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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (55 page)

BOOK: El rebaño ciego
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—De acuerdo, al fin y al cabo no voy a hacerte mi oferta —dijo Doug, y se giró hacia Rocco, que le tendía un fajo de formularios—. Por cierto, ¿cuál es el nombre completo de Josie y su fecha de nacimiento? Debo adjuntarlo a su bolsa.

Philip le proporcionó los datos con voz monótona. Y prosiguió:

—¿Qué… qué oferta?

—Una bolsa como ésta —dijo Doug, sin mirar a su alrededor—. Es o eso, o morirse de hambre, o ser muerto en un accidente, o morir de tifus… Bien, resulta claro que no lo aceptarías.

—¿Estás matando niños? —estalló Philip.

—No. Evitándoles la agonía de morir por sí mismos. —Doug se giró y se enfrentó de nuevo con él. Había algo en sus ojos que podría haber sido piedad, pero Philip ya no era receptivo a la piedad.

Su voz se ablandó.

—Mira, te haré otro favor. En este momento eres incapaz de pensar correctamente. Puede que incluso hayas tomado una dosis subclínica de gas neurotóxico… el alucinógeno. Te voy a dar una nota diciendo que no estarás lo suficientemente recuperado como para presentarte a tus obligaciones hasta mañana. Piensa acerca de Harold y Denise mientras tienes la posibilidad. Es la única que tendrás.

Philip se lo quedó mirando sin comprender.

—Una cosa más —dijo el sargento—. ¿Tiene usted algo de comida? Porque debemos llevarnos todo lo que no le sirva hasta más allá de pasado mañana. Han prometido camiones de raciones para pasado mañana, con sopa y pan.

Y eso fue demasiado. Philip se giró hacia la cocina con un gesto y apoyó su frente contra una pared. Estaba cubierta con una película de grasienta suciedad, pero al menos era fría. Como desde muy lejos, oyó a Denise decir:

—¿Y Angie? ¿Y Millicent?

—Mi madre está muerta —respondió Doug—. Pero Angie está bien. Había sido enfermera. Está en otro grupo como éste.

Cuando la puerta se cerró, Philip dijo:

—Si pudiera ponerles las manos encima a los bastardos responsables de esto, yo… yo…

Y no pudo pensar en nada lo suficientemente fuerte para hacerles.

EL ANTEPROYECTO

…incluye
prima facie
pero no
ipso facto
lo siguiente: a), Homosexualidad o indecencia grosera con otra persona del sexo masculino; b), Posesión o comercio de un estupefaciente ilegal o cualquier otra droga; c), Vivir de los beneficios de la prostitución; d) Ser miembro del Partido Comunista o de una de sus organizaciones de pantalla (ver lista anexa); e), Trainismo; f), Abogar por el derrocamiento del gobierno mediante la violencia; g), Difamar al Presidente de los Estados Unidos; h), …

VIAJE CON ÁCIDO

Hugh estaba muy enfermo. A veces pensaba que tenía que ser un envenenamiento de la sangre porque tenía esas ulceraciones en la cara, directamente encima de la boca, de tal modo que cuando se pasaba la lengua por los labios notaba el sabor dulzón del pus. A veces pensaba que tenía que haber pillado alguna otra cosa, un tipo de fiebre distinto de lo demás. Pero la mayor parte del tiempo pensaba que estaba realizando un viaje, sólo que había olvidado cuándo había tomado la cápsula de ácido. Todo el mundo era como hecho de caucho, especialmente sus propios miembros.

Pero sabía dónde estaba yendo, y había llegado ya, pese a los polis y a los zorrinos que había que evitar y al hecho de que no había coches por la carretera que pudieran recogerle a uno. El mismo había tenido que abandonar el suyo, o había chocado contra algo con él, o cualquier otra cosa. No pensaba demasiado bien, con la fiebre y la falta de comida… hacía días que no comía, aunque había encontrado cantidades de agua.

¿Agua?

Una gota de lluvia en su mano. Mierda. Pero al menos estaba ya a la vista de casa. Aquello eran los jardines botánicos que rodeaban la casa Bamberley… ¿o no? Miró, asombrado, en la creciente oscuridad del anochecer.

Esos árboles. Demasiado desnudos para este principio de otoño, y algunos no eran del tipo de los que pierden sus hojas pasado el verano. ¿Una enfermedad de algún tipo? Tocó un tronco, descubrió que la corteza se desprendía bajo su mano.

Mierda. ¿Qué importaban los árboles? La casa estaba en esa dirección. Más lluvia. Recordó que estaba de nuevo sediento, e inclinó la cabeza para dejar que las gotas cayeran sobre su lengua. Su sentido del gusto era pobre. Una especie de capa blancuzca había recubierto la parte interior de su boca. Kitty había tenido también lo mismo en su coño, recordó. Hongos. Afta, lo llamaban. Un nombre estúpido. Como todos los nombres.

La lluvia era ácida. Se detuvo en seco, sin creer lo que le señalaban sus sentidos. ¿Ácida? Debía ser culpa de esa estúpida afta o algo así. La lluvia no es ácida. Sólo que…

—Cristo —dijo en voz alta, y una oleada de terror descendió por su columna vertebral dejándole un rastro helado. ¡El ácido de la batería! No había la menor duda; había tenido un coche eléctrico el tiempo suficiente como para estar seguro.

¡Estaba lloviendo ácido!

Gritó y echó a correr directamente hacia la casa, y bajo el tercer árbol un centinela lo apuntó con una carabina. Se detuvo en seco y miró al hombre, desconcertado.

—Lluvia ácida —dijo—. Es imposible.

—Cállese —dijo el centinela—. ¿Quién es usted?

—Yo vivo aquí —dijo Hugh—. Esta es mi casa.

—¿Se llama usted Bamberley? —el centinela inclinó la cabeza.

—No… esto… no. Soy Hugh Pettingill. —Tenía sus papeles en el bolsillo… en algún lugar. Encontró algo que le pareció adecuado, se lo tendió.

—¡Oh, estuvo usted con los marines! —dijo el centinela—. ¡Ajá! Podrá ser de utilidad cuando se haya adecentado un poco. —Escrutó el rostro de Hugh a la creciente oscuridad—. Tiene unas feas llagas en la cara. ¿Ha estado enfermo?

—S-sí. —¿Cuándo había estado él con los marines?

—¿Pero viene a presentarse?

—Sí.

—Estupendo. Entre directamente, y pida por el capitán Aarons. —El centinela le tendió de vuelta el certificado de licenciamiento.

—¿Dónde está la… la familia? ¿Maud y los demás?

—¿Eh? Oh, la señora Bamberley. Se volvió loca, he oído decir. Un poco antes que todos los demás. —Una sonrisa irónica—. De modo que, como el lugar estaba vacío, y era grande, nos instalamos en él. Está lo bastante cerca de Denver.

—¿Qué están haciendo ustedes aquí?

El hombre se alzó de hombros.

—Equipos de trabajo. Limpiando de escombros la ciudad. Ya sabe: desertores, trainitas, gente así. Pacifistas. Los llevamos a la ciudad cada mañana, volvemos a traerlos a la noche. Les damos un trabajo honesto. Será mejor que vaya a la casa y se presente. Nos veremos más tarde, quizá.

—Sí —dijo Hugh atontadamente, pensando: ¿lluvia ácida? ¡Infiernos!

Uno de los grupos de trabajo estaba regresando para pasar la noche cuando alcanzó la casa. Iban todos encadenados.

—Este certificado es una falsificación —dijo secamente el capitán Aarons—. Nunca estuvo con los marines. ¿Dónde se encuentra ahora?

Sorprendido, el sargento dijo:

—Creo que lo está viendo el médico, señor. Tiene como llagas en el rostro.

—Sáquelo de ahí y métalo en un grupo de trabajo —dijo Aarons—. A menos que el doc diga que no es útil siquiera para remover escombros.

TRABAJOS EN CURSO

—Tom, aquí Moses. ¿Sigue sin tener nada que podamos utilizar?

—¡No, maldita sea, no lo tengo! Cuando cortaron la corriente la otra noche fue como… ¡como golpear a un hombre en la cabeza con una porra! Sacar los datos tras eso no está resultando nada fácil, ¡y solo falta usted incordiando sin parar!
¡Adiós!

VOLVIENDO A CASA

Gradualmente, su sensación de adaptación a las extrañas nuevas condiciones del mundo… Habían limpiado ya aquella zona y la habían declarado oficialmente habitable, pero era tan… ¡tan vacía!

Aunque habían estado mucho tiempo fuera de casa, era estupendo poder meter de nuevo la llave en la propia puerta de una, pensó Jeannie. ¡Y habían tenido tanta suerte! Los incendios no se habían acercado a más de medio kilómetro de allí; el edificio no había sido ni ametrallado, ni bombardeado, ni nada.

Por supuesto, durante aquel tiempo el Ejército los había instalado en un motel fuera de la ciudad, y habían trabajado en lo que habían podido, ella cuidando a los enfermos pese a no sentirse ella misma muy bien, y Pete registrando y clasificando las estadísticas de víctimas y los certificados de defunción, el tipo de cosa que había hecho ya antes en la policía.

Pero era todo tan extraño, ¡tan extraño! Sabiendo que los apartamentos de arriba estaban vacíos, todo un edificio con a lo sumo treinta familias… y la calle, con los coches simplemente aparcados junto a las aceras, sin el menor tráfico, ni siquiera audible en la distancia, excepto el zumbar de los camiones del Ejército… ¡y el estado en que se hallaba todo el país! Todos los hombres válidos habían sido movilizados, sin la menor excusa: leales, para servir bajo órdenes militares, o desleales, para servir de alguna otra forma como despejando las ruinas y transportando los cadáveres a ser incinerados. Se seguían desenterrando cadáveres constantemente.

Pero estaba de nuevo en casa. Sólo para comprobar si podría traer a Pete allí esta noche. No tenían gasolina para el coche, pero el Ejército estaba montando patrullas regulares y lo mismo hacía la policía, y Chappie Rice, aquel viejo amigo de Pete, arreglaría las cosas de modo que pudieran conducirlo a y del trabajo cada día. Hasta que pasara la crisis. Si pasaba alguna vez.

Estaba tan concentrada en sus pensamientos que ni siquiera le vio.

—No se mueva. Ponga las manos… ¡Cristo, si es Jeannie!

Ella lanzó un grito y se giró; y allí estaba él, mirándola por encima de su gran sofá: Carl.

Pero un Carl cambiado, casi irreconocible. Tan envejecido. Su delgado rostro estaba surcado por las arrugas de una madurez prematura; llevaba un sucio suéter negro con una bandolera cruzando su hombro, y la apuntaba con un rifle deportivo.

Se la quedó mirando, luego miró su arma, y bruscamente perdió todos los años extra que había adquirido. Saltando sobre sus pies, dejó caer el arma y corrió a abrazarla.

—¡Oh, Carl! ¡Carl, pequeño! —Casi estaba llorando; había estado segura de que su hermano preferido tenía que estar muerto—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ocultarme —dijo él, y rió cínicamente—. ¿Y tú? ¿Está Pete contigo?

—No… esto… nos pusieron en ese motel, ¿sabes?, pero mañana… —Se lo explicó rápidamente.

—¿Todo está vacío arriba? Estupendo. Entonces puedo trasladarme a uno de los otros apartamentos.

—No, van a utilizarlos para realojar a la gente cuyas casas resultaron destruidas por los incendios.

—Oh, mierda —su rostro se ensombreció—. ¡Siempre seré el mismo estúpido!

—¿Qué?

—Mira… —Su anterior edad volvió a él; se apartó para sentarse junto al rifle, sus delgados dedos acariciando la culata—. Mira, tengo que ocultarme, Jeannie. Esta arma mató a un guarda estatal fronterizo.

—¡Oh, Carl! —Se apretó las manos.

—Tuve que hacerlo. Era o él o yo. Estaba intentando pasar. Y de todos modos no siento ninguna clase de amor hacia los zorrinos… Mira, estaba en Berkeley, pero tuve que salir pitando de donde estaba. Y cuando oí acerca de eso grande que estaba pasando en Denver pensé, Cristo, esto es la revolución, y aún estoy a tiempo, y maldito sea si me lo pierdo. ¿Entiendes por qué digo que sigo siendo un estúpido?

Ella asintió, el rostro tenso.

—Así que cuando descubrí qué era lo que había pasado realmente, me hubiera devuelto yo mismo a patadas hasta Berkeley. Entonces intenté encontrarte. Tú me escribiste, tengo la carta, decías que os habíais trasladado, y sabía la calle aunque había olvidado el número, así que simplemente recorrí la calle hasta que encontré Goddard en un buzón. No fue difícil; quedaban tan pocos edificios en pie por aquí.

Miró a la nada.

—Pensar que creí que era la revolución. Realmente lo creí. No tenía ni idea.

—¿Pero qué vas a hacer ahora? —preguntó Jeannie.

—Sólo Dios lo sabe. —Repentinamente cansado—. Soy un desertor, en posesión de unos documentos de identidad falsificados, he matado a un guardia fronterizo… tuve que hacerlo, Jeannie. Me llamó negro hijo de puta y me apuntó con su pistola. Me hubiera disparado. Sólo que yo le disparé antes. No tengo que dejarme ver mucho, al menos hasta que retiren la ley marcial aquí, y entonces deberé intentar escabullirme al Canadá o algo así. Hay una red que se dedica a pasar tipos por la frontera.

Dudó un momento.

—A menos que Pete me denuncie antes.

—¡El no haría una cosa así!

—¿No? Se unió a los polis, ¿no lo hizo? De hecho, creo que debo haberme vuelto loco para hablarte como te estoy hablando… tú te casaste con él. Sólo que hace tanto tiempo que no he hablado con nadie.

—Yo… ¡ya sé! —Una inspiración—. Pete está trabajando en el censo de las víctimas. Tiene todo tipo de formularios oficiales. Robaré uno que diga que has sido afectado por el gas neurotóxico, que estás todavía como drogado, y que el antídoto aún no ha hecho todo su efecto. Encontramos a docenas en esta situación cada día, gente que anda vagando de un lado para otro.

—Oh, ¿sí? —El interés brilló en los ojos de Carl—. ¿Y…?

—Y tú haces como si estuvieras aturdido. Sin reaccionar. Actuando torpemente, como un estúpido. Te pondrán en algún equipo de trabajo, pero… ¡Y oculta el arma!

—Ya lo he oído. Han prohibido todas las armas de fuego particulares, ¿no? Encontré un coche con una radio que aún funcionaba, capté una de las emisoras oficiales. —Se alzó y la abrazo de nuevo—. Jeannie, querida, si no fueras mi hermana te besaría hasta que te quedaras sin respiración. Hace diez minutos estaba pensando en pegarme un tiro.

De pronto, las luces se encendieron. Se quedaron mirando sorprendidos durante unos largos segundos. Luego Carl lanzó un aullido de pura alegría y la besó.

Ella lo dejó hacer. Parecía tan feliz. Y eso la hacía sentirse tan bien.

RECUPERÁNDOSE

—¡El muy bastardo está fingiendo para escapar al castigo!

—No, señor Bamberley. Se lo aseguro. Está realmente enfermo. Sufre un colapso renal total. Pero está respondiendo bien al tratamiento, y deberíamos ser capaces de fijar la fecha del juicio para la primera semana del mes próximo. Precisamente ahora estoy tomando las disposiciones necesarias. Como puedo. El no quiere cooperar, no quiere nombrar un abogado, nada. De todos modos, es asunto suyo. ¿Cómo esta su hijo?

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