El restaurante del Fin del Mundo (2 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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El capitán vogón pulsó un interruptor que le comunicaba con los restos de su tripulación.

—Al ataque— dijo.

En aquel preciso momento, Zaphod Beeblebrox se encontraba en su cabina maldiciendo a voz en grito. Dos horas antes había anunciado que tomarían un bocado en el Restaurante del Fin del Mundo, a raíz de lo cual había tenido una tumultuosa discusión con el ordenador de la nave y salido como una tromba hacia su cámara gritando que averiguaría los factores de Improbabilidad con lápiz y papel.

La Energía de la Improbabilidad convertía al
Corazón de Oro
en la nave más potente e imprevisible de todas las existentes. Nada había que no pudiese hacer; con tal de que se conociese exactamente el grado de improbabilidad de lo que se pretendía realizar, tal cosa llegaría a producirse.

Zaphod la había robado cuando, en su calidad de Presidente, le fue encomendada su botadura. No sabía exactamente por qué la había robado; sólo que le gustaba.

Ignoraba por qué se había convertido en Presidente de la Galaxia; sólo que le parecía divertido.

Era consciente de que existían razones de más peso, pero se hallaban ocultas en una sección oscura y cerrada de sus dos cerebros. Beeblebrox deseaba que la sección oscura y cerrada de sus dos cerebros desapareciera, porque a veces emergía de manera momentánea y sacaba a la luz ideas extrañas, curiosos segmentos de su inteligencia que trataban de desviarle de lo que él entendía como la ocupación fundamental de su vida, que consistía en pasárselo maravillosamente bien.

En aquel momento no se lo pasaba maravillosamente bien. Se le habían acabado los lápices y la paciencia y tenía mucha hambre.

—¡Malditas estrellas!— gritó.

En aquel preciso momento, Ford Prefect se encontraba en el aire. No se trataba de alguna irregularidad en el campo gravitatorio artificial de la nave, sino que bajó de un salto la escalera que conducía a las cabinas particulares de la nave. Había mucha altura para saltarla de un brinco, y aterrizó mal, tropezó, recobró el equilibrio, recorrió el pasillo a toda velocidad, mandando por los aires a un par de diminutos robots de servicio, patinó al doblar la esquina, irrumpió en la cabina de Zaphod y le explicó lo que pensaba.

—Vogones— dijo.

Poco antes, Arthur Dent había salido de su cabina en busca de una taza de té. No se trataba de una búsqueda que emprendiera con mucho optimismo, porque sabía que la única fuente de bebidas calientes de toda la nave era una oscura máquina producida por la Compañía Cibernética Sirius. Ostentaba el nombre de Sintetizador Nutrimático de Bebidas, y Arthur ya la conocía de antes.

Afirmaba producir la más amplia gama posible de bebidas, personalmente ajustadas a los gustos y metabolismo de quien se tomara la molestia de utilizarla. Sin embargo, cuando se la ponía a prueba, siempre facilitaba un vaso de plástico lleno de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té.

Trató de razonar con aquella cosa.

—Té— dijo.

—Comparte y Disfruta— replicó la máquina, sirviéndole otro vaso del horrible líquido.

Arthur lo tiró.

—Comparte y Disfruta— repitió la máquina, volviéndole a suministrar otro vaso de lo mismo.

«Comparte y Disfruta» es el lema del departamento de quejas de la Compañía Cibernética Sirius, que en la actualidad ocupa los territorios más importantes de tres planetas de tamaño mediano; es el departamento de la compañía que más éxito tiene y el único que arroja un beneficio apreciable en los últimos años.

El lema se ve, o más bien se veía, en letras luminosas de cuatro kilómetros y medio de altura cerca del puerto espacial del Departamento de Quejas, en Eadrax. Lamentablemente, su peso era tal, que, poco después de que se erigieran, el suelo cedió bajo las letras y casi la mitad de su extensión cayó sobre los despachos de muchos directivos de quejas, jóvenes de talento que fallecieron en el acto.

La mitad superior de las letras que quedaron, parece que dicen en el idioma local: «Date la cabeza contra la pared», y ya no están iluminadas, salvo en ocasiones de conmemoración especial.

Por sexta vez, Arthur tiró un vaso de aquel líquido.

—Escucha, máquina— dijo—; afirmas que puedes sintetizar cualquier bebida que exista, ¿por qué sigues dándome, entonces el mismo brebaje imbebible?

—Datos de nutrición y sentido del gusto— farfulló la máquina—. Comparte y Disfruta.

—¡Sabe muy mal!

—Si has disfrutado de la experiencia de tomar esta bebida— prosiguió la máquina—, ¿por qué no la compartes con tus amigos?

—Porque quiero conservarlos— replicó Arthur con aspereza—. ¿Quieres tratar de comprender lo que te estoy diciendo?

—Esa bebida...

—Esa bebida— dijo dulcemente la máquina— se ha hecho a medida de tus exigencias personales en cuanto a gustos y nutrición.

—Ya— dijo Arthur—. ¿Es que soy un masoquista a dieta?

—Comparte y Disfruta.

—¡Cállate ya!

—¿Es eso todo?

Arthur decidió rendirse.

—Sí— afirmó.

Luego pensó que no abandonaría por nada del mundo.

—No— dijo—. Mira, es muy, muy sencillo... lo único que quiero... es una taza de té. Y me vas a preparar una. Estate callada y escucha.

Se sentó. Le fue hablando a la Nutrimática de la India y de China; le habló de Ceilán. Le habló de unas hojas anchas secadas al sol. Le habló de teteras de plata. Le habló de tardes de verano, tumbado sobre la hierba. Le habló de poner la leche antes de echar el té para que no se escaldara. Y le contó (brevemente) la historia de la Compañía de las Indias Orientales.

—Así que es eso, ¿no?— dijo la Nutrimática cuando Arthur acabó.

—Sí— contestó éste—, eso es lo que quiero.

—¿Quieres el sabor de hojas secas hervidas en agua?

—Humm..., sí. Con leche.

—¿Sacada a chorros de una vaca?

—Bueno, supongo que puede decirse así...

—Voy a necesitar que me ayuden un poco— dijo sucintamente la máquina. El alegre parloteo había desaparecido de su voz, que ahora adoptaba un tono profesional.

—Pues si yo puedo servirte en algo...— se ofreció Arthur.

—Tú ya has hecho más que suficiente— le informó la Nutrimática.

Llamó al ordenador de la nave.

—¡Qué hay!— saludó el ordenador de la nave.

La Nutrimática le explicó lo del té. El ordenador dio un respingo, conectó unos circuitos lógicos con la Nutrimática y ambos cayeron en un silencio siniestro.

Durante un rato, Arthur estuvo atento y esperó, pero no ocurrió nada más.

Dio un puñetazo a la máquina, pero siguió sin pasar nada.

Por fin abandonó y subió al puente dando un paseo.

El
Corazón de Oro
pendía inmóvil en la vacía desolación del espacio.

La Galaxia enviaba el brillo de un billón de alfilerazos en torno a la nave. Hacia ella avanzaba despacio el desagradable bulto amarillo de la nave vogona.

3

—¿Tiene alguien una tetera?— preguntó Arthur, que nada más entrar en el puente empezó a preguntarse por qué gritaba Trillian al ordenador para que le contestase, por qué Ford le daba puñetazos y Zaphod patadas, y también por qué había un repugnante bulto amarillo en la pantalla.

Dejó el vaso vacío que llevaba y se acercó a ellos.

—¿Eh?— preguntó,

En aquel momento, Zaphod se arrojó sobre las pulidas superficies de mármol que contenían los instrumentos de mando de la energía fotónica convencional. Se materializaron bajo sus manos y empezó a manipularlos. Empujó, tiró, presionó y se puso a maldecir. La energía fotónica dejó escapar un lánguido chirrido y volvió a desconectarse.

—¿Pasa algo?— preguntó Arthur.

—Vaya, ¿habéis oído eso?— musitó Zaphod dando un salto hacia los controles manuales de la Energía de la Improbabilidad Infinita—. ¡El mono ha hablado!

La Energía de la Improbabilidad emitió dos quejidos débiles y también se desconectó.

—Eso es pura historia, hombre— dijo Zaphod, dando una patada a la Energía de la Improbabilidad—. ¡Un mono que habla!

—Si estás preocupado por algo...— dijo Arthur.

—¡Vogones!— saltó Ford—. ¡Nos están atacando!

—¿Y qué estás haciendo? ¡Vámonos de aquí!— dijo Arthur tras balbucear un poco.

—No podemos. El ordenador está atascado.

—¿Atascado?

—Dice que tiene todos los circuitos ocupados. No hay energía en ningún sitio de la nave.

Ford se apartó de la terminal del ordenador, se secó la frente con la manga y apoyó la espalda contra la pared.

—No podemos hacer nada— dijo. Miró ferozmente a ningún sitio en particular y se mordió el labio.

De pequeño, cuando iba al colegio, mucho antes de la demolición de la Tierra, Arthur jugaba al fútbol. No era muy bueno, y su especialidad consistía en marcar goles en su propia meta en los partidos importantes. Siempre que ocurría eso, solía experimentar un extraño cosquilleo en el cogote que le subía por las mejillas y le calentaba la frente. En aquel momento, la imagen del barro, de la hierba y de montones de chicos burlones que se reían de él emergió vívidamente a su conciencia.

Un extraño cosquilleo en el cogote le subía por las mejillas y le calentaba la frente.

Empezó a hablar y se detuvo.

Empezó a hablar de nuevo y volvió a detenerse.

Al fin logró articular una palabra.

—Humm— dijo. Se aclaró la garganta—. Decidme— prosiguió con voz tan nerviosa que los demás se volvieron a mirarlo. Dirigió la vista a la pantalla: se acercaba un bulto amarillo—. Decidme— repitió—, ¿ha dicho el ordenador en qué está ocupado? Lo pregunto sólo por curiosidad...

Los ojos de los demás estaban clavados en él.

—Y, humm..., pues eso es todo. sólo lo preguntaba.

Zaphod alargó una mano y agarró a Arthur por el cogote.

—¿Qué le has hecho, hombre mono?— jadeó.

—Pues nada, de verdad— dijo Arthur—. Sólo que me parece que hace poco trataba de averiguar cómo...

—¿Sí?

—Hacerme un poco de té.

—Eso es, chicos— saltó el ordenador con voz cantarina—. En estos momentos estoy trabajando en ese problema, ¡y vaya si es difícil! Estaré con vosotros dentro de un rato.

Volvió a sumirse en un silencio tan intenso que sólo tenía parangón con el de las tres personas que miraban fijamente a Arthur Dent.

Como para aliviar la tensión, los vogones escogieron aquel momento para iniciar el fuego.

La nave se estremeció; se produjo un ruido atronador. El escudo protector de la parte exterior, de veintitrés milímetros de espesor, burbujeó, se agrietó y escupió ante la andanada de doce cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30, y pareció que no iba a durar mucho. Ford Prefect le dio cuatro minutos.

—Tres minutos y cincuenta segundos— dijo poco después—. Cuarenta y cinco segundos— anunció en el momento adecuado. Dio unos golpecitos ociosos a algunos interruptores inútiles y dirigió a Arthur una mirada de pocos amigos—. Vamos a morir por una taza de té, ¿eh?— le dijo—. Tres minutos y cuarenta segundos.

—¡Deja ya de contar!— rezongó Zaphod.

—Sí— repuso Ford Prefect—, dentro de tres minutos y treinta y cinco segundos.

A bordo de la nave vogona, Prostetnic Vogon jeltz estaba perplejo. Esperaba una persecución, una emocionante lucha cuerpo a cuerpo con rayos tractores, ansiaba utilizar el Asertitrón de Normalidad Subcíclica, especialmente instalado para contrarrestar la Energía de la Improbabilidad Infinita del
Corazón de Oro
; pero el Asertitrón de Normalidad Subcíclica permanecía ocioso, porque el
Corazón de Oro
continuaba inmóvil encajando los disparos.

Una docena de cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30 siguieron disparando al
Corazón de Oro
, que continuaba inmóvil encajando el fuego.

Prostetnic comprobó todos los sensores que tenía al alcance para ver si se trataba de algún truco sutil, pero no encontró ninguno.

Desde luego, no sabía nada de lo del té.

Y también ignoraba cómo los ocupantes del
Corazón de Oro
estaban pasando los últimos tres minutos y treinta segundos que les quedaban de vida.

Y cómo se le ocurrió exactamente a Zaphod Beeblebrox la idea de celebrar una sesión espiritista en aquel momento, es algo que nunca estuvo claro para él.

Era evidente que el tema de la muerte estaba en el aire, pero más como algo a evitar que para insistir en ello.

Posiblemente, el horror que Zaphod experimentaba ante a perspectiva de reunirse con sus parientes fallecidos le dio la idea de que ellos podrían albergar el mismo sentimiento respecto a él, y que, además, tal vez fueran capaces de hacer algo que contribuyera a posponer tal reunión.

O tal vez se debiera a otro de esos impulsos extraños que de cuando en cuando emergían de aquella zona oscura de su cerebro que se le había cerrado de manera inexplicable antes de convertirse en Presidente de la Galaxia.

—¿Quieres hablar con tu bisabuelo?— preguntó Ford, sobrecogido.

—Sí.

—¿Y tiene que ser
ahora
?

La nave siguió estremeciéndose y resonando con estruendo. La temperatura aumentaba. La luz se debilitaba; toda la energía que el ordenador no precisaba para pensar en el té era bombeada al escudo protector, que desaparecía rápidamente.

—¡Sí!— insistió Zaphod—. Escucha, Ford, creo que podrá ayudarnos.

—¿Estás seguro de que quieres decir
creo
? Escoge las palabras con cuidado.

—¿Sugieres otra cosa que podamos hacer?

—Humm, Pues...

—Muy bien, coloquémonos en torno a la consola central. Ya. ¡Vamos! Trillian, hombre mono, moveos.

Se apiñaron alrededor de la consola central, se sentaron y, con la sensación de ser unos estúpidos fenomenales, se cogieron de la mano. Con su tercer brazo, Zaphod apagó las luces.

La oscuridad se apoderó de la nave.

Afuera, el rugido estrepitoso de los cañones Matafijo continuó desgarrando el escudo protector.

—Concentraos en su nombre— siseó Zaphod.

—¿Cuál es?— preguntó Arthur.

—Zaphod Beeblebrox Cuarto.

—¿Cómo?

—Zaphod Beeblebrox Cuarto. ¡Concentraos!

—¿Cuarto?

—Sí. Escucha, yo soy Zaphod Beeblebrox, mi padre era Zaphod Beeblebrox Segundo, mi abuelo Zaphod Beeblebrox Tercero...

—¿Cómo?

—Ocurrió un accidente con un contraceptivo y una máquina del tiempo. ¡Concentraos ya!

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