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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (6 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Tu antiguo lugar? —preguntó con aire seco el sacerdote—. Creía que eras más ambiciosa que eso. ¿O es que tu súbito interés por la religión te ha hecho más humilde?

El rostro de Meryem se sonrojó bajo su velo.

—Qannadi prometió hacerme su esposa —dijo con obstinación.

—Qannadi antes se acostaría con una serpiente. ¿Es que lo has olvidado? Él sospechó de tu pequeña conspiración, de tus planes de utilizar al príncipe nómada para arrojarlo del trono. No volvería a aceptarte ni siquiera como concubina.

—Lo haría si tú se lo dijeses —maniobró Meryem—. ¡Tú eres fuerte! ¡Él te teme! Lo sé; Yamina me lo dijo.

—No es a mí a quien teme, sino al dios, como deberían hacer todos los mortales —reprobó Feisal, y humildemente añadió—: Yo no soy más que un sirviente de Quar, y un sirviente indigno además.

Y, después de decir esto, continuó hablando con aire pensativo.

—Puede que Qannadi te volviera a aceptar, si yo se lo pidiese. Pero, Meryem, considéralo. Tú abandonaste el palacio un día porque temías que tu vida estuviese en peligro. ¿Acaso la situación ha cambiado, si no es para volverse más peligrosa? Después de todo, has vivido con los enemigos de Qannadi durante dos meses o más.

Las suaves cejas de Meryem se unieron por encima de sus ojos azules. Sus manos, que en ningún momento habían dejado de retorcer la seda de su vestido desde que había entrado, dieron un involuntario tirón de éste que hizo que el velo se desprendiera de su cara. Mordiéndose el labio con sus blancos dientes, la joven miró al imán con ojos desafiantes.

—¡Entonces, encuéntrame algún lugar adonde ir! ¡Yo he hecho esto por ti…!

—Lo has hecho por ti misma —declaró fríamente Feisal—. Yo no tengo la culpa de que tu obsceno deseo por Khardan se haya consumido y el viento se haya llevado sus cenizas. Sin embargo, has demostrado tu valía y yo te recompensaré. Después de todo, no quiero que vayas a venderle esta información a Qannadi.

Meryem bajó los ojos y se cubrió la cara con una mano temblorosa, y habría deseado poder correr también un velo sobre su mente. ¡Era pavorosa la manera en que aquel hombre podía ver dentro de ella!

Feisal se volvió de espaldas a la mujer y, acercándose hasta el altar, buscó ayuda en la cabeza de carnero. Los dorados ojos brillaron rojos como las llamas del carbón vegetal.

—Necesitamos mantener cerca a la muchacha —musitó el imán—. Ella puede ver a los seguidores de Akhran y Promenthas en ese cuenco suyo, y yo quiero estar al tanto del momento en que el
kafir
dé su última exhalación. Debe tenerla cerca y, sin embargo, mantener su presencia en secreto. Qannadi cree que Khardan está muerto. Achmed cree que su hermano está muerto. Los nómadas también dan a su califa por muerto. Sus esperanzas menguan día a día. ¡No deben enterarse de la verdad, o recobrarán fuerzas para desafiarnos! Si Qannadi descubriese que Khardan sigue vivo, se lo diría a Achmed y la noticia llegaría a oídos de los nómadas. Yo…

Los ojos del carnero centellearon intensamente por unos instantes. Feisal parpadeó y, luego, sonrió.

—Gracias, Sagrado Señor.

Volviéndose hacia Meryem, quien lo observaba con ojos estrechados mientras sostenía con la mano el velo por delante de su cara, el imán dijo con tono amable:

—He pensado en un sitio para ti. Un lugar donde no sólo estarás completamente a salvo, sino donde, además, seguirás siendo de la mayor utilidad.

Capítulo 6

Cuando la reunión diaria de los oficiales concluyó, Achmed se quedó rezagado mientras los otros, bromeando y riendo, abandonaban la sala; los que estaban fuera de servicio se dirigieron hacia la ciudad y los demás, a ocupar sus puestos asignados y a montar la vigilancia nocturna. Achmed se quedó atrás aparentando estudiar un mapa. Tenía el entrecejo arrugado por la concentración, y daba la impresión de que estaba planeando afrontar una carga de diez mil enemigos al amanecer del día siguiente, tan absorto estaba en el examen de la configuración del terreno. En realidad, el único enemigo probable al que se enfrentaría por la mañana era el eterno enemigo del soldado: las pulgas. Todo aquel mirar fijamente al mapa, sin ver nada, era tan sólo una excusa. Achmed se quedaba atrás cuando los demás oficiales partían porque así le resultaba más fácil sentirse solitario cuando estaba solo.

El joven nómada se había unido al ejército de Qannadi en la primavera y ahora estaba ya bien avanzado el verano. Había pasado meses con los hombres de su división, la caballería. Había entrenado con ellos, aprendido de ellos y les había enseñado a su vez cuanto sabía. Había salvado vidas y también lo habían salvado a él. Se había ganado su respeto, pero no su amistad. Dos factores hacían que el nunca fuese incluido en los grupos que se adentraban en la ciudad en busca de placeres. Primero, que Achmed era y sería siempre un extranjero, un nómada, un
kafir
. Y, segundo…, que era amigo de Qannadi.

Había muchas conjeturas entre las filas acerca de esta relación. Se sospechaba de todo, desde interés amoroso hasta la ya algo enfebrecida teoría de que el muchacho era en realidad el príncipe heredero de Tara-kan, que había sido enviado lejos de la corte del emperador por miedo de que fuese asesinado. No importa por dónde anduviese el joven en el campamento, podía estar seguro de oír por encima conversaciones como esta que había escuchado tan sólo unos días atrás.

—Pavos reales, eso es lo que son los hijos de Qannadi, todos y cada uno de ellos. Especialmente el mayor. Meneando su cola en la corte del emperador y picando las migajas que caen a sus pies —gruñó uno.

—¿Y qué esperabas? —dijo otro vigilando con ojo crítico el asado de un cordero en un espetón—. El muchacho fue criado en el serrallo por mujeres y eunucos. El general lo veía tal vez una o dos veces al año entre guerra y guerra y jamás se tomó interés alguno por él. No es de extrañar que el joven prefiera la vida fácil de la corte a marchar por ahí todo el día bajo el calor.

—Y he oído que su esposa, la maga, se aseguró de que el general no se tomaba interés alguno por el chico —añadió un tercero—. El hijo quitará las botas al cadáver de su padre y se las probará en sus propios pies, como dice el proverbio. Y, cuando llegue ese día (que Quar no lo quiera), entonces yo volveré con aquella viuda gorda de Meda que es dueña de la posada.

—Quizá sea el
kafir
el que lleve las botas —dijo el primero bajando la voz y lanzando una cautelosa mirada a su alrededor.

—Al menos a él le irán bien —murmuró el segundo dando media vuelta al espetón—. El
kafir
es un guerrero, como todos esos nómadas.

—Hablando de botas. Si yo estuviera en el pellejo del
kafir
, llevaría las mías puestas día y noche. Una
qarakurt
es una de las cosas más desagradables que puede encontrarse uno entre los dedos de los pies por la mañana.

—Y huelga preguntarse cómo habría llegado hasta allí. Yamina no es su más mortal enemigo —agregó el tercero cuidando de bajar el tono de su voz—. Ni por asomo. Pero el general se cuida de no favorecer al
kafir
más que a otros, ni tenerlo a su alrededor durante el día, ni siquiera compartir sus comidas con él. Sencillamente otro joven héroe, nada más. ¡Bah, déjame a mí! ¡Se te está quemando!

El
kafir
. Así era como lo llamaban. A Achmed no le importaba tanto aquella apelación como el peligro que Hasid, un viejo amigo de Qannadi, se había tomado la molestia de explicar al joven. Al principio desdeñaba la sola idea de que alguien pudiera verlo como una amenaza. Pero, con el tiempo, comenzó a sacudir su catre cada noche antes de acostarse, a volcar sus botas cada mañana y a tomar sus comidas de una olla que compartía con otros. Y no eran los ojos de Yamina los que él veía mirándolo fijamente desde la oscuridad.

Los ojos que él temía eran los ardientes ojos del imán.

Y, sin embargo, Achmed lo aceptaba todo: el peligro, el ostracismo, las murmuraciones y las miradas de reojo. Aquel terrible día en que Qannadi había caído en medio de sus enemigos y Achmed había estado allí, dispuesto a sacrificar su vida por aquel hombre que había llegado a ser para él padre, amigo y mentor, la había visto con claridad: sí, él estaba dispuesto a sacrificar su vida por aquel hombre, pero ¿y qué había de las vidas de su propia gente?

«No puedo impedir sus muertes. Ni tampoco puede Qannadi. Deben convertirse o, al menos, fingir que lo hacen. ¡Sin duda serán capaces de entenderlo! Yo hablaré con ellos».

Hablar con ellos. Hablar con alguien que lo comprendía. Hablar con amigos, familia. El pozo hueco y vacío que había dentro del muchacho se hizo más ancho y profundo. Estaba solo, amarga y desesperadamente solo. Sintió un picor de lágrimas en los párpados y a punto, muy a punto estuvo de arrojarse entre las esteras y las sillas de montar que utilizaban como respaldos y echarse a llorar como un niño. Sólo el conocimiento de que en cualquier momento podía entrar uno de los oficiales a echar otra ojeada a la ruta de Kich, contuvo con gran esfuerzo los sollozos que se agolpaban en su garganta. Atragantándose, se restregó los ojos y la nariz con el dorso de la mano y se reprendió severamente a sí mismo por ceder a tan poco viril debilidad, y luego salió caminando a grandes y rápidos pasos de la tienda.

Inquieto, vagó sin rumbo por el campamento de los soldados. Era ya de noche y no tenía deberes que cumplir. Habría podido regresar a su propia tienda, pero el sueño estaba lejos de él y no le apetecía pasar otra noche con los ojos abiertos en la oscuridad, apartando los recuerdos de su mente y rascándose las picaduras de las pulgas. De modo que continuó errando; y, sólo cuando de pronto oyó voces bajas, quejidos ahogados y roncas risas se dio cuenta Achmed de adónde lo habían llevado, finalmente, sus pies.

Conocido como La Arboleda, aquel lugar tenía también otros nombres en la lengua vernácula de la soldadesca, nombres que habían provocado un enrojecimiento en las mejillas del joven la primera vez que los había oído. Pero de esto hacía ya unos cuantos meses y batallas. Ahora podía sonreír con aires de conocedor cuando se mencionaba La Arboleda. Él mismo, movido por la curiosidad y el deseo, había recurrido una noche a sus dudosos placeres. Demasiado avergonzado para «examinar los géneros», había alquilado la primera mercancía que le habían ofrecido para, demasiado tarde, descubrir que era vieja y mal hecha y que, con toda evidencia, había conocido muchos dueños antes que él.

Aquella experiencia había sido nauseabunda y repugnante para él y, hasta ahora, jamás había vuelto a ese lugar. Tal vez había llegado allí verdaderamente por accidente, o tal vez su soledad lo había llevado de la mano. Fuera cual fuese la razón, el joven había oído ya lo bastante de sus mayores como para saber, ahora, cómo se manejaban las cosas. La repulsión y el deseo se debatían en su interior junto con lo que más le quemaba: la necesidad de hablar, de tocar, de ser abrazado y al menos, por un momento, creerse amado, sentir que alguien se preocupaba por él de verdad. Una suave voz lo llamó al tiempo que una mano se estiraba hacia él desde las sombras de los árboles.

Agarrando su monedero, Achmed se tragó su nerviosismo e intentó aparentar dureza e indiferencia según se adentraba más en La Arboleda. El roce de los cuerpos sobre la hierba, vislumbres de siluetas oscuras y los sonidos del placer acrecentaron su deseo. Hizo caso omiso de las primeras que estiraron sus manos hacia él. Serían las profesionales, las mujeres que seguían a las tropas de un campamento a otro. Más profundo en La Arboleda estaban las que eran nuevas en aquel negocio, jóvenes viudas de la ciudad que tenían niños pequeños que alimentar y ningún otro medio de ganarse el pan. Sus familias las matarían si las descubrieran allí, pero la lapidación es una forma rápida de morir comparada con el hambre.

Achmed avanzaba por la parte más oscura y profunda de aquella espesura arbórea, intentando expulsar de su mente la imagen de su madre, cuando concluyó con toda certeza que alguien lo estaba siguiendo. Ya había tenido la sospecha cuando había entrado en La Arboleda, al principio. Pisadas que sonaban cuando él caminaba y cesaban cuando él se detenía. Sólo que no se detenían lo bastante a tiempo y él podía oír todavía algunos pasos suaves y amortiguados sobre la fresca y húmeda hierba detrás de él. De nuevo él echaba a andar y oía las ligeras pisadas en el suelo; se paraba bruscamente y las pisadas continuaban: un paso, dos pasos y, después, silencio.

El miedo y la excitación desterraron el deseo. Deslizando la mano hacia su cinturón, palpó la empuñadura de su daga y cerró los dedos sobre ella. De modo que eso era. Había supuesto que el imán designaría a alguien más hábil. Pero no, aquello tenía sentido. Encontrarían su cuerpo en La Arboleda y deducirían que había sido atraído hasta allí por una mujer y, después, asesinado y robado por su cómplice masculino. Cosas así no eran raras. Bien, por lo menos no se lo pondría fácil. Qannadi no se avergonzaría de él.

Girando sobre sus talones, Achmed saltó hacia el indicio de movimiento que vio en la oscuridad detrás de él. Sus manos, buscando el cuello del perseguidor, se cerraron, no sobre músculos y tendones masculinos, sino sobre seda perfumada y piel lisa. Un resuello, un grito y Achmed y su perseguidor cayeron pesadamente al suelo. El cuerpo de éste, debajo de él, no ofreció ninguna resistencia. Sorprendido y agitado por la caída y por su propio miedo, Achmed se elevó parcialmente sobre la inerte figura y la escrutó a la tenue luz de las estrellas.

Era una mujer. Achmed estiró la mano y descorrió el velo de su cara.

—¡Meryem!

Capítulo 7

La mujer se movió al sonido de su voz. Demasiado atónito para hacer nada excepto mirarla embobado, Achmed permaneció allí, acurrucado sobre ella, con el velo agarrado en una mano que se había quedado tan fláccida como el cuerpo que tenía debajo. Los párpados de la mujer se agitaron; aun en aquella semioscuridad, Achmed pudo ver las sombras que proyectaban sus pestañas sobre sus damasquinas mejillas, tan delicadas como las alas de una libélula. Parpadeando llena de confusión, Meryem se sentó, con los ojos bajos.

—Joven señor —dijo con una voz baja y temblorosa—, tú eres amable. Yo… te daré placer…

—¡Meryem! —repitió Achmed y, al oír pronunciar su nombre y sentir el tono de sorpresa y enojo en la voz, la mujer miró directamente al joven por primera vez.

Un intenso rubor bañó su pálida tez. Enseguida, arrebató el velo de la mano de Achmed y se cubrió la cara con él. Poniéndose rápidamente en pie, Meryem intentó huir pero resbaló en la hierba mojada. Achmed volvió a atraparla con facilidad.

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