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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (43 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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Su griterío se convirtió en un siseo, en un quebranto apenas inteligible.

El héroe, alarmado, alzó la mirada. Tanto el Portal como el acceso a la alcoba estaban vacíos ningún conocido ni extraño se había introducido. ¿Se refería a Dalamar?

—¿A quién he de detener, Kitiara? —preguntó—. No lo comprendo.

Pero los tímpanos de la mujer estaban ya sordos a las disquisiciones de los mortales. Los únicos ecos que oía ahora eran los de una voz que, reiterativa, la obsesionaría durante toda la eternidad.

Tanis notó que los músculos de aquel amasijo que tenía abrazado se relajaban y, mientras acariciaba la crespa melena, sondeó los rasgos por si también en ellos el tránsito al más allá había proporcionado paz a su alma. Desgraciadamente, la expresión de la mujer no reflejaba un espíritu sosegado, sino un horror sin matices: sus pardos ojos se extraviaban, prestos a salirse de sus órbitas, en un paraje de imperecedera pesadilla, y la hechicera sonrisa, hecha ya mueca, se había tergiversado aún más hasta transformarse en rictus.

Tras consultar con la mirada a Caramon, quien, grave y afligido, meneó la cabeza en una negación, el semielfo depositó el cadáver de la mandataria en la fría losa e, inclinándose, fue a besar su frente. No pudo. Aquella estructura calcinada en nada se asemejaba a un ser de carne y hueso.

Benévolo, desplegó la capa sobre el cráneo de la exánime mujer y se demoró unos segundos arrodillado junto a sus despojos, circundado por las tinieblas. Fueron las pisadas del hombretón, el contacto de su cálida manaza en el brazo, los elementos de la realidad inmediata que le sacaron de su ensimismamiento.

—¿Tanis?

—Estoy bien —aseveró, con voz ronca por el conflicto de emociones.

En su mente sonaba todavía lo último que Kitiara dijera antes de expirar, el favor que había implorado de él: «¡Mantenlo alejado!

Capítulo 7

En busca del destino

—Me reconforta que estés aquí conmigo, Tanis —agradeció Caramon.

Se hallaba frente al Portal, examinándolo exhaustivamente y al acecho de cualquier indicio de movimiento, de las ondulaciones del vacío que bullía al otro lado. A su lado estaba sentado Dalamar, erecta la espalda merced a los almohadones que habían colocado en su butaca aunque contradecían la firmeza de su postura el rostro demacrado y el tosco cabestrillo que llevaba en un brazo. Tanis caminaba desasosegado de un extremo a otro del laboratorio y, en cuanto a los otros ocupantes, las cabezas reptilianas, sus relampagueos eran tan intensos que deslumbraban a aquel que osase mirarlas sin protegerse los ojos.

—Caramon, te ruego… —empezó a exponer el semielfo.

El aludido le observó, inalterable su expresión grave y pausada, y el improvisado orador hubo de desistir. ¿Quién era capaz de razonar con el granito?

—¿Cómo vas a arreglártelas para entrar en esa sima? —rectificó de forma abrupta.

El hombretón sonrió, consciente de lo que había estado a punto de decir su compañero y alegrándose de que se hubiera contenido.

Tras dirigir a la puerta un escrutinio atribulado, el semielfo hizo un gesto hacia la abertura y recapituló:

—Según tú mismo me has relatado, Raistlin tuvo que estudiar e investigar durante años, suplantar a Fistandantilus y embrujar a la sacerdotisa Crysania para que le siguiera, y apenas lo consiguió. ¿Podrías tú traspasar el umbral, Dalamar? —interrogó al elfo oscuro.

—No —fue la clara respuesta del aprendiz—. Tu información es correcta. Se requiere a una criatura de ingentes facultades para hacerlo. Yo no atesoro tales virtudes, y quizá no las adquiera nunca. De todos modos, amigo mío, no te precipites en tus apreciaciones ni cedas a la cólera. Estoy seguro de que Caramon no habría emprendido esta misión de no haber concebido un medio practicable de internarse en el Abismo. Tiene que ser así, porque si fracasa en su empeño estamos todos condenados —apostilló, y sus pupilas se clavaron en el guerrero.

—Cuando mi gemelo luche contra la Reina de la Oscuridad y sus esbirros —intervino quien, en definitiva, debía hablar, sin perder la peculiar serenidad de la que se había investido— tendrá que concentrarse por completo en la lucha, excluyendo cualquier otro objetivo. ¿Me equivoco, Dalamar?

—Ni un ápice —contestó el acólito al mismo tiempo que, aterido, se arrebujaba en los negros ropajes con la mano sana.—. Una inhalación de aire, un guiño, una crispación inoportuna y le despedazarán un miembro tras otro, hasta devorarlo.

El luchador dio su beneplácito a tales aseveraciones, y guardó unos instantes de silencio. «¿Cómo puede estar tan tranquilo?», se preguntó Tanis. Una voz interior se encargó de disipar sus dudas, al susurrarle que su talante apacible se debía al hecho de que conocía y aceptaba su destino.

—En el libro de Astinus —continuó el descomunal humano, sin mencionar la transposición temporal— consta que Raistlin, sabedor de que tendrá que consagrar todas sus aptitudes mágicas a combatir a la soberana, abrirá el Portal antes de enzarzarse en la pugna a fin de dejar una vía de escape. Así, al regresar a este mundo encontrará tendido el puente a nuestro plano de existencia.

—También ha previsto —completó el discípulo— que durante el conflicto se debilitará y, llegado el momento, le costará un gran esfuerzo formular los encantamientos que han de franquearle el paso. Recitar tales hechizos exige estar en plena forma, en la cumbre de las energías. La puerta ya ha desaparecido, la brecha no tardará en ensancharse y, cuando eso suceda, cualquier mortal dotado de arrojo podrá cruzar la frontera.

Entornó los párpados, mordiéndose el labio para no gritar. Había rechazado una pócima de efectos sedantes con el pretexto de que embotaba las ideas. «Si fallas —le había indicado a Caramon—, yo soy vuestra última esperanza.»

«Nuestra última esperanza —evocó asimismo el semielfo— es un nigromante que ha sido repudiado hasta por su pueblo. ¡Qué aberración! Todo esto no puede estar pasando.» Apoyó ambos codos en la mesa de piedra y hundió el rostro entre las manos, extenuado, dolorido el cuerpo y sensible a la punzante comezón de sus heridas. Se había quitado el pectoral de la armadura, que, suspendido de su cuello, pesaba más que una lápida mortuoria, pero, pese a aliviarle de molestias físicas, la ausencia de la pieza no libró a su alma de retorcerse en un sufrimiento mucho peor.

Los recuerdos revoloteaban en su derredor como los centinelas de la Torre y, al igual que ellos, estiraban sus tentáculos para tocarle con los carámbanos que tenían por dedos. Rememoró el episodio en el que Caramon robó la comida del plato de Flint aprovechando que el enano se hallaba de espaldas, y aquel otro en que Raistlin invocó ilusiones maravillosas a fin de deleitar a los niños de Flotsam. También se representó a Kitiara en el acto de abrazarle risueña, y susurrar bellas palabras en su oído. El azote de estas vivencias radicaba en su carácter entrañable, y el semielfo quedó tan alicaído que las lágrimas afloraron a sus ojos. ¡Alguien había cometido un error monstruoso, porque era impensable que tal cúmulo de venturas tuviera un trágico desenlace!

Un libro se dibujó en su oscurecida visión, el de Astinus, que, propiedad ahora de su forzudo compañero, reposaba sobre la pétrea mesa. Contenía los pasajes decisivos de la historia, las postrimerías de su universo. De pronto, sin embargo, una idea surcó su mente. ¿Acaso no era aquél el final de una serie de eventos determinados y, si se alterase el más mínimo detalle, cambiaría también el resultado?

Juzgando este hilo de reflexión interesante, quiso enfrascarse en sus derivaciones. Se lo impidió el guerrero que, al mirarlo preocupado, lo interrumpió. Enojado consigo mismo por la flaqueza de sus emociones, Tanis se enjugó el llanto y se levantó.

Los espectros persistían en acosarle, a él y a aquel cadáver carbonizado que yacía en un rincón, arropado piadosamente por su capa.

Un humano, un semielfo y un elfo oscuro, tres eslabones de una cadena vital, contemplaban el Portal en absoluto mutismo. Un reloj de agua situado en la repisa de la chimenea registraba el fluir del tiempo, cayendo sus lánguidas gotas con la regularidad de unas pulsaciones. La tensión que se palpaba en la estancia dio tanto de sí que parecía próxima a explotar y, en un violento restallido, flagelar sus confines. Dalamar empezó a musitar unas frases en lengua elfa y Tanis le miró inquieto, temeroso de que hubiera caído en una suerte de delirio. El semblante del mago era cadavérico, unos cercos amoratados ceñían sus globos oculares y les conferían una tétrica profundidad que subrayaba la fijación de sus iris en la nada turbulenta, oscura, del umbral del Abismo.

La habitual flema de Caramon se había desmoronado, lo cual se advertía en su manera de abrir y cerrar los puños o en el sudor de su epidermis, que brillaba bajo la luz de las cabezas de dragón. Un involuntario escalofrío precedió a otros, mientras los músculos de los brazos le vibraban espasmódicamente.

El semielfo fue invadido por una sensación extraña. El fragor de la batalla, el estrépito de la encarnizada contienda que se desarrollaba en la ciudad y que había percibido sin percatarse cesó, se apagó de forma repentina.

También dentro de la Torre los sonidos se amortiguaron, murieron los murmullos del acólito antes de que los articulase.

Un manto de quietud cayó sobre el trío, tan denso y asfixiante como la penumbra del corredor o como el maléfico aire de la sala. Se magnificó el goteo medidor de los minutos, sus monótonas resonancias amenazaron con fracturar los ya dañados hilos de la cordura del héroe. El aprendiz alzó abruptamente los entrecerrados párpados y su mano, trémula, aferró la túnica entre unos dedos agarrotados donde destacaba la blancura de los nudillos.

Tanis se acercó a su amigo, guiado por el impulso que había empujado asimismo a éste a buscar la proximidad de aquél. Ambos se interpelaron al unísono:

—Caramon…

—Tanis…

Desesperado, el gigantesco luchador zarandeó el brazo del otro, mientras le hacía un ruego.

—Por favor, encárgate del bienestar de Tika si yo sucumbo. ¿Lo prometes?

—No voy a consentir que te adentres solo en esos parajes —declaró el semielfo y, a su vez, apretó el brazo de su compañero—. He decidido incorporarme a la expedición.

—Eso es imposible —le atajó el guerrero, gentil pero contundente—. Si yo fracaso, Dalamar necesitará tu ayuda. Despídete de Tika en mi nombre e intenta explicarle mis motivos, rehabilitarme frente a ella. Dile que la amo inmensamente.

Se le quebró la voz y no pudo concluir.

—Descuida, soy capaz de entender tus sentimientos y elocuencia no me falta —le garantizó el semielfo, reproduciéndose en su memoria su última misiva a Laurana.

—Son los ingredientes esenciales —asintió el humano, mientras sorbía las lágrimas y exhalaba un prolongado suspiro—. Habla también con Tas. Él ignora la magnitud del riesgo al que me expongo y la noticia de mi muerte le entristecerá. Claro que —bromeó— antes tendrás que sacarle de ese castillo volador.

—El kender no es tan atolondrado como supones, Caramon —discrepó su interlocutor—. Estoy persuadido de que algo ha intuido.

Las esculpidas cabezas comenzaron a emitir unos ruidos discordantes, unos alaridos que parecían originarse en la lejanía. El guerrero adoptó la posición de alerta al advertir que aumentaba su volumen y que, por otra parte, el abanico multicolor que surgía del Portal se incrementaba hasta hacer refulgir figuras en halos casi incandescentes.

—Prepárate —ordenó Dalamar, balbuceante.

—Adiós, Tanis.

—Adiós, Caramon.

Sobraban los discursos afectuosos. El apretón de manos que intercambiaron los viejos compañeros expresó del modo más fehaciente su pesar.

Transcurrido un breve lapso, el semielfo soltó aquella mano familiar, cálida, y retrocedió. El vacío se dividió, surgió la fisura en el Portal.

Tanis prendió las pupilas en aquella escena porque no podía desviarlas. Pero, si algo vio, nunca habría de describirlo. Lo que se desveló a sus sentidos nunca se imprimió en su retina. Los sueños que más tarde le atormentarían serían abstracciones de una pesadilla irreal. No se moldearían contornos en las pertinaces secuencias oníricas, que habían de durar años. La única clave sería, al despertar en medio de la noche bañado en sudor, la disolución de unas imágenes imprecisas, que no le estaba permitido capturar. Siempre que le asediara este recuerdo, permanecería horas tendido en el lecho, en una vigilia agobiante.

Pero todo eso acontecería después. Ahora lo único de lo que tenía conciencia era de que debía detener a Caramon.

No acertó a moverse, a llamarle mediante un grito. Transfigurado, con la parálisis del terror, observó cómo el humano trepaba sin inmutarse a la dorada plataforma. Los dragones entonaron cánticos que destilaban odio, triunfo, quizá resquemor, el semielfo no pudo discernirlo. Su propio rugido, que una fuerza ignota arrancó de su garganta, se disolvió en medio de una barahúnda.

Una marea de luz cegadora, un torbellino infinito en matices, arrasó el laboratorio, y se hizo la negrura. Caramon se había ido.

—Que Paladine oriente tus pasos —deseó Tanis al mismo tiempo que, desencantado, oía la oración de Dalamar:

—Takhisis, mi Reina, estará a tu lado.

—Le vislumbro —anunció Dalamar al poco rato.

Nublada todavía su visión, el acólito se incorporó en su silla y se inclinó hacia adelante para asomarse a los vapores del Abismo. Olvidada la compostura en tan emocionante trance, se le escapó una exclamación de dolor y, entre reniegos, volvió a sentarse con el rostro desencajado.

Tanis, que recorría la cámara en largas y discordantes zancadas, fue junto al aprendiz.

—Allí —señaló el oscuro hechicero, sin vocalizar por tener las mandíbulas apretadas.

El semielfo se mostró reticente. Se hallaba bajo los efectos del impacto recibido al enfrentarse por vez primera a la brecha del acceso arcano, unos efectos que se dilatarían a lo largo de toda su existencia. Sin embargo, se aventuró de nuevo. Al principio, sólo atisbo un paisaje yermo y desolado, que confluía en el horizonte con un cielo abrasador, inyectado en llamas. Pero al acostumbrarse sus ojos a aquel desierto, distinguió las reverberaciones de la rojiza luminosidad en una bruñida armadura y, embutida en esta última, a una criatura que, blandiendo su acero y de espaldas a ellos, aguardaba.

—¿Cómo cerrara el Portal? —preguntó a Dalamar, con un aplomo aparente que contradecían su ahogo, su inflexión incierta.

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