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Authors: Mathew Stone

Tags: #Juvenil, Ciencia ficción

Fuego mental (4 page)

BOOK: Fuego mental
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—No puedes estar hablando en serio, Bec. La cantidad de calor necesaria sería…

—Unos trescientos millones de grados —fue la respuesta de Rebecca—. Sea lo que sea, lo que ha producido esta sombra es… ¡veinte veces más caliente que el sol!

Capítulo cuarto

La leyenda
de la hermana Uriel

El Proyecto
Martes 9 de mayo, 9:55 h

—¿JOEY?, ¿estás bien?

Joey abrió los ojos y trató de recordar dónde se encontraba. Le dolía la cabeza y se sentía muy débil, como si hubiesen extraído toda la energía de su cuerpo.

—Joey, ¿estás bien? —repitió la voz.

Joey consiguió enfocar la mirada. María estaba inclinada sobre él. Le cogió la muñeca para tomarle el pulso y después anotó algo en una libreta.

—¿Qué ha pasado?

Tenía los labios secos y cuarteados. Le resultaba difícil hablar.

—Has perdido el conocimiento, eso es todo. No te preocupes, cada vez te desmayarás menos. Eso es lo que les pasó a los otros.

—¿Los otros? ¿Qué otros?

—No importa.

—Me duele la cabeza.

—Ése es un efecto secundario que se produce al crear un Fuego Mental —le tranquilizó María—, Eso también se te pasará con el tiempo.

—¿Un Fuego Mental? —otra vez volvía a aparecer aquella extraña expresión. La misma que había usado Mascarilla Blanca—. ¿Qué quieres decir con eso?

—No veo por qué no puedo contártelo. El Fuego Mental es el producto de tu…

—Eso es todo, María, Vuelva a sus tareas.

«¡Maldita sea!», pensó Joey. Mascarilla Blanca había vuelto justo cuando estaba a punto de enterarse de lo que estaba haciendo allí.

—Señor, no es más que un chiquillo. Está confundido, tiene miedo…

«¿Miedo?», pensó Joey, indignado. «¡Yo no tengo ningún miedo!»

—Sus sentimientos no me conciernen en absoluto —sentenció Mascarilla Blanca.

—Pues deberían, señor… Sus emociones están interfiriendo en el Fuego Mental. Hacen que se vuelva inestable. Los otros tenían miedo y recuerde lo que les ocurrió.

—Se incendiaron accidentalmente varios pozos petrolíferos en Oriente Próximo —dijo Mascarilla Blanca con total indiferencia—. Un ejemplo nimio de lo que es capaz de provocar el Fuego Mental.

—Los chiquillos que se conectaron al Fuego Mental murieron, señor… —dijo María, atreviéndose a imprimir cierto tono de reproche en su voz—. Fueron quemados vivos por las fuerzas que ellos mismos habían creado.

—Pues entonces esperemos que Joseph Williams lea capaz de controlar el Fuego Mental mejor que ellos.

—Anoche tuvimos suerte. El incendio no se propagó demasiado y los bomberos llegaron a tiempo. Pero si Joey conociera nuestros propósitos, podríamos canalizar sus habilidades con mucha más precisión.

—Fue usted contratada por el Proyecto como enfermera —le recordó Mascarilla Blanca.

—Tiene razón, señor…

—¡Pues ocúpese del bienestar físico del chico y no se meta en cuestiones psicológicas!

—Lo siento, señor.

Joey oyó cómo los pasos de María se iban alejando.

—Disfruta metiéndose con las mujeres tanto como con los niños, ¿verdad? —le preguntó Joey con desdén una vez que María salió de la cámara.

—No me provoques, Joseph Williams. Por el momento eres útil para nuestros fines.

—¿Nuestros fines?

—Nuestros fines reciben el nombre de «el Proyecto» —le contestó Mascarilla Blanca—. Eso es todo lo que necesitas saber. Y me permito añadir que es más de lo que merece conocer la mayor parte de la gente de este miserable y pequeño planeta.

—Y fueron sus matones los que me recibieron en el aeropuerto, ¿no? —preguntó Joey mientras miraba las paredes de piedra tallada que conformaban su prisión—. Oiga, ¿dónde narices estamos? ¿En la Cámara de los Horrores?

—Eso no es asunto tuyo.

—Veamos… Estamos en un subterráneo, ¿verdad?

Joey recordó el viaje desde el aeropuerto de Heathrow. Al principio creyó que los tres hombres con tarjetas de identificación aparentemente verídicas eran polis de paisano. Por su aspecto desde luego lo parecían. Sólo cuando le vendaron los ojos y le metieron a empujones en la parte trasera de aquella camioneta camuflada cayó en la cuenta de que no tenían nada que ver con la policía.

El trayecto había durado dos horas, a unos ochenta kilómetros por hora según calculó. El vuelo 174 había aterrizado por la mañana, por tanto el sol estaba entonces en el Este. La camioneta tenía las ventanas oscuras, pero Joey recordaba la sensación del sol pegándole en la mejilla derecha la mayor parte del tiempo.

—Debemos de estar a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Londres —dijo riéndose para sus adentros al ver la sorpresa en los ojos de Mascarilla Blanca—. De hecho, seguro que nos encontramos muy cerca del Instituto Brentmouth.

—Puede ser.

Joey rezongó haciendo mucho teatro:

—Ande… ¡Reconozca que tengo razón! ¿Por qué han elegido ustedes este sitio? ¿Qué tiene de especial Brentmouth?

—Tengo mis razones —dijo Mascarilla Blanca—. Eres un chiquillo muy listo, Joseph Williams.

—Por supuesto que sí —contestó Joey—. Y no soy ningún chiquillo, ¿vale? Tengo trece años y medio, así que puedo dar mucha guerra, ¿se entera?

El Instituto
Martes 9 de mayo, 14:15 h

—¿Lo ves? ¡Ya te dije que era imposible! —exclamó Marc con aire petulante mientras Rebecca pasaba el contador Geiger portátil por la sombra estampada en la pared. Lo había tomado prestado del laboratorio de física, diciéndole al señor Boyle que lo necesitaba para hacer un experimento personal.

—Es tan imposible como tu teoría de los monjes locos —replicó Rebecca frunciendo el ceño. El contador Geiger no emitía ninguno de los sonidos chisporroteantes que normalmente indican la presencia de una radiación. Apagó el aparato y se levantó.

—Estás preocupada, ¿verdad? —preguntó Marc al ver la expresión de su cara.

—No me gustan los misterios, Marc. Algo produjo tanto calor que imprimió esta sombra en la pared. Quiero saber qué fue.

—¿Y si el contador Geiger estuviese estropeado?

—Siempre ha funcionado bien hasta ahora.

—Entonces esta sombra no puede haber sido provocada por una explosión termonuclear radiactiva.

—¿Qué puede haberla producido? —preguntó Rebecca mientras comprobaba el Geiger otra vez. No había duda alguna. Funcionaba perfectamente.

—No vais a encontrar nada con eso.

Rebecca y Marc levantaron la mirada hacia la chica que les observaba desde el otro lado del patio. Era delgada y guapa, con unos enormes ojos azules. Tenía el pelo rubio y muy corto. Ella pensaba que le hacía parecer un chico, pero en realidad conseguía que aparentase menos de sus trece años. Hablaba con un ligero acento local que no había conseguido eliminar del todo en los años que llevaba dando clases con su profesor particular.

—¿Qué te hace pensar eso, Colette? —le preguntó Marc.

—Ninguno de vuestros sofisticados instrumentos os dirá cómo se estampó esa cosa ahí —afirmó Colette mientras avanzaba hacia ellos con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros. Se arrodilló para examinar de cerca la sombra de la pared—. Es espeluznante, ¿verdad?

—Ya te lo dije —le susurró Marc a Rebecca, aunque ésta no le hizo ni caso.

—¿Qué haces aquí, Colette? —le preguntó Rebecca—. Al general Axford no le gusta que los que no son alumnos ronden por el Instituto.

—A menos que la empresa de tu padre sea la propietaria del solar. Entonces puedes hacer lo que quieras… —respondió Colette sonriendo—. Anoche vi el incendio desde Fiveways, y quería echarle un vistazo a todo esto más de cerca. El padre Kimber tenía que pasarse por el Instituto esta mañana, así que se ofreció a traerme.

—¿Kimber? —preguntó Rebecca—. Me suena el nombre.

—Emmanuel Kimber, el nuevo párroco de la iglesia de Saint Michael —explicó Colette—. Es un tipo simpático. Sustituye al viejo Matthews desde el mes pasado, y fue a nuestra casa a pedir una donación.

—¿Para qué habrá venido al Instituto? —se preguntó Rebecca.

—¿Quién sabe? —dijo Colette encogiéndose de hombros con indiferencia, como queriendo decir «¿A quién le importa?»—. A lo mejor también quiere que vuestro director contribuya con fondos para la Iglesia.

—Me extrañaría… —dijo Marc—. Axford no es un hombre religioso. No tiene fe en nada que no se pueda probar científicamente.

—Esto es mucho más interesante ;—dijo Colette examinando la sombra más de cerca—. ¿Cuál creéis que ha sido la causa?

—¡Energía termonuclear! —exclamó Marc riéndole ante la mirada iracunda que le lanzó Rebecca.

—¡Fantasmas! —dijo Rebecca—. ¡O al menos eso es lo que piensa Marc!

—Pues entonces sólo puede haber sido… la hermana Uriel —concluyó Colette con aire de sabelotodo.

—¿Cómo has dicho?

—Es una antigua leyenda local. Claro que vosotros no habréis oído hablar de ella… Como ninguno de los dos sois de por aquí…

—¿Oído hablar de qué? —quiso saber Marc.

—Hace trescientos años se incendió una parte de la vieja abadía… ¡La venganza de la hermana Uriel!

—¿Quién era la hermana Uriel? —preguntó Rebecca.

—Una monja del siglo XVII que se enamoró del abad de un monasterio cercano.

—¿Dos viejas abadías en un pueblucho tan pequeño? —se extrañó Rebecca—. ¿No es un poco raro?

—No por estos lugares —dijo Colette—, Hay un montón de viejas iglesias y lugares santos en esta parte del condado. Desde la cima de Darkfell Rise se ven por lo menos siete u ocho formando una hilera. A veces me da la impresión de que no es por casualidad.

—¿Dónde fue construido ese monasterio?

—Nadie lo sabe. Al parecer fue reconstruido después de que Enrique VIII mandara derribarlos todos.

—¡Cuéntanos más sobre esa hermana Uriel y el abad! —le rogó Marc.

—Cuando su amor fue descubierto, intentaron escaparse a través de un pasadizo subterráneo que unía la abadía con el monasterio. El abad consiguió escapar y no se volvió a saber de él.

—Los hombres son unos cerdos —afirmó Rebecca, irritada.

—A Uriel la mataron por bruja —continuó Colette—. Al menos eso es lo que se cuenta. Pero cien años después su fantasma volvió para prenderle fuego a la abadía y reducirla a cenizas.

—¡Y ahora ha vuelto! —exclamó Marc.

—¡No seas infantil! —le increpó Rebecca.

—Ya os he dicho que no es más que una historia —añadió Colette, aunque se notaba que creía en la leyenda, al menos en parte—. Después de aquello, durante años la gente de por aquí describía este lugar como el más embrujado de toda Inglaterra.

—¡Estamos en el siglo XXI! —les recordó Rebecca, a pesar de que sintió cómo un escalofrío de miedo le recorría la espalda—, y cualquier persona, razonable sabe que los fantasmas no existen.

—Pues yo siento que aquí hay algo siniestro —dijo Colette—. Hay gente que dice que hay kilómetros y kilómetros de túneles bajo el Instituto. Eso es todo lo que queda de la vieja abadía. No sabemos a ciencia cierta lo que puede haber ahí abajo. A lo mejor hasta la hermana Uriel…

Rebecca suspiró mirando al cielo. Colette se estaba poniendo demasiado melodramática. ¡Y lo peor era que Marc se lo estaba tragando todo! Observó a Colette mientras se agachaba para tocar la misteriosa sombra de la pared. De pronto la chica se tambaleó con aire vacilante. Marc se acercó a ella inmediatamente y la ayudó a levantarse.

—¿Colette, qué te pasa?

—Me he mareado, eso es todo —contestó separándose de él. Colette odiaba depender de los demás. Se tocó la frente—. ¿No tenéis calor?

Rebecca y Marc negaron con la cabeza.

—A lo mejor estás incubando algo —sugirió Rebecca—. Si quieres, te acompaño a la enfermería. Seguro que la enfermera Clare está dispuesta a hacer la vista gorda y echarte un vistazo.

—Estoy bien… —contestó Colette estirando los brazos y bostezando.

—¿Demasiadas fiestas hasta altas horas de la madrugada? —le preguntó Rebecca con envidia. Con la cantidad de deberes que les mandaban a Marc y a ella, pocas veces se podían permitir salir de juerga.

—Últimamente no consigo dormir bien —le confesó Colette—. Tengo pesadillas desde que papá y yo volvimos de aquel viaje de negocios a Nueva York.

—Hablando de pesadillas, tengo que acabar los ejercicios de química antes de la última clase —dijo Marc mirando su reloj—. ¡Qué pena que la hermana Uriel no prendiera fuego también al laboratorio!

—¿Qué tipo de pesadillas tienes, Colette? —quiso saber Rebecca.

Colette torció el gesto. No le gustaba reconocer sus debilidades, y se sentía incómoda hablando de ello.

—Hay una en la que sueño constantemente con un accidente de tráfico. Bueno, al menos creo que se trata de un accidente. Es una niña negra a la que atropella un coche lujoso, creo que una limusina. Todavía puedo oír en mi mente los gritos de su hermano, como si estuviera cerca, muy cerca…

Capítulo quinto

La bola de fuego

El Instituto
Miércoles 10 de mayo, 12:45 h

—MARC, ¿no crees que te estás tomando demasiado en serio esa historia de la monja?

Marc estaba sentado frente a uno de los ordenadores de la biblioteca del Instituto. Tenía un montón de discos ópticos esparcidos sobre la mesa. Allí no había nadie, a excepción de Rebecca y él. Era casi la hora de comer, así que la mayor parte de los alumnos se encontraban en alguna de las muchas salas comunes del Instituto.

—Llámalo investigación histórica, Bec —le contestó Marc metiendo un disco en el lector—. Quiero ver hasta qué punto es cierta la historia que nos contó Colette.

Rebecca miró la pantalla por encima del hombro de Marc.

—¿Qué es lo que estás haciendo exactamente?

—Este es un disco óptico flexible…

—¿Un qué…?

—Un disco óptico flexible. Contiene tanta información como un CD, pero se puede grabar y volver a grabar sobre él.

—¿Y qué contiene? —preguntó Rebecca mientras observaba cómo Marc recuperaba un fichero llamado «índice».

—Datos del registro de la parroquia local.

—¿Y por qué iba a estar ese tipo de información en una biblioteca científica como ésta?

—Forma parte de un proyecto socio-histórico que está llevando a cabo Axford, como favor a la señorita Rumford, de la asociación de folclore local. Con un poco de suerte deberíamos encontrar una referencia a la hermana Uriel.

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