara de pocos amigos. Se hizo a un lado junto con su hijo, muy a regañadientes, y esperaron, con la espalda pegada a la pared, a que Ethel y Lloyd pasaran frente a ellos y subieran por las escaleras.

Personajes históricos

En estas páginas aparecen varios personajes históricos y, en ocasiones, los lectores me preguntan dónde trazo la línea entre historia y ficción. Es una pregunta razonable, y he aquí mi respuesta.

En algunos casos, por ejemplo cuando sir Edward Grey se dirige a la Cámara de los Comunes, mis personajes ficticios están presenciando un acontecimiento que sucedió de verdad. Lo que sir Edward dice en esta novela se ajusta a las actas parlamentarias, aunque he abreviado el discurso, sin que se haya perdido nada importante, espero.

En ciertos momentos un personaje real va a un lugar ficticio, como cuando Winston Churchill visita Ty Gwyn. En tal caso, me he asegurado de que visitó casas de campo con frecuencia y de que pudo haberlo hecho alrededor de esa fecha.

Cuando los personajes reales mantienen conversaciones con mis personajes ficticios, acostumbran a decir cosas que realmente dijeron en algún momento. La explicación que Lloyd George le da a Fitz sobre los motivos por los que no quiere deportar a Lev Kámenev está basada en lo que escribió Lloyd George en un memorando citado en la biografía de Peter Rowland.

Mi regla es: o bien la escena sucedió, o bien podría haber sucedido; o se pronunciaron esas palabras, o se podrían haber pronunciado. Y si encuentro algún motivo por el que la escena no podría haber tenido lugar en la vida real, o por el que las palabras no podrían haberse pronunciado —si, por ejemplo, el personaje se encontraba en otro país en ese momento—, la elimino.

Agradecimientos

Mi principal asesor histórico para la elaboración de este libro ha sido Richard Overy. Asimismo, varios historiadores leyeron los borradores e hicieron correcciones: John M. Cooper, Mark Goldman, Holger Herwig, John Keiger, Evan Mawdsley, Richard Toye y Christopher Williams. Susan Pedersen me asesoró con el tema de las ayudas económicas para las esposas de los soldados.

Como siempre, Dan Starer, de la empresa Research for Writers de Nueva York, me ayudó a encontrar a muchos de estos asesores.

Entre los amigos que me ayudaron se cuentan Tim Blythe, que me proporcionó algunos libros imprescindibles; Adam Brett-Smith, que me aconsejó sobre champán; Nigel Dean, con sus grandes dotes de observador; Tony McWalter y Chris Manners, dos críticos sensatos y perspicaces; Geoff Mann, aficionado a los trenes que me asesoró sobre máquinas locomotoras, y Angela Spizig, que leyó el primer borrador y lo analizó desde el punto de vista alemán.

Los editores y agentes que leyeron el manuscrito y me aconsejaron fueron Amy Berkower, Leslie Gelbman, Phyllis Grann, Neil Nyren, Imogen Taylor y, como siempre, Al Zuckerman.

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