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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (9 page)

BOOK: Juego mortal
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—Bien, deteneos ahí —les ordenó un merc—. El espectáculo no es para vosotros. —Otros mercs habían tomado posiciones en un círculo alrededor de los visitantes, manteniendo alejados a los curiosos.

—¿No es para quién? —preguntó Sansón mirando al merc desde su elevada altura.

El merc ni siquiera alzó la mirada hacia él y, con una sosegada expresión de desdén, sacó su pistola táser del cinturón.

—Déjalo —dijo Darin, y puso una mano sobre el pecho de Sansón para empujarlo hacia atrás—. No importa. Desde aquí podemos ver bien.

—El progreso es el sello de Filadelfia —comenzó a decir Jack McGovern—. Es la base sobre la que reside nuestra noble ciudad. Desde la época de Benjamin Franklin, nuestros inventores, científicos y artistas han inspirado a visionarios...

Siguió así un rato mientras su perilla multicolor oscilaba entre el violeta y el azul. Darin resistió el impulso de hacer un comentario sarcástico; se esperaba esa clase de charla sin sentido de los políticos y esperó a que McGovern llegara al fondo de la cuestión.

—Reunidos aquí, procedentes de todos los confines de la ciudad, están a punto de presenciar una ingeniosa fusión entre las tecnologías del celgel y del fabrique. Este hecho revolucionará la industria de la construcción los próximos años. —Con aspavientos, McGovern alzó un artefacto del tamaño de un puño—. Un transmisor de microondas estándar —dijo, y su voz resonó por toda la zona de construcción—. Una variación de los utilizados por artistas de la modificación para programar la transformación celular. La composición del fabrique es, por supuesto, celular por naturaleza, igual que nuestros cuerpos, y reacciona del mismo modo. Pero ya basta de parloteo sobre tecnología. Por favor, dirijan su atención hacia su izquierda.

Los reporteros soltaron sus minicámaras volantes, que sobrevolaron en círculo como aves carroñeras.

Darin giró el cuello, pero no vio nada. Era un punto de construcción vacío con zanjas de cimentación excavadas.

—Caballeros —continuó McGovern—, apliquen una base de imprimación al terreno.

Obreros que portaban bidones de fabrique vaciaron el contenido en las zanjas. Sin germen, el fabrique no hacía nada. Los hombres se apartaron.

—¡Allá vamos! —gritó McGovern, alzando el artefacto sobre su cabeza y señalando al espacio vacío. El fabrique se infló silenciosamente hasta sobresalir de la zanja y comenzaron a erigirse muros sin ayuda humana. Las ventanas se materializaron, al igual que los pilares, balcones y tejados a dos aguas. En cuestión de minutos, una casa absolutamente formada, a excepción del cristal y la pintura, se alzaba ante ellos. Darin se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

McGovern interrumpió el silencio:

—Un milagro —espetó, aparentemente asombrado.

—Un desastre —replicó Darin. Miró a su alrededor. Otros obreros se habían arremolinado y todos tenían las mismas expresiones de asombro que vio en las caras de sus compañeros.

—No puede ser —dijo Kuz—. Otra vez no. La última vez que perdí mi trabajo, Margie estuvo a punto de dejarme.

—Otra vez a los comedores de beneficencia —añadió Sansón—. Justo cuando creía que estaba saliendo adelante...

—Tú y cientos más —contestó Darin.

A Kuz le temblaban los labios.

—¿Es McGovern esa serpiente sonriente? Le voy a poner esa sonrisa del revés de un puñetazo.

—Kuz —intentó tranquilizarlo Darin—. Venga, vamos.

Pero Kuz no estaba escuchándolo. Avanzó sin dejar de mirar a la plataforma, y cuando un merc le cortó el paso, lo golpeó en la cara.

Darin gritó.

—¡No! —Pero ya era demasiado tarde. El merc, gruñendo, disparó balas de goma contra el pecho de Kuz. No eran letales, pero a esa corta distancia podían romper costillas. Sansón se aferró al merc por detrás y lo levantó del suelo. Otros mercs vieron lo que estaba sucediendo y se acercaron. Los obreros se sumaron a la refriega lanzando golpes por doquier.

Darin advirtió la granada óptica acercándose a ellos y se cubrió la cara con el codo. Incluso con los ojos protegidos, percibió el destello resultante y, ya que era el único que se lo esperaba, fue el único que no quedó momentáneamente cegado.

—Vamos —dijo, tirando de Sansón hasta donde se encontraba Kuz. Juntos, lo llevaron a su zona de trabajo, aunque él se resistía. Se dejaron caer detrás de uno de los muros donde se reunieron con los otros miembros de la cuadrilla.

Kuz tosió y buscó aliento.

—¿Por qué... me... habéis... detenido? Podríamos... haber... acabado... con él... Haber parado esto... aquí mismo.

—Ya habrá tiempo para eso —dijo Darin—, pero ahora no. No sin un plan.

—¿Cuándo, entonces?

Darin se estremeció.

—No lo sé.

—Esto no es el final —aseguró Sansón—. Puede que mañana se venga abajo.

—Así es —dijo Darin—. Esa tecnología todavía está en pañales; siempre tienen problemas. Anímate, Kuz.

Kuz tragó saliva y respondió:

—Aún puedo vender mi colección de proyecciones de famosos.

Darin le dio una palmadita en el hombro.

—No hará falta.

Más tarde, ese mismo día, cuando la cuadrilla estaba despidiéndose, Alegre se llevó a Darin a un lado.

—Se está creando un grupo de gente que quiere un cambio y necesitamos hombres como tú; apasionados pero inteligentes.

A Darin se le aceleró el corazón. Sabía que existía un movimiento que actuaba a favor de la gente trabajadora y esa era su oportunidad de unirse a él.

Alegre agarró la mano de Darin y comenzó a escribir en ella con un rotulador amarillo brillante. Escribió una palabra sobre su palma, aunque no se vio ninguna letra.

—¿Qué es esto?

—Fluorescente. Es tu entrada. Ven esta noche al sótano de un club llamado La Corteza. El guardia comprobará tu mano con una luz ultravioleta y te dejará pasar. —Alegre dobló los dedos de Darin sobre la zona que había marcado y se marchó dejándolo pensativo.

Claro que iría. Desde que su madre había muerto de cáncer, una enfermedad que no habría sido grave para ningún rimmer, Darin había sabido que el mundo estaba corrupto. Ahora, tal vez podría ayudar a sanarlo. Formaba parte de la naturaleza de un hombre, de su sentido de la justicia y de la igualdad, luchar por la libertad. La historia estaba plagada de casos de gente oprimida rebelándose y liberándose de sus yugos. Eso mismo podía pasar en la época de Darin, y él podría formar parte de ello.

Echó a andar detrás de Alegre y se detuvo al recordar algo. Le había prometido a Mark que volvería después del trabajo. Ese asqueroso código aún pululaba por la red, y Mark pensaba que era su deber acabar con él. Y no es que pudieran hacerlo; esa cosa había matado a gente mucho más preparada que ellos.

Era muy propio de Mark sentirse culpable. Darin siempre había podido avergonzarlo y lograr que hiciera casi todo; tenía una conciencia que trabajaba demasiado. No es que ellos hubieran escrito el virus ni mucho menos. Ni siquiera sabían que estaba ahí. Si no se hubiera colado por su agujero, habría encontrado otra válvula de escape.

Darin estiró los dedos y miró la piel que Alegre había marcado. Llevaba toda la vida esperando tener una oportunidad como esa. Ahí podía ser útil, lo sabía. Podía conseguir un cambio de verdad. Mark lo comprendería. Bueno, no, probablemente no. Pero esa era la cuestión, ¿verdad? Mark era un rimmer. No sabía lo que era eso.

Pero Mark era también un amigo. Y le había dado su palabra.

Se alejó de la zona de construcción, sin estar muy seguro de adónde se dirigiría.

Mark consultó la hora en el extremo de su visor. Las siete y cuarenta y dos. Seguía sin haber rastro de Darin. ¿Dónde estaba? Solía terminar de trabajar a las seis. Tal vez aún no lo habían relevado los del siguiente turno. O, tal vez, había cambiado de opinión y no iba a ir.

Se tumbó en el sofá de la sala de estar y recuperó la imagen de su interfaz de red. Había pasado horas rebuscando registros, comparando, estudiando, y creía que había encontrado un patrón recurrente. Bueno, más bien, una anomalía recurrente. Por eso necesitaba a Darin: tenía que hablar de ello con alguien para solucionar el problema.

Acababa de empezar a reorganizar las pruebas que había recopilado cuando una voz dijo:

—No irás a quedarte dormido en mis narices, ¿eh?

Aclaró su visión. Era Darin. Había entrado sin llamar.

—Creía que me habías dejado tirado —dijo Mark—. ¿Por qué has tardado tanto?

Darin parecía furioso.

—Estoy aquí, ¿no? Algunos tenemos que trabajar para ganarnos el sustento. ¿Qué has encontrado?

—En el listado de noticias del sysadmin aseguran que fue obra de un rebanador —respondió Mark.

Después de explicarle en qué consistía, Darin dijo:

—Si es una sola mente, ¿cómo puede tener partes múltiples? ¿Son todas lo mismo?

—No estoy seguro. Es como si fueran lo mismo y aun así independientes al mismo tiempo. Es la misma mente, pero distribuida, como archivos en una red.

—Entonces, se podría matar a todas las partes menos a una y el rebanador seguiría en funcionamiento.

—Eso creo. Y encontrar una parte no es demasiado difícil, pero encontrarlas todas es casi imposible. Y habría que encontrarlas todas y borrarlas en el mismo momento para destruirlo.

—Porque las que te faltaran acabarían contigo.

—Correcto.

Darin torció el gesto de su boca.

—Suena como lo que he estado diciendo. No estamos a la altura.

—Tal vez. Pero he estado leyendo los posts que han escrito los profesionales. Al parecer, el rebanador tiene un módulo amo que envía señales de placer y dolor para controlarlo. Toda la inteligencia está en el rebanador; el maestro es un simple código.

—Si al rebanador no le gustan las señales de dolor, ¿por qué no elimina al maestro sin más? Parece que puede esquivar toda clase de defensas.

—Forma parte del entrenamiento, creo. Se desarrolla un apego emocional en el rebanador, que lo vincula con el módulo amo para que no quiera borrarlo.

—¿Y tu plan es...?

A Mark no le gustó el tono cínico de Darin, pero respondió sencillamente:

—Eliminar al maestro yo mismo.

—¿Y por qué crees que a los profesionales no se les ha ocurrido eso?

—No lo sé. Tal vez es demasiado simple.

—O tal vez el maestro es la parte mejor protegida del sistema. Tal vez si intentas atacarlo, el rebanador te hará pedazos. ¿Habías pensado en eso?

—No soy estúpido, Darin. Conozco los riesgos y sé que es probable que no funcione, pero también sé que tenemos que intentarlo.

—Nosotros no —dijo Darin—. Por lo menos, yo no. Esto es una tontería. No pienso echar a perder mi vida por aferrarnos a un falso principio de la justicia.

Mark estaba cansado de la retórica vacía de Darin.

—Hablas de responsabilidad constantemente, pero nunca la aceptas. Ese es el lema de los combers, ¿verdad? La culpa nunca es vuestra. No es culpa vuestra que seáis pobres, que no tengáis formación, que no tengáis trabajo...

Darin alzó los puños y, por un momento, Mark pensó que iba a golpearlo. Después, bajó los brazos y habló más bajo.

—Supongo que eso es lo que ha pensado hoy tu padre cuando ha acabado con los puestos de trabajo de cientos de combers. «Ya conoces a esos vagos combers, no pueden conservar un trabajo.» Parece ser el punto de vista de la familia.

—¿De qué estás hablando?

—De una demostración que ha hecho tu padre esta tarde, muy impresionante, a pesar de tener la pequeñita pega de que hace que el trabajo de miles de combers resulte irrelevante. Pero eso no importa, ¿verdad? Los combers nunca asumen suficiente responsabilidad, así que, que se mueran de hambre, es culpa suya.

—Mi padre intenta impulsar la economía. Es mucho más importante que la pérdida de algunos trabajos.

—Seguro que eso reconfortará mucho a las familias que no tengan nada que comer este invierno.

—Mira, mi padre tiene puntos flacos, pero sabe lo que hace. Entiende de empleo, de mercados y de estabilidad de la economía y siempre está diciendo lo importante que es mantener alto el número de empleados.

—Entonces, o es un hipócrita, o es tonto.

—No insultes a mi padre en esta casa.

Se miraron.

—Márchate, si quieres. Yo mataré al rebanador.

Darin bajó la escalera furioso consigo mismo por haber perdido el control, furioso con Mark por provocarlo. Ese plan de atacar al rebanador era absurdo; un gesto vacío sin esperanza de éxito.

Cuando se acercaba al último escalón, Mark lo alcanzó.

—Lo siento —le dijo—. No pretendía gritarte. No estoy de acuerdo contigo, pero hemos sido amigos demasiado tiempo como para dejar que esto se derrumbe ahora.

Darin le dio una palmadita en el hombro.

—Ten cuidado.

Después se detuvo y lo miró. Detrás de Mark, en el vestíbulo, había un hombre muy alto de espaldas a ellos, besando a la hermana de Mark, Carolina. Darin no reconoció el cabello plateado, pero la altura y esa inquietud con que se movía, incluso mientras se besaban, lo devolvió unos años atrás, le hizo recordar aquel día en el que acompañó a Vic a un salón de modificaciones y un médico le aplicó el celgel que le cambió la vida. Las modis podían cambiar el pelo, pero no podían acortar los huesos. Era él, tenía que ser él.

—¿Quién es ese?

—El doctor Alastair no sé qué —respondió Mark—. Tremayne, ¡eso es! ¿Por qué? ¿Lo conoces?

—No, no lo creo —dijo Darin—. Me resulta familiar, eso es todo.

Fuera, Darin aceleró al máximo su jetvac y bajó por la ladera.
Alastair Tremayne.
Repitió el nombre, con cuidado para no olvidarlo. Todo tenía sentido. El hombre era un rimmer y eso explicaba por qué Darin no había podido localizarlo en los Combs. Debía de haber estado ganando un dinero extra en el mercado negro; o eso, o era comber de nacimiento y le había ido muy bien desde entonces.

Comoquiera que fuese, Darin lo mataría. Solo pensar en ello lo hizo temblar porque se dio cuenta de que lo haría realmente. Ese artista se había llevado una vida para obtener su propio beneficio y merecía morir por ello. Y ¿quién iba a juzgarlo? ¿Las cortes? Eran peones del Consejo Empresarial, controlado a su vez por los rimmers, entre los que se incluía el padre de Mark. ¿Qué rimmer iba a impartir justicia?

Darin revisó sus opciones; no tenía ni pistola ni dinero suficiente para comprar una en el mercado negro. Un cuchillo le serviría y eso sí que podía encontrarlo, pero intentó imaginarse atacando al hombre en el salón de Mark, o siguiéndolo hasta su casa y sacando un cuchillo... No, Darin no era un asesino. Imaginar esos fríos detalles mitigó la rabia que sentía; dudaba que fuera a seguir adelante, pero tenía que hacer algo.

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