Entrevista con el vampiro (2 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Una vez más el vampiro hizo una pausa. Y el muchacho quedó inmóvil, mirándolo, perplejo.

—Ah..., perdóneme —susurró—. ¿Qué hizo? ¿Vendió las plantaciones?

—No —dijo el vampiro, y su rostro estaba sereno, como desde el principio—. Me reí de él. Y él... se puso furioso. Insistió en que la orden provenía de la mismísima Virgen. ¿Quién era yo para ignorarla? ¿Quién? —se preguntó en voz baja, como si lo estuviera pensando nuevamente—. ¿Quién, por cierto? Y, cuanto más quiso convencerme, más me reía yo. Era un absurdo, le dije, el producto de una mente inmadura e incluso mórbida. El oratorio era una equivocación, le dije; lo haría derribar de inmediato. Él iría a la escuela en Nueva Orleans y se sacaría de la cabeza esas ideas extrañas. No recuerdo todo lo que dije. Pero recuerdo la sensación. Detrás de toda esta negativa desdeñosa de mi parte, había un disgusto latente y una gran desilusión. Yo estaba amargamente desilusionado. No le creía una sola palabra.

—Pero eso es comprensible —dijo rápidamente el muchacho cuando el vampiro hizo una pausa: se ablandó la expresión de perplejidad de su rostro—. Quiero decir: ¿le hubiera creído alguien?

—¿Es tan comprensible? —el vampiro miró al entrevistador—. Pienso que tal vez haya sido un egoísmo cruel. Déjame explicarme. Yo adoraba a mi hermano, como ya te dije, y a veces creía que era un santo viviente. Lo alenté en sus oraciones y meditaciones, y como dije, estaba dispuesto a que se fuera de mi lado para que entrara en el sacerdocio. Y si alguien me hubiera contado de un santo en Ars o en Lourdes que tenía visiones, le habría creído. Yo era católico; creía en los santos. Encendía velas delante de sus estatuas de mármol en las iglesias. Conocía sus imágenes, sus símbolos, sus nombres. Pero no lo creí; no en mi hermano. No sólo no creí que tuviera visiones, no lo pude considerar posible un solo instante. Ahora bien, ¿por qué? Porque era mi hermano. Podía ser santo, podía ser extraño, pero Francisco de Asís, no. Mi hermano, no. Mi hermano no podía serlo. Eso es egoísmo, ¿te das cuenta?

El entrevistador lo pensó antes de contestar y entonces asintió con la cabeza y dijo que sí, que pensaba que así era.

—Quizá tenía visiones —dijo el vampiro.

—¿Entonces usted..., usted no afirma saber... ahora... si las tenía o no?

—No, pero sé muy bien que jamás vaciló un segundo en sus convicciones. Eso lo sé y lo sabía entonces, esa noche, cuando salió de mi habitación furioso y dolorido. Jamás vaciló un instante. Y, a los pocos minutos, estaba muerto.

—¿Cómo? —preguntó el entrevistador.

—Simplemente traspasó las puertas vidrieras, salió a la galería y se quedó un momento en lo alto de las escalinatas de ladrillo. Entonces, se cayó. Estaba muerto cuando llegó al fondo. Con el cuello roto —dijo el vampiro, y se sacudió la cabeza con consternación, pero su rostro aún estaba sereno.

—¿Usted lo vio caer? —preguntó el chico—. ¿Perdió pie?

—Yo no lo vi, pero dos sirvientes lo vieron. Dijeron que levantó la vista, como si acabara de ver algo en el cielo. Entonces todo su cuerpo se adelantó barrido por el viento. Uno de ellos dijo que estaba a punto de decir algo cuando cayó. Yo también pensé que iba a decir algo, pero en ese preciso momento me di vuelta y di la espalda a la ventana. Yo estaba de espaldas cuando oí el ruido. —El vampiro echó una mirada al magnetófono—. No pude perdonármelo. Me sentí responsable de su muerte —dijo—. Y todos los demás también parecieron pensarlo.

—Pero, ¿cómo pudieron pensarlo? Usted dijo que hubo gente que lo vio caer.

—No fue una acusación directa. Simplemente, sabían que había sucedido algo desagradable entre nosotros. Que habíamos discutido minutos antes del accidente. Los sirvientes nos habían oído, mi madre nos había oído. Mi madre no dejaba de preguntarme lo que había sucedido y por qué mi hermano, que era tan tranquilo, había estado gritando. Luego mi hermana se sumó al interrogatorio y, naturalmente, yo me negué a dar razones. Me negué a decir nada. Estaba tan amargamente sorprendido y me sentía tan miserable que no tuve paciencia con nadie; sólo tomé la vaga decisión de que nadie se enterara de sus visiones. No sabrían que, al final, en vez de convertirse en santo, se había transformado sólo en un fanático... Mi hermana se fue a la cama en vez de ocuparse del funeral, y mi madre dijo a todo el vecindario que algo espantoso había sucedido en mi cuarto y que yo no lo quería contar a nadie; y hasta la policía me interrogó, debido a mi propia madre. Por último, vino a verme el cura y exigió saber lo que había pasado. No se lo dije a nadie. Sólo fue una discusión, dije. Yo no estaba en la galería cuando se cayó, protesté, y todos me miraron como si lo hubiera matado. Y yo sentí que lo había matado. Me senté en la sala, al lado de su ataúd, pensando: «Lo he matado». Lo miré a la cara hasta que aparecieron manchas delante de mis ojos, y casi me desmayé. Se había destrozado la nuca en el pavimento y su cabeza tenía una forma extraña sobre la almohada. Me obligué a contemplarla, a estudiarla, simplemente porque casi no podía soportar el dolor y el olor a podredumbre, y sentí la tentación, una y otra vez, de abrirle los ojos. Todos éstos eran pensamientos e impulsos demenciales. El pensamiento fundamental era: me había reído de él, no le había creído; no había sido bueno con él. Había caído por culpa mía.

—Todo eso sucedió, ¿verdad? —susurró el muchacho—. Me está contando algo... que es verdad.

—Sí —dijo el vampiro, mirándolo con sorpresa—. Quiero seguir contándotelo —aseguró, pero, cuando su mirada pasó del muchacho a la ventana, sólo demostró lejano interés en el entrevistador, que parecía sumido en silenciosas contradicciones.

—Pero... usted dijo que no sabía de sus visiones; que usted, un vampiro..., no podía saber con plena y total seguridad si...

—Quiero hacer las cosas en orden. Quiero contarte las cosas tal como fueron sucediendo. No, no sabía nada de las visiones. Ni lo supe nunca —afirmó; y, nuevamente, esperó hasta que el chico dijo:

—Sí, por favor, continúe...

—Pues entonces quise vender las plantaciones. No quise volver a ver jamás esa casa ni el oratorio. Finalmente las alquilé a una agencia que las trabajaría por mi cuenta y me administraría las cosas, de modo que nunca tendría necesidad de ir allí.

Y llevé a mi hermana y a mi madre a una de las casas de Nueva Orleans. Por supuesto, no podía escapar ni por un instante de mi hermano. Únicamente podía pensar en su cuerpo pudriéndose bajo tierra. Estaba enterrado en el cementerio de Saint-Louis, de Nueva Orleans, y yo hacía todo lo posible por evitar tener que traspasar esa entrada, pero aún pensaba en él constantemente. Borracho o sobrio, veía su cuerpo en el ataúd y no lo podía soportar. Una y otra vez soñé que él estaba arriba de esa escalinata y que lo tomaba del brazo, le hablaba con bondad, le pedía que volviese a su cuarto, le decía suavemente que creía en él, que debía rezar para que yo tuviera fe. En el ínterin, los esclavos de Pointe du Lac (ésa era mi plantación) empezaron a hablar de ver su fantasma en la galería, y el superintendente no podía mantener el orden. La gente de la sociedad le hacía preguntas ofensivas a mi hermana sobre el incidente, y ella se puso histérica. Simplemente pensó que debía reaccionar de esa forma y lo hizo. Yo bebía todo el tiempo y estaba lo menos posible en casa. Vivía como un hombre que quería morir pero que no tenía el valor de matarse. Caminaba a solas por las calles y los callejones de los negros; me caía al suelo en los cabarets, me negué dos veces a batirme en duelo, más por apatía que por cobardía, y, verdaderamente, deseaba que me asesinasen. Y entonces fui atacado. Pudo haber sido cualquiera. Y yo presentaba una invitación abierta a marineros, ladrones, maniáticos, a cualquiera. Pero se trató de un vampiro. Me atrapó a unos pasos de mi casa una noche y me dejó dándome por muerto, o así lo pensé.

—¿Quiere decir... que le chupó la sangre? —preguntó el muchacho.

—Sí —se rió el vampiro—. Me chupó la sangre. Así se hace.

—Pero usted vivió —dijo el joven—. Usted dijo que lo dejó dándolo por muerto.

—Bueno, me desangró casi hasta el punto de la muerte, lo que para él era suficiente. Me pusieron en cama tan pronto como me encontraron, confundido y realmente ignorante de lo que me había sucedido. Supongo que pensé que la bebida al final me había producido un ataque. Ahora esperaba morirme y no tenía interés en comer, beber ni hablar con el médico. Mi madre mandó buscar al sacerdote. Tenía fiebre y le conté todo al cura, todo acerca de las visiones de mi hermano y de lo que yo había hecho. Recuerdo que me aferré de su brazo, haciéndole jurar una y otra vez que no se lo contaría a nadie. Yo sé que no lo maté —le dije por último al sacerdote—, pero ahora que él está muerto no puedo vivir. No después de la manera en que lo traté.

—Eso es ridículo —me contestó—. Por supuesto, usted puede vivir. Usted no tiene nada de malo salvo las ganas de hacerse mal a sí mismo. Su madre lo necesita, para no mencionar a su hermana. Y, en cuanto a ese hermano suyo, él puede estar seguro de que estaba poseído por el demonio.

Me quedé tan perplejo cuando dijo esto que no pude protestar. El demonio producía visiones, continuó explicándome él. El demonio seguía reptando. Todo el país francés estaba bajo la influencia del diablo y la Revolución había sido su máximo triunfo. Nada podría haber salvado a mi hermano salvo el exorcismo, las oraciones, ayunos y unos hombres que lo agarraran cuando el demonio enfureciera su cuerpo y quisiera arrojarlo por los aires.

—El demonio lo empujó por la escalera; es algo perfectamente evidente —declaró—. Usted no habló con su hermano en esa habitación; usted habló con Satán.

Pues bien, eso me enfureció. Antes yo creía que había llegado a un límite, pero no era así. Continuó hablando del demonio, del vudú entre los esclavos y de casos de posesión en otras partes del mundo. Y perdí el dominio de mí mismo. Destrocé la habitación y casi lo mato.

—Pero sus fuerzas... El vampiro... —dijo el chico.

—Yo estaba fuera de mí —explicó—. Hacía cosas que no podría haber hecho en mi estado normal. Ahora la escena es confusa, pálida, fantástica. Pero recuerdo que lo saqué por las puertas de atrás de la casa, le hice cruzar el patio y le golpeé la cabeza hasta que casi lo mato contra la pared de ladrillos de la cocina. Cuando al final me calmé y estaba casi tan exhausto como la muerte, me desangraron. ¡Los imbéciles! Pero iba a decir otra cosa: fue entonces cuando concebí mi nuevo ego. Quizá lo había visto reflejado en el cura. Su actitud de desprecio ante mi hermano reflejó la mía propia; su crítica inmediata y vacua sobre el demonio; su negativa a concebir siquiera la idea de que la santidad le había pasado tan cerca.

—Pero creía en la posesión del demonio.

—Ésa es una idea mucho más mundana —dijo el vampiro de inmediato—. La gente que deja de creer en Dios, o en la bondad, sigue creyendo en el demonio. No sé por qué. No; sé muy bien por qué. El mal siempre es posible. Y la bondad es eternamente difícil. Pero debes comprender; la posesión en realidad es otra manera de decir que alguien está loco. Así era como pensaba ese cura. Estoy seguro de que había vislumbrado la locura. Tal vez se había colocado directamente encima de una locura rampante y la había proclamado como una posesión. No tienes que ver a Satán cuando se lo exorciza. Pero estar ante la presencia de un santo..., creer que el santo ha tenido una visión... No, es egoísmo, es nuestra negativa a creer que puede suceder a nuestro lado.

—Nunca lo pensé de esa manera —dijo el joven—. ¿Y qué le pasó a usted? Dijo que lo desangraron para curarlo, y eso lo debe de haber dejado a un paso de la fosa.

El vampiro se rió.

—Sí, por cierto que así fue. Pero el vampiro regresó esa noche. ¿Ves?, quería Pointe du Lac, mi plantación.

Era muy tarde; después de que mi hermana se quedara dormida. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Entró por el patio, abriendo sin hacer un solo ruido las puertas vidrieras; un hombre alto de piel blanca, una masa de pelo rubio y con una cualidad grácil, casi felina en los movimientos. Y, cautelosamente, puso un mantón sobre los ojos de mi hermana y bajó el pabilo de la lámpara. Ella quedó dormitando al lado de la palangana y del pañuelo con que había estado refrescándome la frente, y no se movió ni un instante en toda la noche. Pero, para entonces, yo ya había cambiado mucho.

—¿Cuál fue ese cambio? —preguntó el entrevistador. El vampiro suspiró. Se recostó contra la silla y miró las paredes.

—Al principio creí que se trataba de otro médico o de alguien llamado por la familia para que hablara conmigo. Pero de inmediato se me desvanecieron esas sospechas. Él se acercó a mi cama y se agachó de modo que su rostro quedó a la luz de la lámpara, y vi que no era un ser humano normal. Sus ojos verdes destellaban de incandescencia y las largas manos blancas que colgaban a sus costados no pertenecían a un ser humano. Pienso que lo supe todo en aquel preciso instante, y lo que él me contó fue únicamente su consecuencia natural. Lo que quiero decir es que cuando lo vi, cuando vi su aureola extraordinaria y supe que era una criatura que yo jamás había visto, quedé reducido a la nada. Ese ego que no podía aceptar la presencia de un ser humano extraordinario a su lado, quedó destrozado. Todas mis concepciones, incluso mi culpabilidad y el deseo de morir, me parecieron absolutamente sin importancia. ¡Me olvidé por completo de mí mismo! —dijo, tocándose suavemente el pecho con el puño—. Me olvidé por completo de mí. Y, en ese mismo instante, supe en toda su dimensión el significado de la posibilidad. A partir de entonces, sólo experimenté una creciente sensación de prodigio. Cuando me hablaba y me decía en qué me podía llegar a transformar, cómo había sido su propia vida y lo que sería, mi pasado se hizo añicos. Vi mi vida como separada de mí; la vanidad, la arrogancia, el escapismo constante de una pequeña incomodidad a otra, el culto hipócrita a Dios y la Virgen y la caterva de santos que llenaban mis libros de oración, nada de eso tenía la más mínima importancia, pues sólo era una existencia estrecha, materialista y egoísta. Y vi mis dioses verdaderos..., los dioses de la mayoría de los hombres: la comida, la bebida y la seguridad en el conformismo. Cenizas.

El rostro del muchacho estaba tenso, con una mezcla de confusión y aturdimiento.

—¿Y entonces decidió convertirse en un vampiro? —preguntó.

El guardó un momento de silencio.

—Decidir... no parece la palabra correcta. Sin embargo, no puedo decir que fuera inevitable desde el instante en que apareció en mi dormitorio. No, por cierto, no fue inevitable. Y tampoco puedo decir que yo lo decidí. Permíteme decir que, cuando terminó de hablar, ya no era posible que yo tomara una decisión diferente y que luego seguí mi camino sin echar una sola mirada atrás. Salvo por una.

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