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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (21 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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Pero apenas habían empezado a preguntarse desconcertados qué era todo aquello que les rodeaba, cuando vieron que Ahura le hacía gestos de impaciencia. Recordaron las instrucciones de Ningauble y vieron que casi había amanecido. Descargaron, pues, varios fardos y cajas del tembloroso e irritado camello, y Fafhrd desplegó la oscura mortaja de Ahriman, parecida a una gran telaraña y cubrió con ella a Ahura, que permanecía callada ante la tumba, su rostro como un retrato en mármol de la ansiedad, como si hubiera brotado de la piedra que la rodeaba.

Mientras Fafhrd se ocupaba de otras cosas, el Ratonero abrió el baúl de ébano que habían robado a la Falsa Laodicea. Un talante visionario se apoderó de él y, con torpes pasos de danza, imitando a un servidor eunuco, dispuso con mucho gusto sobre una piedra plana los tarros, jarros y pequeñas ánforas que contenía el baúl, al tiempo que cantaba con una voz apropiada de falsete:

Puse una mesa para el Gran Seléucida

la engalané hermosa y abstrusa;

y a él debió de complacerle,

pues, cuando estuvo harto, resolló:

«Como castigo, castrad al hombre».

—Fíjate, Fafhrd, al hombre lo habían caztrado de muchacho, y por fin ezo no era caztigo en abzoluto. A cauza de la caztración anterior...

—Yo voy a castrar tu mollera empachada de ingenio —gritó Fafhrd, levantando el siguiente artículo de magia, pero lo pensó mejor.

Entonces Fafhrd le entregó la copa de Sócrates y, todavía haciendo cabriolas, el Ratonero vertió en la copa una medida de polvo de momia, añadió vino, agitó el brebaje y, con unos fantásticos pasos de danza, se acercó a Ahura y se lo ofreció. La muchacha no hizo ningún movimiento, por lo que el Ratonero alzó la copa hasta sus labios y ella bebió ávidamente, sin apartar los ojos de la tumba.

Fafhrd trajo entonces la rama del Árbol de la Vida babilonio, que aún parecía fresca y firme al tacto, con sus hojas maravillosamente intactas, como si el Ratonero la hubiera acabado de cortar. Abrió suavemente los dedos apretados de la muchacha, colocó la ramita en ellos y los volvió a cerrar.

Así preparados, se dispusieron a esperar. El borde del cielo enrojeció y por un momento, pareció oscurecer más, las estrellas se desvanecieron y se apagó el brillo de la luna. Los afrodisíacos dispuestos sobre la piedra se enfriaron, negando su aroma a la brisa nocturna, y la mujer seguía contemplando la tumba. Tras ella, como si también la mirase, como si fuera su sombra fantástica, se erguía el monolito de forma humana, que el Ratonero escrutaba inquieto de vez en cuando por encima del hombro incapaz de decir si era una tosca obra natural o algo cuyos rasgos los hombres habían borrado laboriosamente a causa de su malignidad.

El cielo palideció hasta que el Ratonero pudo empezar a distinguir unos grabados monstruosos a un lado del sarcófago —de hombres como columnas de piedra y animales como montañas— y hasta que Fafhrd pudo ver el color verde de las hojas en la mano de Apura.

Entonces vio algo asombroso. En un instante, las hojas se agostaron y la rama se convirtió en un palo retorcido y ennegrecido. En el mismo momento, Apura tembló y palideció aún más, su rostro se volvió blanco como la nieve, y al Ratonero le pareció que una tenue nube negra se formaba sobre su cabeza, que el enigmático extraño al que odiaba surgía del cuerpo de la muchacha como un genio de humo contenido en un recipiente.

La gruesa tapa de piedra del sarcófago crujió y empezó a levantarse.

Apura avanzó hacia el sarcófago. A1 Ratonero le pareció que la nube la empujaba como una vela negra.

La tapa se movió con más rapidez, como si fuera la mandíbula superior de un cocodrilo de piedra. Al Ratonero le pareció que la nube negra se extendía triunfante hacia la abertura cada vez mayor, arrastrando a la pálida muchacha tras ella. La tapa se abrió del todo. Apura llegó a lo alto y, o bien se asomó al interior o, como vio el Ratonero, casi fue succionada junto con la nube negra. Se estremeció violentamente y entonces su cuerpo se desplomó como un vestido vacío.

Fafhrd apretó los dientes y una articulación crujió en la muñeca del Ratonero. Las empuñaduras de sus espadas, que habían desenvainado sin darse cuenta, les magullaron las palmas.

Entonces, como un ocioso tras una jornada de descanso entre cuatro paredes, un príncipe indio que abandona el tedio de la corte, un filósofo después de un excéntrico discurso, una figura esbelta se levantó de la tumba. Las ropas que cubrían sus miembros eran negras, el cuerpo estaba enfundado en metal plateado, el cabello y la barba eran negros y sedosos. Pero lo que primero llamaba la atención, como una enseña en el escudo de un hombre enmascarado, era el brillo tornasolado de su juvenil piel olivácea, un resplandor plateado que le hacía pensar a uno en vientres de pescados y en la lepra... Eso, y una cierta familiaridad, pues el rostro de aquel desconocido vestido de negro y plata tenía un parecido inequívoco con el de Apura.

5: Anra Devadoris

El recién llegado apoyó sus largas manos en el borde de la tumba, miró plácidamente a los demás y asintió como si fueran íntimos. Entonces saltó ágilmente por encima del borde y bajó los escalones, pisando la mortaja de Ahriman y sin dirigir siquiera una mirada a Ahura. Miró las espadas desenvainadas.

—¿Teméis enfrentaros a algún peligro? —preguntó, acariciándose la barba que, como le pareció al Ratonero, sólo podía haber crecido tan frondosa y sedosa en una tumba.

—¿Eres un adepto? —replicó Fafhrd, tartamudeando un poco.

El desconocido hizo caso omiso de la pregunta y se detuvo a contemplar divertido la estrafalaria colección de afrodisíacos.

—Sin duda el querido Ningauble es el padre de todos los lascivos de siete ojos —murmuró—. Debéis de conocerlo lo bastante bien para adivinar que os ha hecho buscar estos juguetes porque los quiere para él. Incluso en su duelo conmigo, no puede resistir la tentación de obtener algún beneficio secundario. Pero quizá esta vez el viejo libertino ha hecho una reverencia al destino sin saberlo. Por lo menos confiemos en que así sea.

Dicho esto, se quitó el cinto del que pendía su espada y lo dejó con toda tranquilidad a un lado, junto con la espada estrechísima de empuñadura plateada. El ratonero se encogió de hombros y envainó su arma, pero Fafhrd soltó un gruñido.

—No me gustas —le dijo—. ¿Eres tú quien nos ha sometido al encantamiento porcino?

El desconocido le miró burlonamente.

—Estáis buscando una causa —respondió—. Deseáis conocer el nombre de un agente que, a vuestro modo de ver, os ha agraviado, y pretendéis desatar vuestras iras contra él en cuanto sepáis quién es. Pero detrás de cada causa hay otra causa, y detrás del último agente hay todavía otro agente. Un inmortal no podría matar a una fracción de ellos. Creedme, pues he seguido esa senda hasta más lejos que la mayoría y tengo cierta experiencia de los obstáculos especiales colocados en el camino de quien trata de vivir más allá de los límites de su cráneo y del magro presente..., las trampas que le tienden, las titánicas enemistades que despierta. Os suplico que esperéis un poco antes de entablar batalla, como yo esperaré antes de responder a vuestra segunda pregunta. Admito sin ambages que soy un adepto.

Al oír esta última afirmación, el Ratonero experimentó otro frívolo impulso de comportarse fantásticamente, esta vez imitando a un mago. ¡Allí estaba la extraña criatura sobre la que podía probar la eficacia de la runa contra los adeptos que llevaba en el bolsillo! Quería pronunciar entre dientes un conjuro de muerte, agitar los brazos en un gesto de encantamiento, escupir al adepto y hacer girar a contramano su talón izquierdo tres veces. Pero también él decidió esperar.

—Siempre hay una manera sencilla de decir las cosas —dijo Fafhrd en tono amenazador.

—En eso es en lo que difiero de vosotros —replicó el adepto casi animadamente—. No hay ninguna manera de decir ciertas cosas, y otras son tan difíciles que un hombre languidece y muere antes de encontrar las palabras adecuadas. Uno debe tomar prestadas frases del cielo, palabras que proceden de más allá de las estrellas. De lo contrario, todo sería una burla, ignorante, aprisionadora.

El Ratonero miró fijamente al adepto, súbitamente y consciente de que había en él una incongruencia monstruosa, como si uno pudiera percibir un atisbo de doblez en la curvatura de los labios de Solón, o de cobardía en los ojos de Alejandro, o de imbecilidad en el rostro de Aristóteles, pues aunque el adepto era evidentemente erudito, confiado y poderoso, el Ratonero no podía evitar la idea de que era un niño mórbidamente ávido de experiencia, un chiquillo tímido y lastimosamente curioso, y tenía además la sensación desconcertante de que éste era el secreto por el que había espiado durante tanto tiempo a Ahura.

Los músculos del brazo armado de Fafhrd estaban tensos, y parecía a punto de dar una réplica todavía más tensa, pero en vez de hacerlo, envainó su espada, se acercó a la mujer, le cogió un momento las muñecas y luego la cubrió con su manto de piel de oso.

—Su espíritu sólo se ha alejado un poco —dictaminó—. No tardará en regresar. ¿Qué le has hecho, a ella, a vosotros o a mí? —replicó el adepto, casi irritado—. Estáis aquí y tengo que hacer un trato con vosotros. —Hizo una pausa—. He aquí, en pocas palabras, mi propuesta: os haré adeptos como yo mismo, compartiendo con vosotros todo el conocimiento de que vuestra mente sea capaz, a condición de que sigáis sometiéndoos a hechizos como el que ya conocéis y otros que pueda practicar en el futuro, para aumentar nuestro conocimiento. ¿Qué decís a eso?

—¡Espera, Fafhrd! —imploró el Ratonero, cogiendo a su camarada del brazo—. No le ataques todavía. Miremos la estatua desde todos los ángulos. ¿Por qué, mago magnánimo, has decidido hacernos esa oferta, y por qué nos has hecho venir hasta aquí para hacerla, en vez de obtener la respuesta en Tiro?

—Un adepto —rugió Fafhrd, tirando del Ratonero—. ¡Me ofrece hacerme un adepto! ¡Y por eso he de seguir besando a los cerdos! ¡Vete a escupir en el gaznate de Fenris!

—En cuanto al motivo por el que os he hecho venir aquí —dijo el adepto fríamente—, es la existencia de ciertas limitaciones a mi capacidad de movimiento, o por lo menos a mis poderes de comunicación satisfactoria. Además, hay un motivo especial, que os revelaré en cuanto hayamos cerrado nuestro trato..., aunque puedo deciros que, sin que lo supierais, ya me habéis ayudado.

—Pero ¿por qué nos has elegido a nosotros? ¿Por qué? —insistió el Ratonero, oponiendo resistencia al tirón de Fafhrd.

—Algunos porqués, si los seguís lo suficiente, conducen al borde de la realidad. Yo he buscado el conocimiento más allá de los sueños del hombre ordinario, me he aventurado hasta muy lejos en la oscuridad que rodea las mentes y los astros, pero ahora, en medio de los negros recovecos de ese temible laberinto, me encuentro de súbito al final de mi madeja. Los poderes tiranos que custodian ignorantes el secreto del universo sin saber lo que es, me han husmeado. Esos viles guardianes de los que Ningauble es un mero agente e incluso Ormadz un símbolo vago, han tendido sus trampas y levantado sus barricadas. Y mis mejores antorchas se han apagado o han demostrado tener una llama demasiado débil. Necesito nuevas avenidas de conocimiento.

Les miró entonces con unos ojos que parecían transformados en agujeros gemelos en una cortina.

—Hay algo en lo más profundo de vosotros, algo que vosotros, y otros con anterioridad, habéis guardado celosamente desde tiempo inmemorial, algo que permite reír como sólo los Dioses Antiguos han reído jamás, algo que hace ver una especie de broma en el horror, la desilusión y la muerte. Mucha es la sabiduría que obtendremos al desentrañar ese algo.

—Crees que somos bonitos chales tejidos para que tus hábiles dedos los deshilachen —rezongó Fafhrd—. ¿Para hacerte esa cuerda en cuyo extremo estás y descender por ella hasta Niflheim?

—Cada adepto debe deshilacharse a sí mismo, antes de que pueda deshilachar a otros —dijo el desconocido sin sonreír—. No sabéis qué tesoro mantenéis virgen e inútil en vuestro interior, o lo derramáis con una risa insensata. Hay en él mucha riqueza, muchas complejidades, hilos del destino que conducen más allá del cielo hasta reinos no soñados. —Su voz era rápida y evocadora—. ¿No tenéis deseos de comprender, impulsos de aventuras más grandes que vuestros vagabundeos de escolares? Os daré dioses por enemigos y estrellas como dote y tesoro, con sólo que hagáis lo que os ordene. Todos los hombres serán vuestros animales; los mejores, vuestra jauría. ¿Besar caracoles y cerdos? Eso no es más que un principio. Más grandes que Pan, asustaréis a las naciones, violaréis al mundo. El universo temblará bajo vuestra lujuria, pero lo dominaréis y haréis que se postre a vuestros pies. Esa risa antigua os dará el poder...

— ¡Alcahuete que escupes suciedad! ¡Libertino de labios sarnosos! ¡Basta!

El adepto hizo caso omiso de los gritos de Fafhrd, y siguió hablando como en trance, moviendo los labios de manera que su barba negra se agitaba rítmicamente.

—Sólo someteos a mi voluntad. Retorceremos y torturaremos todas las cosas, conoceremos su causa. La lujuria de los dioses pavimentará el camino que pisaremos a través de la ventosa oscuridad hasta que encontremos al que acecha en el cráneo insensible de Odin, tirando de los hilos que mueven vuestras vidas y la mía. Todo el conocimiento será nuestro, todo para nosotros tres. ¡Sólo tenéis que darme vuestras voluntades, someteos a mí!

Por un momento, al Ratonero le hipnotizó el resplandor de atroces maravillas. Entonces notó los bíceps de Fafhrd, que habían aflojado su presa —como si también el nórdico estuviera cediendo—, pero de súbito, se tensaron, y escuchó de sus propios labios unas palabras proyectadas fríamente en el silencio resonante.

—¿Crees que una poesía es suficiente para que nos convenzan tus nauseabundas añagazas? ¿Crees que nos importa un ardite tu pomposa manera de escudriñar la inmundicia? Fafhrd, este baboso me ofende, por más motivos que las perrerías que ya nos ha hecho. Sólo queda por decidir quién se encarga de él. Anhelo desmadejarle, empezando por las costillas.

—¿No comprendéis lo que os he ofrecido, la magnitud de la dádiva? ¿No tenemos ningún terreno común?

—Sólo para luchar en él. Invoca a tus demonios, brujo, o de lo contrario coge tu arma.

La avidez sobrenatural desapareció de los ojos del adepto, dejando en su lugar una expresión mortecina. Fafhrd cogió la copa de Sócrates y la arrojó al suelo para echar suertes, soltó un juramento cuando la copa rodó hacia el Ratonero, cuya mano rápida como un felino empuñó suavemente la delgada espada llamada Escalpelo. El adepto se agachó, tanteó a ciegas detrás de él, recuperó el cinto y la vaina y extrajo de ésta una hoja que parecía tan delicada y sensible como una aguja. Se quedó en pie, como una imagen descarnada y glacial de la indolencia recortada en el arrebol del sol naciente, el negro monolito antropomorfo erguido a sus espaldas.

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