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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (34 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——¡Debéis creerme! ¡El peligro es terrible, y ocurrirá esta noche! —Erixitl miró los ojos negros del general, que le devolvió la mirada con un gesto hasta cierto punto comprensivo.

——¿Pretendes que crea en tus sueños? —preguntó Cordell. Su instinto lo impulsaba a dar crédito a las palabras de la mujer, pero su enorme experiencia le advirtió en contra de semejante locura.

——Sucederá a la luz de la luna llena —repitió Erixitl—. Naltecona morirá a manos de alguien de tu legión. Y, después de su muerte, también morirá el Mundo Verdadero.

Hacía más de una hora que ella y el capitán general mantenían esta discusión. Cordell se paseó arriba y abajo por la habitación, sin ocultar su agitación. No podía creer en el aviso, y tampoco encontraba una buena razón que justificara el engaño por parte de la prisionera.

Erixitl miró a su alrededor, impaciente. La habían encerrado en lo que parecía ser una despensa. Había jarras de
octal,
cestos con maíz, y una puerta muy grande cerrada con llave. Los rayos del sol entraban por la separación entre el techo y la pared del lado oeste.

——¿Cuánto falta para la puesta de sol?, ¿para que salga la luna? —preguntó—. ¿De verdad creéis poder proteger al reverendo canciller si los dioses han dispuesto su muerte?

——¿Acaso no es lo que pretendías hacer? —replicó Cordell—. Si su muerte está fijada, ¿por qué has creído que podías cambiar el destino?

——Quizás he cometido un error —murmuró Erixitl, con una expresión de total desánimo.

Una súbita llamada a la puerta distrajo a los interlocutores.

——¡General, será mejor que venga! —La voz del guardia, desde el otro lado, traslucía la urgencia del pedido.

——¿De qué se trata? —preguntó Cordell, enfadado.

——Guerreros, señor. No dejan de llegar a la plaza. Ya han superado en número a los kultakas. Todavía no han atacado, pero cada vez son más.

Sin decirle ni una palabra, Cordell salió del cuarto a la carrera. El centinela cerró la puerta, y Erix se quedó a solas con sus pensamientos. Miró hacia lo alto; la luz seguía allí pero para ella sus rayos sólo proyectaban sombras.

Hundida en su desesperación, no escuchó que alguien abría la puerta. La corriente de aire fresco que le rozó la mejilla fue la primera advertencia. Se volvió para encontrarse ante la mueca burlona del capitán Alvarro. El brillo animal de sus ojos le produjo escalofríos.

——¿Qué quieres? —preguntó.

La boca de Alvarro formó las palabras de su respuesta, pero Erix no escuchó ningún sonido. Entonces, el hombre se acercó un paso más y, como si hubiese atravesado una barrera invisible, su voz se hizo audible.

—... tú sabes lo que deseo. —Alvarro sonrió, mostrando las encías casi sin dientes.

——¿Te ha ordenado Cordell que hagas esto? —preguntó Erix con voz serena, sin perder de vista el puñal en la mano del capitán.

——No lo sabe —replicó Alvarro, burlón—, y tú no podrás avisarle. Nada de lo que ocurre aquí dentro puede ser escuchado desde el exterior.

Erix pensó a toda prisa en un plan que le permitiera rechazar el ataque del monstruo, quien, por ahora, tenía todas las cartas a su favor. Alvarro se acercó, confiado.

——Halloran es un tipo con suerte. Se ha buscado una mujer no sólo bonita sino también orgullosa —comentó el pelirrojo.

Le había dicho que nadie podía escucharlos desde el exterior. Erix no sabía cómo, si bien sospechaba la intervención de la maga elfa. Su mente volvió a centrarse en el problema inmediato: Alvarro. Recordó el comportamiento del hombre en la fiesta de Palul. Había demostrado un aprecio y afición desmesurada por el
octal.

——¿Por qué iba a gritar? —contestó, intentando no hacer evidente su terror. Miró las jarras de
octal
colocadas junto a la pared, y recogió una—. Ten. Sé que te gustará beber primero un trago.

El capitán parpadeó, sorprendido por el valor de la muchacha. Le arrebató la jarra de las manos, y olió el contenido con desconfianza.

——Claro que me apetece —gruñó. Acercó la jarra a sus labios y bebió con fruición. El licor se derramó en parte: le empapó la barba y goteó al suelo.

Erixitl le volvió la espalda, asqueada por el espectáculo y desesperada por escapar. Vio que la luz del sol ya no alumbraba la parte superior del cuarto. Le quedaba muy poco tiempo; ¿qué podía hacer?

Aún le quedaba su amuleto, oculto por el vestido. La había protegido contra la magia de Darién, pero no creía que pudiera servirle para contener el ataque del capitán. La bolsa colgada de su cinturón le golpeó la cadera al moverse. En su interior sólo estaba el frasco que Halloran le había robado a la hechicera.

Erix le había impedido a Hal probar la pócima. Todavía recordaba la súbita aparición de la terrible oscuridad cuando su marido había acercado el frasco a sus labios con la intención de averiguar para qué servía.

Alvarro se lamió los labios, satisfecho, y apartó la jarra vacía. Miró de arriba abajo el cuerpo de Erix con una mirada de lascivia, y la muchacha sintió repugnancia.

——¿Sabes que eres muy bonita? ¡Estoy seguro de que has hecho cosas con Halloran! Si quisieras hacerlas también conmigo, quizá decida no matarte.

El pelirrojo levantó una de sus grandes manos para sujetarla del hombro, y Erix se volvió despacio, conteniendo sus ansias de pegarle. No serviría de nada; el gigantón la dominaría en el acto. Su única posibilidad de escapar a la violación y a una muerte segura residía en la astucia.

Metió la mano en la bolsa, y sacó el frasco. Sintió que le ardía en la palma, como una cosa vil y peligrosa. Sin muchos miramientos, Alvarro la obligó a darse la vuelta, casi tocándole los labios con los suyos.

——Yo..., yo le sirvo
octal —
dijo Erix, casi a punto de gritar de pánico—. Es capaz de beber grandes cantidades; ¡le gusta muchísimo! —Con una calma fingida, se volvió otra vez para recoger una segunda jarra y, en un abrir y cerrar de ojos, vació la pócima en la bebida. Después se la ofreció al capitán—. Aquí tienes. Me ocuparé de servirte con mucho placer. —Pero el corazón le dio un salto cuando Alvarro rechazó la jarra.

——Puedo beber
octal
en cualquier ocasión —gruñó—. Ahora me apetece un servicio un poco más especial.

Hasta que su espalda no tocó la pared, Erix no fue consciente de que no había dejado de retroceder con la jarra en la mano. Ahora se veía encerrada por los brazos de Alvarro, y podía oler el aroma dulzón de la bebida indígena que se desprendía de su boca.

——Espera. ¿Quieres sentarte? —propuso Erix en un tono casi amable. ¡No podía despertar sus sospechas!

Con expresión agria, Alvarro apartó un brazo y dejó que la muchacha se sentara. La reacción de Erix lo había desconcertado. Al cabo de un momento, y sin mucha agilidad, se sentó a su lado.

——¿No tienes miedo? —le preguntó con brusquedad.

——Sí —respondió Erix. «En realidad, estoy aterrorizada», añadió para sí misma—. Pero somos gente fatalista. Nuestros dioses nos han enseñado a no luchar contra lo inevitable. Tú estás aquí; no hay nadie más. Sé que estoy en tu poder.

Aunque todos los músculos de su cuerpo clamaban por descargar mil y un golpes contra el capitán, Erix se contuvo. De nada serviría intentar el uso de la fuerza, así que continuó apelando al ingenio. Levantó la jarra sin ofrecérsela, con la intención de que la viera.

——Dame eso —gruñó el hombre, y se la arrebató de las manos. Acercó la jarra a sus labios y, una vez más, bebió con deleite. Erixitl lo observó, preocupada. ¿La pócima tendría el mismo efecto diluida en
octal? ¿Y
cuál sería el efecto?

Alvarro dejó la jarra medio vacía en el suelo, chasqueó los labios y, con una violencia inesperada, se arrojó sobre Erix aplastándola con su peso.

Sus ojos brillaban como ascuas, y la muchacha se vio perdida. Pero, un segundo más tarde, un terrible espasmo sacudió el cuerpo de Alvarro y la lengua asomó entre sus labios. En un esfuerzo desesperado, consciente de que había caído en una trampa, cerró las manos sobre el cuello de Erix para estrangularla. No tuvo tiempo; soltó un estertor y murió.

Casi ahogada, Erixitl se arrastró por debajo del cadáver y se apartó de él. Durante un rato, luchó por recuperar la respiración y contener las náuseas. Vio que aún tenía el frasco en la mano. Lo lanzó contra la pared, donde se hizo añicos, y tuvo la sensación de que los trozos reflejaban sus esperanzan rotas.

Entonces presintió un movimiento a sus espaldas y se volvió, sorprendida. Otra figura había entrado en la habitación sin utilizar ninguna de las aberturas. Los ojos rasgados del ser la observaban con una expresión un tanto divertida. Sus grandes alas se movían lentamente para sostener en el aire su cuerpo de serpiente. Su voz, cuando habló, era un suave siseo.

——Hola —dijo la serpiente emplumada—. Soy
Chitikas Coatl,
y he vuelto.

De las crónicas de Coton:

Para el cronista que, en su momento, quiera conocer el relato del Ocaso:

Los dioses se han reunido en las tribunas de su cosmos inmortal para contemplar lo que ocurre en la plaza. Cada uno se muestra sublime y confiado en sí mismo. No se preocupan por los demás dioses, y fijan su atención en el drama que interpretan los humanos.

Esto puede significar su caída. Helm se lame los labios mientras sus hombres cuentan el oro, una pila cada vez más grande en el interior del palacio de Axalt. El fraile Domincus da gracias por los tesoros, y el dios se deleita con las alabanzas.

Zaltec devora los corazones que le ofrecen, pero nunca son suficientes para aplacar su apetito. Por el contrario, cada vez necesita más. Ahora su culto sagrado se inflama de ansias guerreras. Claman por la guerra, el mejor medio para ofrecer un increíble festín a su dios.

Ninguno de los dos es consciente de una tercera presencia inmortal, la esencia arácnida de Lolth, que poco a poco, toma forma a sus espaldas en la galería cósmica. También ella sólo tiene ojos —ojos vengativos— para sus niños traviesos. Los drows, comprometidos con la causa del dios que han adoptado, ya ni la recuerdan.

Pero a Lolth se le acaba la paciencia.

17
El último ocaso

——¡No, por Helm, no podemos estar perdidos! —gritó Halloran, estrellando su puño contra la pared del túnel. La impotencia amenazaba con destrozarlo. Su mente era un torbellino de imágenes, a cuál más terrible, del destino de Erixitl a manos de sus viejos camaradas de armas.

Durante horas, los tres hombres habían recorrido kilómetros de túneles, en la búsqueda desesperada de una salida que los llevara al palacio de Axalt, distinta de la que habían utilizado antes. A su alrededor, se extendían los pasadizos —aparentemente todos iguales—, que se entrecruzaban, cambiaban de elevación, desembocaban en habitaciones cerradas, o se acababan cada cien pasos. El sacerdote, hermano de Erixitl, ponía tanto empeño en la búsqueda como sus dos compañeros.

——Encontraremos la salida —afirmó Poshtli con severidad, dispuesto a reanudar la marcha tras un breve descanso. En realidad, sólo se habían detenido menos de un minuto, pero la impaciencia les impedía permanecer inmóviles.

——Estoy seguro de que ahora ya estamos muy abajo —dijo Hal, frenético ante la posibilidad de que hubieran dejado a Erixitl muy atrás—. No hemos dejado de bajar desde hace horas.

——Es posible. Veamos si podemos dar con un camino que nos lleve hacia arriba. —Poshtli señaló la bóveda del túnel. En varios sitios habían visto escaleras de madera podrida que conducían hacia la superficie.

Shatil permaneció en silencio, sin perderse nada de las discusiones de Hal y Poshtli. Por una parte, admiraba el tesón y el interés por rescatar a su hermana. Por la otra, como siervo de Zaltec, rogaba poder dar con ella. Entonces podría realizar la tarea encomendada por su dios: asesinarla.

Encendió otra de sus antorchas de junco con el cabo de la anterior.

——Sólo me quedan dos —avisó a sus compañeros—. No tardaremos en quedarnos a oscuras.

Halloran se volvió con la velocidad del rayo, dispuesto a descargar su cólera contra el clérigo por el comentario. Shatil no se amilanó y lo miró muy tranquilo; de pronto, Hal se sintió como un idiota.

——Razón de más para que nos demos prisa —gruñó.

Una vez más avanzaron por un pasillo estrecho, idéntico a los otros cien que habían recorrido antes.

——¿Cuánto tiempo llevamos aquí abajo? —preguntó Hal, mientras hacía todo lo posible por dominar su desesperación.

——La mayor parte del día, si no me equivoco —contestó Poshtli—. No debe de faltar mucho para el ocaso.

No hizo más comentarios. Los dos tenían presente la importancia de la visión de Erixitl. Con el ocaso llegaría el ascenso de la luna llena, y —si ella había visto la verdad— poco después ocurriría la muerte de Naltecona.

Mientras caminaban, Halloran se volvió por un instante, y descubrió a Shatil que lo contemplaba con una expresión de extrañeza.

——¿Qué pasa? —preguntó el ex legionario.

——Pensaba —respondió el sacerdote, señalando la cintura de Hal— en cómo es que llevas una piel de
hishna.
Creía que sólo la utilizaban los miembros de mi orden. ¿Acaso eres un maestro de la
zarpamagia?.

——No —dijo Hal, mirando la piel de serpiente sujeta a su cintura—. En una ocasión, hace mucho tiempo, me retuvo prisionero en Payit. Cuando pude liberarme, la conservé.

——Es un talismán muy poderoso —afirmó el clérigo.

——Lo sé por experiencia propia. —Halloran recordó las dificultades que había tenido con la piel de serpiente. Se había convertido en una cuerda larga y flexible que lo había envuelto hasta casi ahogarlo con su presión. Daggrande había intentado cortarla con su puñal, y la hoja de acero se había mellado sin hacer ni una marca en la cuerda.

——¡Mirad! —gritó de improviso Shatil, mientras los otros avanzaban con rapidez. Señaló un pequeño cuarto en el lateral del túnel, que Hal y Poshtli habían pasado por alto en la prisa.

——¿Qué es? —gruñó Hal, espiando en las sombras.

——Una escalera —contestó Shatil—. Va hacia arriba.

——Observe, capitán. No hacen más que estar sentados y mirarnos. ¿Cuál es su opinión? —Cordell se volvió hacia Daggrande, y esperó la respuesta. El enano estaba a su lado en la azotea del palacio de Axalt. La amplia superficie de tablas aparecía limitada por un parapeto bajo. En el centro se levantaban los techos piramidales correspondientes a la sala del trono y los salones más grandes. El resto de la azotea no era más que una plataforma libre de obstáculos.

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