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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (22 page)

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Lo terrible es que cuando un hombre promete algo, en el fondo está todo por hacer. San León Magno decía a los neófitos: «Que vuestra vida realice ahora lo que ha significado el sacramento »
[8]
. Pero el neófito descubría al día siguiente de su bautismo que, si bien había ahogado
sacramentalmente
al hombre viejo,
en la realidad
parecía gozar todavía de buena salud y continuaba «una especie de guerra civil contra nuestros vicios interiores»
[9]
.

Para lograr enterrar
efectivamente
al hombre viejo y desarrollar la vida nueva de hijo de Dios hará falta en realidad toda la existencia:

«Cada cosa tiene su tiempo apropiado: hay tiempo de sueño y tiempo de vigilia; tiempo de guerra y tiempo de paz- pero
toda la vida humana es el tiempo del bautismo
»
[10]
.

Como exhortación a no descuidarse, nada más salir del agua se entregaba al neófito una vela que recordaba la lámpara de las vírgenes de la parábola (cfr. Mt 25, 1-13), que debían tener constantemente encendida hasta que llegara el Esposo:

«Habéis sido transformados en luz de Cristo. Caminad siempre como hijos de la luz, a fin de que
perseveréis
en la fe y
podáis salir al encuentro del Señor, cuando venga con todos los Santos en la gloria celeste
»
[11]
.

Ahora que sabemos que toda la vida es tiempo del bautismo podemos entender mejor la unción prebautismal: Antes de que el catecúmeno bajara a la piscina se le ungía todo el cuerpo con aceite, igual que se hacía con los atletas cuando iban a comenzar un combate. Esta unción —que quería curtirle para el enfrentamiento con el adversario, al que se suponía viviendo en las aguas de muerte que iba a atravesar— es realmente unción para la vida entera, puesto que la vida entera es recorrer en la realidad el camino que la piscina representa sacramentalmente.

Manos vacías, aunque abiertas

Después de haber buceado en la riqueza pedagógica que encierran los signos del bautismo, debemos intentar comprender su
misterio
. Nada mejor para ello que ver el progreso que supone respecto de otros signos de similar expresividad.

Realmente, el bautismo cristiano no es nada original. En muchos pueblos primitivos se daba «muerte» simbólica a los neófitos, por ejemplo, enterrándolos en una fosa que se recubría con follaje o arcilla mojada. Cuando se levantaban de la «tumba» eran considerados hombres nuevos que habían roto con el pasado.

También los baños regeneradores se conocían en otros pueblos: en Egipto, en Babilonia y en las religiones mistéricas del helenismo (culto a Eleusis, a Baco y a Mitra; juegos de Apolo y de Peleo, etc.). Todavía hoy existen en la India piscinas sagradas donde los creyentes se sumergen varias veces al año para purificarse. Dados los efectos purificadores que el agua tiene sobre el cuerpo no es extraño que se haya hecho también de ella un símbolo de la limpieza interior.

En el judaísmo se conocía igualmente el bautismo de los prosélitos (es decir, de los que se convertían de la gentilidad a la religión de Israel) y el de los esenios de la comunidad de Qumran, así como diversas abluciones para la purificación ritual.

Pues bien, el bautismo de Juan, el Precursor, suponía un avance frente a todos esos baños regeneradores —cuya purificación era puramente ritual y externa— al exigir la
conversión interior
:

«Dad frutos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: «Tenemos por padre a Abraham»; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham… La gente le preguntaba: «Pues, ¿qué debemos hacer?» Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene, el que tenga para comer que haga lo mismo». Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les dijo: «No exijáis más de lo que os está fijado». Preguntáronle también unos soldados: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» El les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada »» (Lc 3, 8-14).

Pero el bautismo de Juan, si bien
exigía mucho, daba poco
, porque después de haber invitado al hombre a una conversión tan radical, le dejaba abandonado a sus propias fuerzas. Ahí está la diferencia respecto del bautismo cristiano: Mientras el bautismo del Precursor era solamente un bautismo de agua que no puede comunicar fuerza, el de Jesús hace entrar en comunión con el Espíritu Santo, «la fuerza de nuestra fuerza». «Yo os he bautizado con agua —decía Juan—, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Me 1,8).

La capilla de los sacramentos de las catacumbas de San Calixto guarda una pintura bautismal muy expresiva: El neófito es representado en la figura de un niño sobre quien desciende el Espíritu Santo en forma de paloma. Así, pues, la recepción del Espíritu Santo es lo que diferencia el bautismo cristiano del de Juan (cfr. Hech 19, 1-7; 2, 38; 10, 47; etc.).

El neófito se mantiene pasivo en el agua; ningún texto antiguo dice que se lave. Y las fórmulas verbales que utiliza el Nuevo Testamento son siempre pasivas: «Es bautizado», «es lavado», etc. (cfr. Hech 2, 38.41; Rom 6, 3; 1 Cor 1, 13.15; 12, 13; etc.).

Eso significa que
el actor principal del bautismo no es el hombre, sino Dios
a través de su ministro. El hombre sólo puede recibir ese don
con las manos vacías, aunque abiertas
; es decir, c
on la disponibilidad de la fe
.

En realidad todo viene de Dios: la acción salvífica de Cristo —su vida entregada por nosotros y resucitada por el Padre— fue como el «bautismo general» de toda la humanidad, que se actualiza después para cada uno en su propio bautismo:

«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con El sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva…» (Rom 6, 3-11).

Bautismo y libertad

Así, pues, el cristiano que se bautiza acepta de antemano una muerte como la de Cristo. La predicación de los primeros siglos comparaba el camino de Cristo hacia la cruz con el camino de los neófitos hacia las aguas del bautismo, y por eso —decían— se despojan de sus vestidos, imitando a Jesús, despojado de los suyos para subir al patíbulo. Seguramente por ese paralelismo muchas piscinas bautismales paleocristianas tenían forma de cruz.

«Mira —decía un sermón pascual del año 582— en el santo bautismo morimos sacramentalmente; luego, en el martirio o sin martirio, morimos de verdad. Nuestra muerte sacramental no es distinta de la real, aunque sólo en la real se consuma»
[12]
.

Es significativo que la Antigua Iglesia leía a los neófitos, durante la vigilia bautismal, el relato del martirio de los compañeros de Daniel. Es indudable que aquellos cristianos que al bautizarse eran conscientes de haber dado la vida de antemano disfrutaban de una libertad suprema. Pertenecían a una raza distinta de la mayoría de la gente, que «por miedo a la muerte se mantienen esclavos de por vida» (Heb 2,15). Todo eso creaba en las comunidades cristianas un clima épico que, desgraciadamente, nosotros hemos perdido.

Bautismo e Iglesia

Otro tema muy grato para los Padres fue relacionar el bautismo con el Éxodo. Los neófitos accedían a la piscina por el occidente y salían por oriente, para recorrerla en el mismo sentido que los israelitas atravesaron el mar Rojo en busca de la libertad:

«Sabed que los egipcios siguen vuestros pasos, que quieren conduciros de nuevo a la antigua servidumbre (…) Ellos tratan de alcanzaros, pero vosotros bajáis al agua y salís de ella sanos y salvos»
[13]
.

Y ha sido muy común considerar como meta del bautismo la entrada en la tierra prometida, esa tierra que «mana leche y miel» (Ex 3,8), hasta el extremo de que después del bautismo se hacía gustar al neófito una mezcla de leche y miel
[14]
.

Lógicamente se consideraba que esa tierra prometida a la que se accedía por el bautismo era la Iglesia, y más tarde se empezó a ver en la mezcla de leche y miel un «praegustatum Eucharistiae».

Así, pues, el bautismo significa la admisión en la Iglesia: «Hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu —decía Pablo— para no formar más que un cuerpo» (1 Cor 12, 13). Y por eso cuando los neófitos salían de la piscina bautismal la comunidad los acogía recitando el «Padre
nuestro
».

Dentro de la Iglesia, si bien todos estamos llamados a vivir la consagración bautismal, la
vida religiosa
debe «expresarla con mayor plenitud»
[15]
, por lo que es interesante reflexionar sobre su aportación específica a la comprensión del bautismo.

La «gran Iglesia» con frecuencia encuentra en el Evangelio exigencias «casi imposibles de cumplir»: «Si alguno viene donde mí y no me pone por delante de su padre, de su madre, de su mujer, de sus hijos, de sus hermanos, de sus hermanas, y hasta de su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26). «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis (…) Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 25-33).

Sabemos que en todas aquellas «situaciones límite» en que el cónyuge, o los medios materiales de subsistencia o cualquier otro bien entren en conflicto con el Reino de Dios, el bautizado se compromete a anteponer los intereses del Reino. Pero, ¿serán muchos capaces de hacerlo así?

Pues bien, el religioso ha convertido en «situación normal» lo que para los demás cristianos son «situaciones límite» y, por sus votos de pobreza, castidad y obediencia, ha renunciado de antemano a tales bienes sin esperar a que pudieran entrar en conflicto con el Reino; como gesto profético para los demás:

«Gracias a su consagración religiosa —escribió Pablo VI—, los religiosos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está fecuentemente marcado por una originalidad y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: Se les encuentra no raramente en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para la santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo»
[16]
.

Son, como dijo Metz, una «terapia de 'shock' del Espíritu Santo para la gran Iglesia»
[17]
.

El bautismo de los niños

Ahora llega ya el momento de reflexionar sobre el bautismo que habitualmente vemos alrededor. Si «el bautismo celebra la opción fundamental que un hombre hace por el Reino de Dios» y debe recibirse «con la disponibilidad de la fe» —tal como hasta aquí hemos dicho— surge inmediatamente una duda: ¿El bautismo es «cosa de niños»?

Naturalmente, los primeros cristianos se bautizaban adultos. Tertuliano decía con orgullo: «Los cristianos no nacen, se hacen»
[18]
. Pero ya desde el año 180 tenemos un testimonio seguro de que también eran bautizados los niños
[19]
. Y aquí empiezan los problemas:

Como sabemos, en los símbolos de la fe se relaciona el bautismo con la
remissio peccatorum
. En el Nuevo Testamento, desde luego, se trataba de los pecados personales (cfr. Hech 2, 38; 22, 16). Pero parece indudable que la Iglesia tenía la convicción de que al bautizar a los niños les estaba confiriendo el mismo bautismo que a los adultos; es decir, un bautismo «para el perdón de los pecados»:

«La Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de bautizar a los niños. Aquellos a quienes les fueron confiados los misterios de los sacramentos sabían, en efecto, que
la mancha del pecado existe en todos
»
[20]
.

Pero, ¿de qué pecados se trata en este caso? Fue San Agustín el primero en afirmar que el pecado que exigía el bautismo de los niños era el «pecado original», y así lo recogió el Papa San Zósimo en el año 418
[21]
y más tarde el Concilio de Trento
[22]
.

Se planteó en seguida la cuestión de cuál sería el destino eterno de los niños que murieran sin bautismo. San Agustín pensaba que serían castigados, aunque con un castigo «más suave»
[23]
. La teología posterior fue progresivamente atemperando su desgracia.

Para Santo Tomás de Aquino no sufren ningún castigo, pero carecen de la visión de Dios. No están en el infierno, sino en una especie de «vestíbulo», al «borde» (en latín «limbus») del infierno
[24]
, donde ya Gregorio Magno había colocado a los justos del Antiguo Testamento que, no teniendo pecados personales, esperaban que Cristo les liberara del «pecado original»
[25]
.

También se dijo que no sufrían por la falta de visión beatífica puesto que, no teniendo noticia de su existencia, no la echaban de menos
[26]
. Y más tarde se les atribuyó una especie de «felicidad natural», con lo que el «vestíbulo del infierno» más bien se convirtió en un «vestíbulo del cielo».

Pero el hecho es que la Iglesia nunca ha definido como dogma de fe la existencia de dicho «limbo de los niños»; y hoy los teólogos lo rechazan mayoritariamente, dando por supuesta la salvación eterna de tales niños. El mismo Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró recientemente: «El limbo no ha sido nunca definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema, que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica»
[27]
.

En cuanto a la afirmación tridentina de que el bautismo «perdona» el pecado original, naturalmente debemos entenderla en sentido analógico. Puesto que se trata de un «pecado» que lo es en sentido analógico con respecto a los personales, sólo analógicamente podemos hablar de que es «perdonado».

En el primer capítulo vimos que el pecado original tiene dos dimensiones: Por un lado el condicionamiento exterior que supone estar rodeados por la
hamartiosfera
, y por otro lado, aquel daño infligido a nuestra misma naturaleza que Jeremías y Ezequiel expresaban simbólicamente diciendo que tenemos un «corazón de piedra».

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