Read El Señor Presidente Online

Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (23 page)

BOOK: El Señor Presidente
6.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El favorito volvió al salón cuando la
Diente de Oro
acabó de relatarle sus amores con el Señor Presidente. Era preciso no perder de vista al mayor Farfán y averiguar algo más acerca de la mujer capturada en casa del general Canales y vendida por el canalla del Auditor en diez mil pesos.

El baile seguía en lo mejor. Las parejas danzaban al compás de un vals de modo que Farfán, perdido de borracho, acompañaba con la voz más de allá que de acá:

¿Por qué me quieren las putas a mí? Porque les canto la «Flor del Café...».

De pronto se incorporó y al darse cuenta que le faltaba la
Marrana,
dejó de cantar y dijo a gritos cortados por el hipo:

—¿No está la
Marrana,
verdá, babosos... ? ¿Está ocupada, verdá, babosos... ? ... Pues me voy... , lo creo que me voy, ya loc... creo que me voy... Me voy... ¿Pues por qué no me de ir yo?... Lo creo que me voy...

Se levantó con dificultad, ayudándose de la mesa en que había fondeado, de las sillas, de la pared y fue danto traspiés hacia la puerta que la interina se precipitó a abrir.

—¡Ya loc... creo que me voy-oy...! ¡La que es puta vuelve, ¿verdá, Ña-Chón?, pero yo me voy? ¡Ji-jiripago...; a los militares de escuela no nos queda más que beber hasta la muerte y que después en lugar de incinerarnos nos destilen! ¡Que viva el chojín y la chamuchina!... ¡Chujú!

Cara de Ángel lo alcanzó en seguida. Iba por la cuerda floja de la calle como volatín: ora se quedaba con el pie derecho en el aire, ora con el izquierdo, ora con el izquierdo, ora con el derecho, ora con los dos. Ya para caerse daba el paso y decía: «¡Está bueno, le dijo la mula al freno!»

Alumbraban la calle las ventanas abiertas de otro burdel. Un pianista melenudo tocaba el
Claro de Luna
de Beethoven. Sólo las sillas le escuchaban en el salón vacío, repartidas como invitados alrededor del piano de media cola, no más grande que la ballena de Jonás. El favorito se detuvo herido por la música, pegó al mayor contra la pared, pobre muñeco manejable, y acercóse a intercalar su corazón destrozado en los sonidos: resucitaba entre los muertos —muerto de ojos cálidos—, suspenso, lejos de la tierra, mientras apagábanse los ojos del alumbrado público y goteaban los tejados clavos de sereno para crucificar borrachos y reclavar féretros. Cada martillito del piano, caja de imanes, reunía las arenas finísimas del sonido, soltándolas, luego de tenerlas juntas, en los dedos de los arpegios que
des... do... bla.... ban
las falanges para llamar a la puerta del amor cerrada para siempre; siempre los mismos dedos; siempre la misma mano. La luna derivaba por empedrado cielo hacia prados dormidos, huía y tras ella los oquedales infundían miedo a los pájaros y a las almas a quienes el mundo se antoja inmenso y sobrenatural cuando el amor nace, y pequeño cuando el amor se extingue.

Farfán despertó en el mostrador de un fondín, entre las manos de un desconocido que le sacudía, como se hace con un árbol para que caigan los frutos maduros.

—¿No me reconoce, mi mayor?

—Sí... no... , por el momento... , de momento...

—Recuérdese...

—¡Aj... uuUU! —bostezó Farfán apeándose del mostrador donde estaba alargado, como de una bestia de trote, todo molido. —Miguel Cara de Ángel, para servir a usted.

El mayor se cuadró.

—Perdóneme, vea que no le había reconocido; es verdad, usted es el que anda siempre con el Señor Presidente.

—¡Muy bien! No extrañe, mayor, que me haya permitido despertarle así, bruscamente...

—No tenga cuidado.

—Pero usted tendrá que volver al cuartel y por otra parte yo necesitaba hablarle a solas y ahora cabe la casualidad que la dueña de este... cuento, de esta cantina, no está. Ayer le he buscado como aguja toda la tarde, en el cuartel, en su casa... Lo que le voy a decir no debe usted repetirlo a nadie.

—Palabra de caballero...

El favorito estrechó con gusto la mano del mayor y con los ojos puestos en la puerta, le dijo muy quedito:

—Tengo por qué saber que existe orden de acabar con usted. Se han dado instrucciones al Hospital Militar para que le den un calmante definitivo en la primera borrachera que se ponga de hacer cama. La meretriz que usted frecuenta en
El Dulce Encanto
informó al Señor Presidente de sus
farfanadas
revolucionarias.

Farfán, a quien las palabras del favorito habían clavado en el suelo, alzó las manos empuñadas.

—¡Ah, la bandida!

Y tras el ademán de golpear, dobló la cabeza anonadado.

—¿Qué hago yo, Dios mío?

—Por de pronto, no emborracharse; así conjura el peligro inmediato, y no...

—Si eso es lo que estoy pensando, pero no voy a poder, va a ser difícil. ¿Qué me iba a decir?

—Le iba a decir, además, que no comiera en el cuartel. —No tengo cómo pagar a usted.

—Con el silencio...

—Naturalmente, pero eso no es bastante; en fin, ya habrá ocasión y, desde luego, cuente usted siempre con este hombre que le debe la vida.

—Bueno es también que le aconseje como amigo que busque la manera de halagar al Señor Presidente.

—Sí, ¿verdá?

—Nada le cuesta.

Ambos agregaron con el pensamiento «cometer un delito», por ejemplo, medio el más eficaz para captarse la buena voluntad del mandatario o «ultrajar públicamente a las personas indefensas» o «hacer sentir la superioridad de la fuerza sobre la opinión del país» o «enriquecerse a costillas de la Nación» o...

El delito de sangre era ideal; la supresión de un prójimo constituía la adhesión más completa del ciudadano al Señor Presidente.

Dos meses de cárcel, para cubrir las apariencias, y derechito después a un puesto público de los de confianza, lo que sólo se dispensaba a servidores con proceso pendiente, por la comodidad de devolverlos a la cárcel conforme a la ley, si no se portaban bien.

Nada le cuesta.

—Es usted bondadosísimo...

—No, mayor, no debe agradecerme nada; mi propósito de salvar a usted está ofrecido a Dios por la salud de una enferma que tengo muy, muy grave. Vaya su vida por la de ella.

—Su esposa, quizás...

La palabra más dulce de
El Cantar de los Cantares
flotó un instante, adorable bordado, entre árboles que daban querubines y flores de azahar.

Al marcharse el mayor, Cara de Ángel se tocó para saber si era el mismo que a tantos había empujado hacia la muerte, el que ahora, ante el azul infrangible de la mañana, empujaba a un hombre hacia la vida.

XXVI
Torbellino

Cerró la puerta —el cebolludo mayor se alejaba como un globo de caqui— y fue de puntillas hasta la trastienda oscura. Creía soñar. Entre la realidad y el sueño la diferencia es puramente mecánica. Dormido, despierto, ¿cómo estaba allí? En la penumbra sentía que la tierra iba caminando... El reloj y las moscas acompañaban, a Camilla casi moribunda. El reloj regaba el arrocito de su pulsación para señalar el camino y no perderse de regreso, cuando ella hubiese dejado de existir. Las moscas corrían por las paredes limpiándose las alitas del frío de la muerte. Otras volaban sin descanso, rápidas y sonoras. Sin hacer ruido se detuvo junto a la cama. La enferma seguía delirando...

... Juego de sueño... , charcas de aceite alcanforado... , astros de diálogo lento... , invisible, salobre y desnudo contacto del vacío... , doble bisagra de las manos... , lo inútil de las manos en las manos... , en el jabón de reuter... , en el jardín del libro de lectura... , en el lugar del tigre... , en el allá grande de los pericos... , en la jaula de Dios...

... En la jaula de Dios, la misa del gallo, de un gallo con una gota de luna en la cresta de gallo..., picotea la hostia..., se enciende y se apaga, se enciende y se apaga, se enciende y se apaga... Es misa cantada... No es un gallo; es un relámpago de celuloide en la boca de un botellón rodeado de soldaditos... Relámpagos de la pastelería de la «Rosa Blanca», por santa Rosa... Espuma de cerveza del gallo por el gallito... Por el gallito...

¡La pondremos de cadáver matatero, tero, lá! ¡Ese oficio no le gusta matatero, tero, lá!

... Se oye un tambor donde no están sonánnnnndose los mocos, traza palotes en la escuela del viento, es un tambor... ¡Alto, que no es un tambor; es una puerta la que están sonando con el pañuelo del golpe y la mano de un tocador de bronce! Como taladros penetran los toquidos a perforar todos los lados del silencio intestinal de la casa... Tan... tan... tan... Tambor de la casa... Cada casa tiene su puertambor para llamar a la gente que
la vive y
que cuando está cerrada es como si la viviera muerta... n tan de la casa... puerta... n tan de la casa... el agua de la pila se torna toda ojos cuando oye sonar el puertambor y decir a las criadas con tonadita: «¡A-y tocan!», y repellarse las paredes de los ecos que van repitiendo: «¡A-y tocan, vayana- brirrr!» «¡A-y tocan, vayana-brirrr!», y la ceniza se inquieta, sin poder hacer nada frente al gato, su centinela de vista, con un escalofrío blando tras la cárcel de las parrillas, y se alarman las rosas, víctimas inocentes de intransigencia de las espinas, y los espejos, absortos médiums que por el alma de los muebles muertos dicen con voz muy viva: «¡A-y tocan, vayanabrir!»

... La casa entera quiere salir en un temblor de cuerpo como cuando tiembla, a ver quién está toca que toca que toca el puertambor: las cacerolas caracoleando, los floreros con paso de lana, las palanganas, ¡palangán! ¡palangán!, los platos con tos de china, las tazas, los cubiertos regados como una risa de plata alemana, las botellas vacías precedidas de la botella condecorada de lágrimas de sebo que sirve y no sirve de candelero en el último cuarto, los libros de oraciones, los ramos benditos que cuando tocan creen defender la casa contra la tempestad, las tijeras, las caracolas, los retratos, el pelo viejo, las aceiteras, las cajas de cartón; los fósforos, los clavos...

... Sólo sus tíos fingen dormir entre las despiertas cosas inanimadas, en las islas de sus camas matrimoniales, bajo la armadura de sus colchas hediendo a bolo alimenticio. En balde de silencios amplios saca bocados el puertambor. «¡Siguen tocando!», murmura la esposa de uno de sus tíos, la más cara de máscara. «¡Sí, pero con cuidado quién abre!», le contesta su marido en la oscuridad. «¿Quihoras serán? ¡Ay, hombre, y yo tan bien dormida que estaba!... ¡Siguen tocando!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Qué van a decir en las vecindades!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Sólo por eso habría que salir-abrir, por nosotros, por lo que van a decir de nosotros, figúrate!... ¡Siguen tocando!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!» «¡Es un abuso, ¿dónde se ha visto?, una desconsideración, una grosería!» «¡Sí, pero con cuidado quién abre!»...

En la garganta de las criadas se afina la voz ronca de su tío. Fantasmas olorosos a terneros llegan a chismear al dormitorio de los señores: «¡Señor! ¡Señora!, como que tocan...», y vuelven a sus catres, entre las pulgas y el sueño, repite que repite: «¡A-í..., pero con cuidado quién abre! ¡A-í..., pero con cuidado quién abre!»

... Tan, tan, tambor de la casa... , oscuridad de la calle... Los perros entejan el cielo de ladridos, techo para estrellas, reptiles negros y lavanderas de barro con los brazos empapados en espuma de relámpagos de plata...

—¡Papá... paíto... papá...!

En el delirio llamaba a su papá, a su nana, fallecida en el hospital, y a sus tíos, que ni moribunda quisieron recibirla en casa.

Cara de Ángel le puso la mano en la frente. «Toda curación es un milagro», pensaba al acariciarla. «¡Si yo pudiera arrancarle con el calor de mi mano la enfermedad!» Le dolía a saber dónde la molestia inexplicable del, que ve morir un retoño, cosquilleo de ternura que arrastra su ahogo trepador bajo la piel, entre la carne, y no hallaba qué hacer. Maquinalmente unía pensamiento y oraciones. (¡Si pudiera meterme bajo sus párpados y

remover las aguas de sus ojos misericordiosos y después de este destierro en sus

pupilas color de alitas de esperanza nuestra, Dios te Salve, a ti llamamos los desterrados...»

«Vivir es un crimen de cada día cuando se ama... dádnoslo hoy, Señor...»

Pensó en su casa como se piensa en una casa extraña. Su casa era allí, allí con Camila, allí donde no era su casa, pero estaba Camila. ¿Y al faltar Camila?... en el cuerpo le picaba una pena vaga, ambulante... ¿Y al faltar Camila?...

Un carretón pasó sacudiéndolo todo. En la estantería del fondín tintinearon las botellas, hizo ruido una aldaba, temblaron las casas vecinas... Al susto sintió Cara de Ángel que se estaba durmiendo de pie. Mejor era sentarse. Junto a la mesa de los remedios había una silla. Un segundo después la tenía bajo su cuerpo. El ruidito del reloj, el olor del alcanfor, la luz de las candelas ofrecidas a Jesús de la Merced y a Jesús de Candelaria, todopoderosos, la mesa, las toallas, los remedios, la cuerda de San Francisco que prestó una vecina para ahuyentar al diablo, todo se fue desgranando sin choque, a rima lenta, gradería musical del adormecimiento, disolución momentánea, malestar sabroso con más agujeros que una esponja, invisible, medio líquido, casi visible, casi sólido, latente, sondeado por sombras azules de sueño sin hilván:

... ¿Quién está trasteando la guitarra?... Quiebrahuesitos, en el diccionario oscuro...

Quiebrahuesitos en el subterráneo oscuro cantará la canción del ingeniero agrónomo Fríos

de filo en la hojarasca Por todos los poros de la Tierra, ala cuadrangular, surge una

carcajajajada interminable, endemoniada... Ríen, escupen, ¿qué hacen? No es de noche y

la sombra le separa de Camila, la sombra de esa carcajada de calaveras de fritanga mortuoria... La risa se desprende de los dientes negruzca, bestial, pero el contacto del aire se mezcla al vapor de agua y sube a formar las nubes... Cercas hechas con intestinos humanos

dividen la tierra... Lejos hechos con ojos humanos dividen el cielo Las costillas de un

caballo sirven de violineta al huracán que sopla Ve pasar el entierro de Camila... Sus ojos

nadan en los espumarajos que van llevando las bridas del río de carruajes negros... ¡Ya tendrá ojos el Mar Muerto! Sus ojos verdes... ¿Por qué se agitan en la sombra los guantes blancos de los palafreneros?... Detrás del entierro canta un osario de caderitas de niño: «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and'echá las cáscaras a la laguna!»... Así canta cada huesito blando... «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and'echá las cáscaras a la laguna!»... Ilíacos con ojos en forma de ojales... «¡Luna, luna, tomá tu tuna y and'echá las cáscaras a la laguna!»... ¿Por qué sigue la vida cotidiana?... ¿Por qué anda el tranvía?... ¿Por qué no se mueren todos?... Después del entierro de Camila nada puede ser, todo lo que hay está sobrepuesto, es postizo, no existe... Mejor le da risa... La torre inclinada de risa... Se registran los bolsillos para hacer recuerdos... Polvito de los días de Camila... Basuritas... Un hilo... Camila debe estar a estas horas... Un hilo... Una tarjeta sucia... ¡Ah, la de aquel diplomático que entra vinos y conservas sin pagar derechos y los menudea en el almacén de un tirolés!... Todoelorbecante... Naufragio...Los salvavidas de las coronas blancas... Todoelorbecante... Camila, inmóvil en su

BOOK: El Señor Presidente
6.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In a Dark Season by Vicki Lane
Maddie's Big Test by Louise Leblanc
Atlas by Teddy Atlas
All You Need Is Kill by Hiroshi Sakurazaka
The Surrogate by Henry Wall Judith
Outfoxed by Rita Mae Brown
Vintage by Susan Gloss
Lake Como by Anita Hughes