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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (14 page)

BOOK: El último deseo
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—Tranquilo, Quincena —dijo Nohorn—. Ha dicho que no, pues no. De momento. Venga, hermano, dinos lo que tengas que decir y lárgate. Tienes la oportunidad de irte. Si no la aprovechas, te echará el servicio.

—A ti no tengo nada que decirte. Quiero ver a Córvida. A Renfri.

—¿Habéis oído, muchachos? —Nohorn miró a sus compañeros—. Quiere ver a Renfri. ¿Y se puede saber con qué motivo, hermano?

—No se puede.

Nohorn alzó la cabeza y miró a los gemelos, estos entonces dieron un paso al frente, haciendo sonar las hebillas de plata de las altas botas.

—Ya sé —dijo de pronto el de las trenzas—. ¡Ya sé dónde le he visto antes!

—¿Qué barbullas, Tavik?

—Delante de la casa del alcalde. Traía una especie de dragón para venderlo, un cruce entre araña y cocodrilo. La gente decía que era un brujo.

—¿Qué es eso del brujo? —preguntó el desnudo, Quincena—. ¿Eh? ¿Civril?

—Un maldito hechicero —dijo el medio elfo—. Un prestidigitador por un puñado de monedas de plata. Ya os dije, un aborto de la naturaleza. Un insulto al orden humano y divino. A éstos habría que quemarlos.

—No nos gustan los hechiceros —murmuró Tavik sin quitar de Geralt sus ojos pestañosos—. Me da en la nariz, Civril, que vamos a tener más trabajo en esta cloaca de lo que pensábamos. Aquí hay más de uno y todo el mundo sabe que se protegen los unos a los otros.

—La cabra tira al monte —sonrió con maldad el mestizo—. Y que en el mundo haya cosas como tú. ¿Quién os cría, engendro?

—Más tolerancia, si no te importa —dijo con tranquilidad Geralt—. Tu madre, por lo que veo, debía de pasear sola por el bosque bastante a menudo para que tuvieras motivos de darle vueltas a tu propio origen.

—Puede ser —respondió el medio elfo sin dejar de sonreír—. Pero yo al menos conocí a mi propia madre. Tú, como brujo, no puedes decir lo mismo.

Geralt palideció ligeramente y apretó los labios. Nohorn, al que no se le había escapado el gesto, se rió con estruendo.

—Venga, hermano, no puedes dejar pasar tales agravios. Eso que tienes en el lomo parece una espada. ¿Y? ¿Vais a salir tú y Civril a la calle? Es una noche tan aburrida.

El brujo no reaccionó.

—Maldito cobarde —resopló Tavik.

—¿Qué ha dicho de la madre de Civril? —continuó monótono Nohorn, apoyando la barbilla en las manos entrelazadas—. Algo muy injurioso, si no entendí mal. Que se la follaban o algo así. Eh, Quincena, ¿acaso está bien escuchar como cualquier vagabundo insulta a la madre de un compañero? ¡Las madres, y sus chochos, son sagradas!

Quincena se levantó enérgicamente, desató la espada, tiró la mesa, sacó pecho, colocó las muñequeras de plata que le protegían los antebrazos, escupió y dio un paso hacia adelante.

—Por si tienes cualquier duda —dijo Nohorn—, te aviso de que Quincena te está retando a una lucha a puñetazos. Te dije que te iban a echar de aquí. Haced sitio.

Quincena se acercó, levantando los puños. Geralt puso la mano sobre la empuñadura de la espada.

—Ten cuidado —dijo—. Un paso más y vas a tener que buscar tus manos por el suelo.

Nohorn y Tavik se separaron, echando mano a la espada. Los silenciosos gemelos alzaron las suyas con idéntico movimiento. Quince retrocedió. El único que no se movió fue Civril.

—¿Qué coño pasa aquí? ¿No puedo dejaros solos ni un minuto?

Geralt se dio la vuelta muy despacio y se encontró mirando de frente a unos ojos del color del agua del mar.

Era casi tan alta como él. Llevaba los cabellos de color del heno cortados irregularmente, un poco por debajo de las orejas. Estaba de pie, apoyando una mano en la puerta, vestida con un caftán de terciopelo que se ajustaba con un cinturón plagado de ornamentos. Su falda era irregular, asimétrica, por el lado izquierdo alcanzaba las pantorrillas y por el derecho dejaba al descubierto un muslo poderoso y la caña de una bota alta de piel de alce. En el costado izquierdo portaba una espada, en el derecho un estilete con un gran rubí en el pomo.

—¿Os habéis quedado mudos?

—Es un brujo —masculló Nohorn.

—¿Y qué?

—Quería hablar contigo.

—¿Y qué?

—¡Es un hechicero! —vociferó Quincena.

—No nos gustan los hechiceros —ladró Tavik.

—Tranquilos, muchachos —dijo la chica—. No es un crimen el que quiera hablar conmigo. Vosotros seguid divirtiéndoos. Y sin escándalos. Mañana es día de mercado. ¿No querréis, supongo, que vuestras travesuras alteren la feria, un acontecimiento tan importante en la vida de esta simpática villa?

En el silencio que siguió pudo escucharse una terrible y apagada risa. Civril, todavía tendido indolente en el banco, se reía.

—Que te, Renfri... —balbució el mestizo—, ¡un acontecimiento... importante!

—Cállate, Civril. Inmediatamente.

Civril dejó de reírse. Inmediatamente. Geralt no se asombró. En la voz de Renfri resonaba algo muy extraño. Algo que se relacionaba con el rojo reflejo de las llamas en las hojas de las espadas, con el grito de los asesinados, con el relincho de los caballos y el perfume de la sangre. Los demás debían de tener parecidas sensaciones porque la palidez cubrió hasta el bronceado rostro de Tavik.

—Venga, peloblanco —Renfri interrumpió el silencio—. Vamos a la sala grande, unámonos al alcalde con el que has venido. Seguro que él también quiere hablar conmigo.

Caldemeyn, que estaba esperando junto al mostrador, al verlos venir interrumpió la conversación con el posadero, se enderezó y colocó la mano sobre el pecho.

—Escuchad, señora —habló con dureza, sin perder el tiempo en el intercambio de las trivialidades habituales—. Sé por parte del aquí presente brujo de Rivia lo que os ha traído a Blaviken. Al parecer guardáis algún rencor a nuestro hechicero.

—Puede. ¿Y qué pasa con eso? —preguntó en voz baja Renfri, también en un tono poco cortés.

—Pues pasa que para tales ofensas hay juzgados de villa y de castillo. Al que aquí en Arcomare quiera vengar alguna ofensa con el yerro, se le toma por un vulgar asesino. Y pasa que u os vais tempranito por la mañana de Blaviken con toda vuestra negra compaña u os meto en la mazmorra pre... ¿Cómo se llama eso, Geralt?

—Preventiva.

—Justo. ¿Habéis comprendido, señorita?

Renfri tomó una bolsita que colgaba del cinturón, extrajo un pergamino varias veces doblado.

—Leed vos mismo, alcalde, si sabéis leer. Y no me llaméis nunca más «señorita».

Caldemeyn cogió el pergamino, leyó largo rato, luego se lo dio a Geralt sin decir una palabra.

—«A mis condes, vasallos y súbditos libres —leyó el brujo en voz alta—. Ante todo y todos aseveramos que Renfri, princesa creydena, a nuestro servicio se halla y querida es a nuestros ojos, y por ello aquél que le ocasionara pergüicio, se atraerá nuestra cólera sobre su cabeza. Audoen, rey...» «Perjuicio» se escribe de otra manera. Pero el sello parece auténtico.

—Porque es auténtico —dijo Renfri, quitándole el pergamino—. Lo puso Audoen, vuestro poderoso señor. Por eso os aconsejo que no me causéis perjuicio. Independientemente de cómo se escriba, las consecuencias pueden ser deplorables. No me vais a meter, señor alcalde, en ninguna mazmorra. Ni me vais a llamar más «señorita». No he quebrado ninguna ley. De momento.

—Si la quiebras siquiera una pulgada —Caldemeyn parecía que fuera a escupir—, te meto en la trena junto con el pergamino. Encomiéndate a todos los dioses, señorita. Vamos, Geralt.

—Contigo, brujo —Renfri tocó los hombros de Geralt—, todavía unas palabritas.

—No llegues tarde a la cena —dijo el alcalde desde la puerta—, porque Libusza se pondrá furiosa.

—No llegaré tarde.

Geralt se apoyó en el mostrador. Miró a la muchacha de ojos verdiazules mientras jugueteaba con el medallón con una faz de lobo que llevaba colgado del cuello.

—He oído hablar de ti —dijo—. Eres Geralt de Rivia, el brujo de cabellos blancos. ¿Stregobor es tu amigo?

—No.

—Entonces eso facilita el asunto.

—No tanto. No tengo intenciones de quedarme mirando.

Los ojos de Renfri se estrecharon.

—Stregobor morirá mañana —afirmó en voz baja, quitándose de la frente los cabellos irregularmente cortados—. El mal sería menor si sólo muriera él.

—Sí, pero antes de que Stregobor muera, morirán también unas cuantas personas más. No veo otra posibilidad.

—Unas cuantas, brujo, es decir poco.

—Para asustarme hacen falta algo más que palabras, Córvida.

—No me llames Córvida. No me gusta. La cosa es que yo veo otras posibilidades. Valdría la pena hablar de ello, pero bueno, Libusza espera. ¿Al menos es guapa esa Libusza?

—¿Esto es todo lo que tenías que decirme?

—No. Pero ahora vete. Libusza espera.

IV

Había alguien en su cuarto de la troje. Geralt lo supo incluso antes de acercarse a la puerta, lo reconoció en la ligera vibración del medallón. Sopló la lamparilla con la que iluminaba las escaleras. Sacó el estilete de la bota, se lo colocó por detrás, en el cinturón. Alzó el picaporte. En la habitación reinaba la oscuridad. Pero no para el brujo.

Cruzó el umbral premeditadamente despacio, indolente, cerró la puerta con lentitud detrás de sí. Al segundo siguiente, con un poderoso reflejo, saltó un largo trecho, se arrojó sobre la figura que estaba sentada en su cama, la apretó contra las sábanas mientras la sujetaba con el antebrazo izquierdo por debajo de la barbilla. Tanteó en busca del estilete. No lo encontró. Algo no funcionaba.

—No esta mal para empezar —habló ella con una voz apagada, tendida debajo de él sin moverse—. Contaba con ello, pero no juzgué que fuéramos a acabar tan pronto en la cama. Quita la mano de mi garganta, si no te importa.

—Eres tú.

—Soy yo. Escucha, hay dos opciones. La primera: te sientas a mi lado y hablamos. La segunda: nos quedamos en esta posición, pero al menos me gustaría quitarme las botas.

El brujo escogió la primera opción. La muchacha suspiró, se levantó, se colocó los cabellos y la falda.

—Enciende la luz —dijo—. Yo no veo en las tinieblas, como tú, y me gusta ver a mi interlocutor.

Se acercó a la mesa, alta, delgada, vivaracha, se sentó, extendiendo delante de sí los pies metidos en altas botas. No tenía ningún arma a la vista.

—¿Tienes aquí algo para beber?

—No.

—En ese caso me alegro de haber traído esto —sonrió mientras ponía sobre la mesa un galápago de viaje y dos vasos de cuero.

—Es casi medianoche —dijo Geralt con frialdad—. ¿No podemos ir al grano?

—Ahora. Ten, bebe. A tu salud, Geralt.

—A la tuya, Córvida.

—Me llamo Renfri, joder. —Alzó la cabeza—. Te permito omitir el título de princesa, ¡pero deja de llamarme Córvida!

—Más bajo, que despiertas a toda la casa. ¿Me voy a enterar por fin con qué objeto te has colado aquí por la ventana?

—Vaya poca imaginación que tienes, brujo. Quiero evitar que en Blaviken haya una matanza. Para ponerme de acuerdo contigo, me he arrastrado por los tejados como si fuera un gato. Valora el hecho.

—Lo valoro —dijo Geralt—. Sólo que no sé lo que puede salir de tal conversación. La situación está clara. Stregobor vive en una torre encantada, para llegar hasta él tendrías que sitiarlo. Si haces esto, de nada te servirá tu salvoconducto. Audoen no te protegerá si violas abiertamente la ley. El alcalde, la guardia, todo Blaviken se pondrá contra ti.

—Todo Blaviken, si se pone contra mí, lo lamentará terriblemente. —Renfri se sonrió, mostrando unos feroces dientes blancos—. ¿Has echado un vistazo a mis muchachos? Te juro que conocen su oficio. ¿Te imaginas lo que pasaría si se llega a un combate entre ellos y esos imbéciles de la guardia, que se tropiezan a cada paso con sus propias alabardas?

—¿Y tú, Renfri, te imaginas que yo me voy a quedar sentado mirando tranquilamente el desarrollo de esa lucha? Como ves, vivo en casa del alcalde. En caso necesario me pondré de su lado.

—No dudo —Renfri adoptó un tono más serio— que lo harás. Aunque con toda seguridad estarás solo, porque el resto se esconderá en los sótanos. No hay en el mundo un alcalde que sea capaz de vencer a siete espadachines. Ningún individuo sería capaz
.
Pero, peloblanco, dejemos de asustarnos el uno al otro. Te dije: la carnicería y el derramamiento de sangre se pueden evitar. En concreto, hay dos personas que pueden evitarlos.

—Soy todo oídos.

—Una —dijo Renfri— es el propio Stregobor. Sale voluntariamente de su torre, yo me lo llevo a algún lugar desierto y Blaviken se sumerge de nuevo en su bienaventurada apatía y se olvida rápidamente de todo este asunto.

—Stregobor puede parecer chiflado, pero no hasta ese punto.

—Quién sabe, brujo, quién sabe. Existen argumentos que no se pueden refutar, existen proposiciones que no se pueden rechazar. A ellos pertenece, por ejemplo, el ultimátum tridamo. Le lanzaré al hechicero un ultimátum tridamo.

—¿Y en qué consiste ese ultimátum?

—Ése es mi secreto.

—Como quieras. Sin embargo, dudo de su efectividad. Cuando Stregobor habla de ti, le castañetean los dientes. Un ultimátum que le hiciera entregarse voluntariamente en tus preciosas manos tendría que ser de verdad considerable. Pasemos entonces a la segunda persona que puede evitar una masacre en Blaviken. Intentaré adivinar quién es.

—Ardo de curiosidad por comprobar tu perspicacia, peloblanco.

—Eres tú, Renfri. Tú misma. Muestras tu verdadera magnanimidad de princesa, ¿qué digo?, de reina, y renuncias a tu venganza. ¿Lo he adivinado?

Renfri echó la cabeza hacia atrás y se rió roncamente, tapándose a trechos la boca con una mano. Luego se puso seria, clavó en el brujo unos ojos centelleantes.

—Geralt —dijo—, yo era princesa, pero en Creyden. Tenía todo lo podía soñar, no tenía ni que pedirlo. Servicio a mi llamada, vestidos, zapatos. Bragas de batista. Alhajas y brillantes, un potrillo bayo, peces de colores en el estanque. Muñecas y una casita para ellas, más grande que este cuarto tuyo. Y así era hasta el día en que tu Stregobor y esa puta de Aridea le mandaron al cazador llevarme al bosque, degollarme y traerles el corazón y el hígado. Bonito, ¿no es cierto?

—No, más bien horrible. Me alegro de que entonces te las arreglaras con el cazador, Renfri.

—¡Y una mierda me las arreglé! Le dio pena y me soltó. Pero antes de ello me violó, el hideputa, y me robó los pendientes y la diadema de oro.

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