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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (18 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Estoy muy cansada —lo interrumpió la sacerdotisa—, y mañana me aguarda un largo viaje. Me haré cargo de la enana gully y continuaré mi ruta hacia el Bosque Oscuro, mientras tú acompañas a casa a tu embrutecido amigo y le procuras el auxilio que precisa. Buenas noches.

—¿No deseas que establezcamos turnos de vigilancia? Los guerreros afirmaron… —Optó por callar. Aquellos individuos eran clientes de la taberna desaparecida.

—Paladine velará nuestro descanso —le espetó Crysania y, entornando los ojos, se sumió en sus oraciones nocturnas.

«Me pregunto si ambos hablamos del mismo Paladine», caviló Tas, tragando saliva y evocando a aquel mago llamado Fizban que le infundiera ánimos en sus momentos de soledad. Miró a la sacerdotisa con el temor de haber manifestado tal pensamiento y ser acusado de blasfemo una vez más, pero ella estaba absorta en su recogimiento y no le prestaba atención, así que se arrebujó en sus mantas.

Dio vueltas y vueltas sin hallar una postura cómoda hasta que al fin, totalmente desvelado, se levantó y decidió apoyar la espalda en el tronco de un árbol para gozar de la noche primaveral. Hacía fresco, pero no el penetrante frío del invierno, y el cielo vacío de nubes parecía cargado de buenos augurios. No soplaba una brizna de aire, si las leñosas ramas crujían era al ritmo de sus propias conversaciones y de la savia que, renovada, surcaba sus tejidos a fin de despertarlos de su prolongado letargo. Al arañar con la mano la tierra húmeda, el kender palpó los brotes de hierba que se abrían paso entre las hojas secas.

Tas suspiró, tratando de impregnarse de la bonancible atmósfera. ¿Por qué le azuzaba un incontenible desasosiego? ¿Qué ruido era aquél? ¿El de una rama al quebrarse? Se volvió sobresaltado, sin respirar para que no se escapara a su percepción ni el más leve sonido. Nada, salvo el silencio, vibró en sus tímpanos. Alzó entonces la vista hacia el firmamento y distinguió la constelación de Paladine, el Dragón de Platino, que giraba a perpetuidad alrededor de Gilean, fiel de la balanza y equilibrio perfecto de la Neutralidad. Al otro lado de Paladine, en constante y mutua vigilancia, evolucionaban las estrellas de la Reina de la Oscuridad, llamada también Takhisis o Dragón de las Cinco Cabezas.

—Te vislumbro en las alturas del cosmos y te siento lejano —murmuró el kender a la silueta de platino—, aunque comprendo que debes custodiar al mundo y no sólo a nosotros. Espero que no te moleste el hecho de que yo, a mi vez, me aposte como centinela de este pequeño grupo que para ti no es sino una menudencia. No es por desconfianza ni una falta de respeto, sino por una especie de premonición que me advierte de una presencia desconocida. —Se estremeció en un súbito escalofrío al dar forma a sus temores—. Algo extraño, antinatural, nos ronda, sin duda sabes a qué me refiero. De todos modos, he de admitir que quizá lo único que sucede es que me afecta la proximidad del Bosque Oscuro y el carácter dispar de mis acompañantes. De alguna manera soy responsable de ellos.

Era esta última una noción insólita para un miembro de su raza. Tas estaba acostumbrado a no preocuparse más que por sí mismo y, en sus viajes junto a Tanis y los otros, siempre fue el semielfo quien salvaguardaba la seguridad del grupo. Había conocido a guerreros fuertes y expertos que le liberaron de la carga…

¿Qué era aquello? No podía llamarse a engaño, había oído algo concreto. Se puso en pie de un salto y se inmovilizó, aguzando sus sentidos en la oscuridad. Sucedió al silencio inicial un eco de pies que arañaban las cortezas, y al fijar la vista en el lugar de donde procedía el quebrado susurro descubrió ¡una ardilla! Exhaló un suspiro que brotó de los recovecos de su alma.

—Ahora que me he levantado alimentaré la fogata con un nuevo leño —resolvió y, antes de encaminarse a la pila que yacía acumulada en un rincón del claro, miró la inerte figura de Caramon.

Una punzada de angustia recorrió sus vértebras al contemplarlo, pues se dijo que le habría resultado mucho más sencillo montar guardia de poder contar con el poderoso brazo de su amigo. En lugar de ofrecerle amparo el hombretón estaba despatarrado en el suelo, cerrados los ojos y roncando en la placidez de su borrachera. Apretujada contra su bota, reclinada la cabeza en su pie, Bupu respiraba en sonoras bocanadas que se mezclaban con las de su supuesto ídolo. Frente a la singular pareja, lo más lejos posible, Crysania dormía tranquila, con el pómulo apoyado en sus manos unidas.

Sin poder desechar sus inexplicables temblores Tas arrojó varias ramas sobre los rescoldos, que reavivaron las llamas. Bajo el influjo de su reconfortante calor se aprestó a realizar su tarea, situándose frente a los árboles que, envueltos en la negrura emitían ahora siseos de mal agüero. Nació un nuevo crujido de hojas y, pese a su desazón, Tas lo atribuyó a otra ardilla, o quizás a la misma.

Pronto, sin embargo, cambió su actitud. ¿Acaso no se deslizaba algo de mayor tamaño en las sombras? Oyó, por añadidura, el ruido inequívoco que provoca una rama al partirse y comprendió que no había ardilla dotada de tanta fuerza. Hurgó veloz en su bolsa hasta cerrar los dedos en torno a un cuchillo.

¡Era el bosque entero el que se movía! Los árboles cerraban el cerco en torno a los durmientes, lentos pero implacables.

Trató el kender de dar el grito de alarma, cuando un tentáculo leñoso lo agarró por el brazo y le dejó paralizado. Por fortuna se sobrepuso enseguida del susto y, retorciendo el miembro atenazado a fin de desembarazarse de su aprehensor, le clavó la hoja de su arma.

Rasgaron el aire un reniego y un alarido de dolor. La misteriosa rama soltó a su presa, que se debatía en una terrible confusión. Unos segundos más tarde, ya sereno al sentirse libre, Tas recapacitó que los árboles ignoraban el sufrimiento y no proferían voces de protesta. Era evidente que se enfrentaban a criaturas vivas, palpitantes.

—¡Al ataque! —ordenó con toda la potencia de sus pulmones, a la vez que retrocedía—. ¡Caramon, ayúdame!

En su momentánea retirada, el kender tropezó contra una raíz y cayó de espaldas. Observó de nuevo al guerrero: dos años atrás se habría incorporado de inmediato con la mano posada en la empuñadura de su acero, alerta y preparado para el combate. Ahora, en cambio, su embotada cabeza se mecía en un ebrio letargo y abandonaba a Tas a su suerte provisto de un simple cuchillo, casi indefenso. Gracias a su coraje, el hombrecillo logró arrastrarse hacia la chisporroteante fogata y mantener a raya al adversario agitando la pequeña hoja metálica.

—¡Crysania, despierta! —instaba a la sacerdotisa a medida que iban surgiendo más contornos amenazadores del bosque—. Te lo suplico, despierta.

Sintió en su espina dorsal el calor de las llamas. Sin apartar los ojos de las sombras, tanteó el terreno y asió un leño por el extremo con la esperanza de que fuera el lado no socarrado. Alzó la tea y la arrojó delante de él.

Una incierta agitación le reveló que una de las criaturas se abalanzaba sobre su cuerpo. Trazó un sesgo con el cuchillo, dispuesto a no dejarse vencer y hundirlo en la carne del enemigo en cuanto tuviera oportunidad, pero en el instante en que iba a perpetrar el contraataque su rival se acercó a la luz del fuego y pudo distinguir sus rasgos.

—¡Caramon! —exclamó—. ¡Draconianos!

La sacerdotisa ya había salido de las brumas de su sueño y Tas vio cómo se sentaba, frotándose los ojos a fin de despejarse.

—¡Acércate a la hoguera! —le indicó a la desesperada, antes de pisotear a Bupu y propinar un puntapié a Caramon—. ¡Draconianos! —insistió.

El guerrero levantó un párpado, luego el otro y comenzó a examinar el campamento todavía atontado.

—¡Gracias a los dioses! —suspiró aliviado el kender al constatar que su fornido amigo se movía.

El descomunal humano se incorporó. Se obstinaba en examinar el paraje totalmente desorientado, pero conservaba suficientes vestigios de su talante batallador de antaño como para olfatear el peligro incluso estando aturdido. Tras erguirse en un leve balanceo, aferró la empuñadura de la espada —¡al fin!— y eructó.

—¿Qué pasa aquí? —gruñó, en la imposibilidad de aclarar su visión.

—¡Nos acosan los draconianos! —lo informó el kender por enésima vez, mientras cabriolaba a la manera de los duendes y blandía el cuchillo y una nueva tea, con tal vigor que sus enemigos no osaban acometerlos.

—¿Draconianos? —repitió Caramon sin dar crédito a sus oídos. Pero un examen más minucioso le permitió atisbar las retorcidas facciones de un semblante reptiliano, iluminado por el ahora agonizante fuego, y se disiparon sus dudas. —¡Abyectas criaturas! —las imprecó—. ¡Tanis, Sturm, a mí! Raistlin, utiliza tu magia y las aniquilaremos.

Arrancando la espada de su ajustada vaina, el guerrero arremetió entre enloquecidos gritos de guerra… y se desplomó de bruces. Bupu se había abrazado a su tobillo.

—¡Oh, no! —gimió Tas.

Caramon yacía cuan largo era pestañeando asombrado, sin acertar a imaginar quién lo había abatido. La enana gully, que había actuado por instinto y sufrido un abrupto despertar, emitió un aullido de pánico y mordió al humano en la zona donde lo tenía atenazado.

El kender corrió en ayuda del caído, al menos para desembarazarlo de Bupu, pero no había llegado a su lado cuando oyó una llamada de auxilio a su espalda. ¡La sacerdotisa! La había olvidado por completo.

Al dar media vuelta comprobó que Crysania se hallaba en una situación apurada, forcejeando contra uno de sus atacantes. Dio un salto al frente y apuñaló con gesto agresivo al reptil, que lanzó un grito desgarrado y se derrumbó, fulminado. Casi antes de rozar el suelo la hedionda criatura comenzó a convertirse en estatua de piedra, si bien Tasslehoff retiró el acero con su habitual agilidad y evitó, así, que quedara aprisionado en el rocoso bloque.

Arrastró el kender a la trastornada mujer hacia Caramon, quien zarandeaba a Bupu con la pierna en un vano intento de expulsarla.

Los draconianos cerraron filas, y un febril escrutinio permitió a Tas constatar que estaban rodeados por todos los flancos. Consciente de que algo no encajaba, se esbozó una pregunta en su cerebro. ¿Por qué no los reducían ahora que se encontraban a su merced, qué esperaban?

—¿Te han herido? —inquirió en voz alta. Se dirigía a Crysania.

—No —respondió ella. Aunque pálida se mostraba tranquila. Si estaba asustada, hacía gala de un perfecto dominio. Sólo sus labios se movían, probablemente en una inaudible plegaria a su dios protector.

—Toma, venerable señora. —Le ofreció la tea o, mejor dicho, la insertó a la fuerza en su palma cerrada—. Me temo que tendrás que combatir y orar al mismo tiempo.

—Elistan lo hizo, sabré imitarlo —contestó Cyrsania con un atisbo de inquietud en sus palabras.

Resonó una ristra de órdenes en las sombras, emitidas por un ser que no pertenecía a la raza draconiana. El timbre de su voz así lo delataba y, aunque Tas no pudo identificarlo, su mero eco le producía escalofríos. En cualquier caso, no era momento para indagaciones. Los reptiles se aprestaban a saltar sobre ellos con aquel gesto tan característico de proyectar la lengua fuera de su boca, como un proyectil.

Sobrevino el asalto y Crysania flageló a sus enemigos con torpes bandazos de la improvisada antorcha, que tuvieron la virtud de hacerles vacilar. Tas seguía tratando por todos los medios de separar a Bupu del maltrecho Caramon, si bien todos sus esfuerzos resultaron infructuosos hasta que fue un draconiano quien, sin percibirlo, solventó el problema. Tras arrojar al kender hacia atrás, el individuo desprendió a la enana gully con su ganchuda garra.

Los miembros de esta tribu enanil eran conocidos en todo Krynn por su exagerada cobardía e incapacidad en la lucha abierta. No obstante, al sentirse acorralados se debatían como ratas inoculadas de rabia.

—¡Monstruo salido del cieno! —insultó Bupu a su agresor y, abandonando el tobillo de Caramon, hundió sus dientes en la escamosa pierna del reptiliano.

La boca de la enana estaba casi despoblada, mas los pocos incisivos que le restaban eran afilados. Mordió pues la verde epidermis de su agresor con una voracidad fruto, además, de la escasa cena que había ingerido.

El draconiano emitió un aullido ensordecedor, enarboló su espada y se dispuso a segar para siempre la existencia de Bupu cuando, de repente, Caramon, que a duras penas se había puesto en pie y ondeaba su acero a diestro y siniestro sin tomar conciencia del atolladero en el que se hallaban inmersos, cercenó su brazo de manera accidental. La enana se estabilizó, humedeció sus labios y emprendió la búsqueda de otra víctima.

—¡Hurra, Caramon! —lo vitoreó Tas. El kender clavaba su cuchillo en todos los rivales que se ponían a su alcance, con la misma rapidez con que la serpiente envenena la sangre. De vez en cuando dedicaba a Crysania miradas de soslayo, e incluso presenció cómo la sacerdotisa incrustaba la tea en el cráneo de un draconiano a la vez que invocaba el nombre de Paladine. La criatura sucumbió sin opción a la réplica.

Al poco rato tan sólo quedaban en pie dos o tres adversarios, y el hombrecillo comenzó a relajarse. Se habían apostado fuera del radio de la oscilante luz y espiaban al imponente guerrero humano. La figura de Caramon, vislumbrada en la penumbra donde no se evidenciaba su declive, se recortaba tan desafiante como en los viejos tiempos. Su espada refulgía bajo las llamas rojizas, presagio de muerte ineludible para cualquier contricante.

—¡Acaba con ellos, amigo! —le urgió el kender con un grito agudo—. Entrechoca sus cabezas…

La voz de Tas se apagó al advertir que el guerrero se volvía a fin de encararse con él, contraída su faz en una extraña expresión.

—No soy quien tú pareces suponer sino Raistlin, su hermano gemelo. Nunca me rebajaría a luchar con el acero y, por otra parte, Caramon murió. Yo lo destruí. —Tras estudiar unos instantes la espada que sostenía en la mano, la dejó caer como si le quemara—. Ahora entiendo tu confusión. ¿Qué hacía ese frío objeto en mi palma? ¡No puedo formular hechizos con un arma y un escudo!

Tasslehoff, alarmado, examinó a los draconianos por el rabillo del ojo. Aquellos seres intercambiaron miradas de inteligencia e hicieron ademán de avanzar. Aunque sospechaban que el guerrero les tendía una trampa, lo sometieron a estrecha vigilancia.

—Eres tú quien te equivocas. ¡No eres Raistlin, sino Caramon! —le espetó el kender con gran vehemencia. Pero no consiguió hacerle entrar en razón, el cerebro del humano aún no había despedido totalmente los efluvios del aguardiente enanil. Indiferente a cualquier reprimenda susceptible de hacerle renunciar a la personalidad que ahora encarnaba, el robusto luchador entrecerró los párpados, alzó las manos y entonó un cántico pretendidamente arcano.

BOOK: El templo de Istar
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