Read Jardín de cemento Online

Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

Jardín de cemento (5 page)

BOOK: Jardín de cemento
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—Estás muy elegante —dijo mi madre—. ¿Vienes de bañarte?

—Sí —dije, y corté el pastel.

Sue vertió en las tazas de té el zumo de naranja que había hecho, según dijo, con dos kilos de naranjas de verdad.

—Todas las naranjas son de verdad, ¿no, mamá? —dijo Tom.

Nos echamos a reír y Tom, satisfecho, repitió la observación varias veces, aunque con éxito decreciente. Aquello se parecía muy poco a una fiesta, la verdad sea dicha, y yo estaba impaciente por volver a mi libro. Julie había dispuesto cuatro sillas en línea un tanto torcida, de cara a un costado de la cama, y allí nos sentamos para mordisquear el pastel y sorber el zumo. Mamá ni comía ni bebía. Julie quería que ocurriera algo, quería que nos entretuviéramos.

—Cuéntanos un chiste —dijo a Sue—, el que me contaste ayer.

Y, cuando Sue hubo contado el chiste y mamá hubo reído, Julie dijo a Tom:

—A ver cómo das un salto mortal.

Tuvimos que apartar las sillas y las bandejas para que Tom pudiera hacer el tonto en el suelo, entre risas convulsivas. Julie lo detuvo al cabo de un rato y entonces se volvió hacia mí.

—¿Por qué no nos cantas una canción?

—No me sé ninguna —dije.

—Sí que sabes —dijo—. ¿Y
Mangasverdes
?

Sólo el título de la canción me ponía frenético.

—Me gustaría que dejaras de decir lo que hay que hacer —añadí.

—No eres Dios, ¿no te parece?

Sue intervino: —Haz tú algo, Julie.

Mientras Julie y yo hablábamos, Tom se había quitado los zapatos y se había encaramado en la cama de mamá. Ella le había pasado un brazo por los hombros y nos miraba como si estuviéramos muy lejos.

—Eso —dije a Julie—, haz algo tú, para variar.

Sin decir ni pío, Julie se lanzó al espacio despejado para los saltos mortales de Tom y, de pronto, hizo el pino, apoyada sólo en las manos, tiesa como una escoba y totalmente inmóvil. La falda le cayó sobre la cabeza. Las bragas eran de una blancura brillante sobre el moreno suave de las piernas, y alcancé a ver la tela arracimada en pequeños pliegues alrededor del elástico que le ceñía la cintura lisa y musculosa. Unos cuantos pelos negros y rizados le salían de la blanca horcajadura. Las piernas, al principio juntas, se separaban ahora, semejantes a los brazos de un coloso. Volvió a unidas y, dejándolas caer en el suelo, se incorporó. En un momento confuso y frenético, me sorprendí de pie y cantando
Mangasverdes
con voz de tenor trémulo y vehemente. Cuando terminé, aplaudieron todos y Julie me chocó la mano. Mamá sonreía cansina. Todo se despejó en un santiamén; Julie alzó a Tom de la cama, Sue se llevó las bandejas y las sobras del pastel, y yo me encargué de las sillas.

4

Una tarde calurosa, me encontré una maza escondida entre arbustos y matojos. Yo estaba en el jardín de una de las casas prefabricadas, fisgoneando, aburrido. El interior del edificio se había destruido en un incendio hacía seis meses. Yo estaba dentro de la renegrida salita, cuyo techo se había caído y cuyo suelo de madera se había quemado. Una pared divisoria se mantenía en pie y, en el centro, había una ventanilla de servicio que daba a la cocina. Una de las portezuelas de madera se sostenía aún sobre sus goznes. En la pared de la cocina había pedazos rotos de cañería y accesorios eléctricos, y en el suelo podía verse una pila destrozada. En todas las habitaciones, los crecidos arbustos se apelotonaban en busca de la luz. Casi todas las casas estaban llenas de objetos fijos en lugares predeterminados, de modo que cada objeto decía al usuario lo que tenía que hacer: aquí se come, aquí se duerme, aquí hay que sentarse. Pero, en aquel punto incinerado, no había orden, todo había desaparecido. Traté de imaginarme alfombras, ropa, cuadros, sillas, una máquina de Coser en aquellas habitaciones cuarteadas y en ruinas. Me regocijaba lo irrelevantes y ridículos que parecían los objetos en aquel momento. En un cuarto había un colchón doblado entre los travesaños ennegrecidos y rotos. La pared se había desmoronado alrededor de la ventana, y el techo se había desprendido, pero sin llegar a tocar el suelo. Los que habían dormido en aquel colchón, pensé, sin duda creían encontrarse en
el dormitorio
. Habían dado por sentado que siempre sería así. Pensé en mi dormitorio, en el de Julie, en el de mi madre, en todas las habitaciones que un día se vendrían abajo. Me había encaramado al colchón y mantenía el equilibrio en el borde de una pared rota, pensando en aquellas cosas, cuando vi el mango de la maza entre la hierba. Bajé de un salto y la cogí. Los pulgones habían anidado bajo la maciza cabeza de hierro y, en aquel momento, correteaban en ciega confusión en su pequeña parcela de tierra. Descargué la maza sobre ellos y sentí que el suelo temblaba bajo mis pies.

Era un buen hallazgo, olvidado tal vez por los bomberos o alguna cuadrilla de demolición. Me la eché al hombro y me la llevé a casa, pensando qué podría destrozar con provecho. El parterre alpino del jardín se estaba estropeando y empezaba a quedar oculto por la vegetación. No había nada que pudiera hacer trizas salvo las losas del suelo, y éstas estaban ya resquebrajadas. Consideré el camino de cemento: cinco metros de longitud y cinco centímetros de grosor. No servía para nada. Me desnudé hasta la cintura y puse manos a la obra. El primer mazazo hizo saltar un trozo de cemento, pero el siguiente no surtió efecto alguno, ni siquiera una grieta. Descansé y volví a empezar. Aquella vez, con gran sorpresa, se abrió una buena raja y saltó un ancho y gratificante pedazo de cemento. Tenía unos cinco centímetros de anchura y pesaba lo suyo. Acabé de desgajado y lo puse contra la valla. Iba a alzar otra vez la maza cuando oí a mis espaldas la voz de Julie:

—No debes hacer esas cosas.

Llevaba un bikini verde chillón. En una mano tenía una revista y en la otra sus gafas de sol. En aquella parte de la casa reinaba una sombra absoluta. Dejé la cabeza de la maza en el suelo, entre mis pies, y me apoyé en el mango.

—¿De qué hablas? —dije—. ¿Por qué no?

—Lo ha dicho mamá.

Alcé la maza y la dejé caer contra el camino con toda la fuerza que pude reunir. Miré a mi hermana por encima del hombro y vi que se encogía de hombros y seguía su camino.

—¿Por qué? —exclamé mirándola.

—No se encuentra bien —dijo Julie sin volverse—. Tiene dolor de cabeza.

Solté una maldición y apoyé la maza en la pared. Yo había aceptado sin curiosidad que, por entonces, mamá dejara la cama en raras ocasiones. Se había postrado en ella de manera tan paulatina que apenas lo comentábamos. Desde mi cumpleaños, dos semanas atrás, no se había levantado para nada. Nos adaptamos bastante bien. Nos turnábamos para subir la bandeja, y Julie iba de compras al salir del colegio.

Sue la ayudaba a guisar y yo fregaba los platos. Mamá estaba rodeada de revistas y libros de la biblioteca pública, pero nunca la veía leer. Se pasaba el tiempo dormitando recostada y, cuando entraba yo, despertaba con un leve sobresalto y decía algo así como: «Oh, debo de haberme quedado dormida». Puesto que no teníamos visitas, no había nadie a quien preguntar qué le pasaba, de modo que tampoco yo me planteaba demasiado la cuestión. Resultó que Julie sabía mucho más. Todos los sábados por la mañana iba a que le renovasen la receta y volvía con el frasco oscuro otra vez lleno. Ningún médico veía a mamá.

—He consultado con médicos y sufrido suficientes reconocimientos como para aguantar toda una vida.

Me parecía lógico que uno se cansara de los médicos.

Su dormitorio se convirtió en el centro de la casa.

Nos reuníamos allí y hablábamos entre nosotros, o escuchábamos la radio mientras ella dormitaba. A veces yo oía que daba instrucciones a Julie a propósito de la compra o de la ropa de Tom, siempre en voz baja y rápida. «Cuando mamá pueda levantarse» pasó a ser un momento vago e indiferente del futuro próximo, en el que se restablecerían las antiguas pautas. Julie parecía seria y eficaz, pero yo sospechaba que se aprovechaba de la situación, que disfrutaba dándome órdenes.

—Ya es hora de que limpies tu cuarto —me dijo un fin de semana.

—¿Qué dices?

—Parece una cuadra y apesta a qué sé yo. —No abrí la boca, y Julie prosiguió—: Será mejor que lo limpies. Lo ha dicho mamá.

Como mi madre había caído enferma, pensé que debía hacer lo que me pedía y, mientras estaba sin hacer nada en mi habitación, me puse a pensar en ello y a sentirme molesto por aquel asunto. Mamá jamás me había dicho nada del cuarto y empecé a recelar que tampoco le había dicho nada a Julie.

Tras contemplar mi maza durante un par de minutos, me dirigí al jardín trasero. Estábamos ya en pleno julio, sólo a unas semanas de las vacaciones de verano, y había hecho calor todos los días desde hacía mes y medio. Era difícil imaginar que volviera a llover alguna vez. Julie estaba deseosa de broncearse al sol y había despejado y allanado la cima del desmoronado parterre alpino. Todos los días extendía la toalla durante una hora al salir de clase. Se tendía con las manos pegadas al suelo junto a ella, y cada diez minutos, más o menos, se ponía boca abajo y se soltaba las cintas del bikini con los pulgares. Le gustaba resaltar el moreno creciente con la blusa blanca del colegio. Acababa de instalarse otra vez cuando doblé la esquina. Estaba panza abajo, la cabeza apoyada en los antebrazos y la cara mirando hacia el otro lado, hacia el solar vecino, en el que grandes cúmulos de ortigas se morían de sed. A su lado, entre las gafas de sol y el grueso tubo de crema bronceadora, había un transistor diminuto, negro y plateado, del que surgía un precipitado cuchicheo de voces masculinas.

Los taludes del parterre alpino eran abruptos. Un ligero movimiento a su izquierda y Julie habría caído rodando a mis pies. Los arbustos y matojos se habían secado, y el bikini, reluciente y luminoso, era lo único verde del lugar.

—Oye —dije por encima de las voces de la radio. No se volvió, pero supe que me había oído—. ¿Cuándo te dijo mamá que me dijeras que dejara de hacer ruido? —Julie ni se movió ni dijo nada, de modo que rodeé el parterre para verle la cara. Tenía los ojos abiertos—. Lo que quiero decir es que has estado aquí todo el rato.

Pero Julie dijo: —Hazme un favor, ¿quieres? Ponme un poco de crema en la espalda.

Mientras trepaba, una piedra de buen tamaño se desprendió y cayó con un ruido sordo.

—Con cuidado —dijo Julie. Me arrodillé entre sus piernas abiertas y saqué del tubo un fideo claro y pringoso, que me vertí en la mano—. Hasta los hombros y el cuello —dijo Julie—, es donde más falta hace —y, bajando la cabeza, se apartó el pelo para dejar despejada la nuca.

Aunque estábamos sólo a metro y medio del suelo, allí arriba parecía soplar una brisa suave y fresca. Mientras le extendía la crema por los hombros, me di cuenta de lo blancas y sucias que parecían mis manos en comparación con su espalda. Los tirantes del bikini estaban sueltos y caían por el suelo. Con sólo moverme un poco hacia un lado alcanzaba a verle los pechos, oscuros en medio de la intensa sombra del cuerpo. Cuando terminé, me dijo por encima del hombro:

—Ahora en las piernas.

Froté entonces lo más rápidamente que pude con los ojos entornados. Me ardía el estómago y tenía ganas de vomitar. Julie volvió a descansar su cabeza en el antebrazo, y su respiración se hizo suave y normal, como si durmiera. En la radio, una voz aguda daba otra vez los resultados de las carreras con maligna monotonía. En cuanto tuvo las piernas bien untadas, bajé de un salto del parterre alpino.

—Gracias —dijo Julie con voz soñolienta. Entré en la casa a toda velocidad y me precipité escaleras arriba, camino del lavabo. A última hora de la tarde, tiré la maza en el sótano.

Cada tres mañanas me tocaba llevar a Tom a la escuela. Siempre costaba que saliera. A veces se ponía a gritar y patalear, y había que sacarlo a rastras. Una mañana, poco antes de terminar el curso, me dijo con toda tranquilidad mientras caminábamos que tenía un
enemigo
en la escuela. La palabra sonó a cosa tremenda en sus labios y le pregunté a qué se refería. Me contó que había un chico mayor que se la tenía jurada.

—Me quiere romper la cara —dijo en un tono cercano al asombro.

A mí no me sorprendió. Tom pertenecía a esa clase de individuos a quienes se coge manía. No estaba muy crecido para sus seis años y era débil. Pálido, de orejas de soplillo, aire de tonto y pelo negro con espeso flequillo desigual. Lo peor de todo es que era listo de una manera verbal y nada práctica: la típica víctima del recreo.

—Dime quién es —dije, enderezando la joroba—, voy a sacudirle.

Nos detuvimos delante del colegio y miramos por entre la verja negra.

—Aquél —contestó por fin, señalando hacia un pequeño edificio de madera.

Era un crío de aire esmirriado, un par de años mayor que Tom, pelirrojo y pecoso. De lo más vulgar, pensé. Crucé el patio del recreo a toda velocidad, le cogí de la solapa con la derecha y, con la otra atenazándole el cuello, lo estrellé contra la pared del edificio y lo dejé allí clavado. La cara se le iba de un lado a otro y parecía hinchársele. Quise reírme a carcajadas, tan violento era mi júbilo.

—Tócale un pelo a mi hermano —le amenacé en un susurro— y te parto las piernas. —Luego lo dejé ir.

Fue Sue quien, aquella tarde, trajo a Tom de la escuela. La camisa le colgaba hecha jirones por la espalda y había perdido un zapato. Tenía una mejilla roja e hinchada y el labio partido en la comisura. Ambas rodillas estaban desolladas y tenía hebras de sangre seca en la espinilla. La mano izquierda se le había hinchado y reblandecido, como si se la hubieran pisoteado. Nada más entrar en casa, Tom lanzó un extraño aullido animal y corrió hacia las escaleras.

—Que no le vea mamá en este estado —gritó Julie. Nos lanzamos sobre él como una jauría de perros sobre un conejo herido. Lo llevamos al cuarto de baño de abajo y cerramos la puerta. Con los cuatro allí dentro no teníamos mucho sitio, y en el baño resonaban mucho las voces, de manera que los gritos de Tom nos ensordecían. Julie, Sue y yo le rodeábamos, dándole besos y acariciándole mientras lo desnudábamos. Sue estaba también a punto de llorar.

—Oh, Tom —decía sin parar—, nuestro pobrecito Tom.

Mientras la escena seguía, aún me las arreglé para sentir envidia de mi hermano desnudo. Julie se sentó en el borde de la bañera y Tom se puso entre sus rodillas, con la espalda apoyada en su hermana, mientras ésta le pasaba algodón por la cara. Julie lo sujetaba con la mano que le quedaba libre, la palma abierta pegada al vientre de Tom, justo encima de la ingle. Sue apretaba contra la mano magullada de Tom un paño frío.

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