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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (8 page)

BOOK: El pequeño vampiro y los visitantes
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Suspiró aliviado y siguió andando. Al otro extremo de la sala se encontraba la puerta del salón de fiestas.

Durante el baile de los vampiros, a la sombra de aquella puerta, permanecía un horrible vampiro con cicatrices en la cara que miraba con desconfianza a todo el que llegaba. ¡Anton todavía se acordaba bien de cómo había temblado de miedo bajo la inquisitiva mirada del vampiro! Ahora nadie vigilaba la puerta y el salón de fiestas donde habían bailado cien vampiros o más, también presentaba una imagen de abandono. Las negras mortajas ante los huecos de las ventanas, los candelabros con las velas negras, las mesas y las sillas...: nada de aquello estaba ya allí.

Sólo el órgano continuaba aún en la tribuna..., extrañamente imponente con sus artísticas tallas en la madera.

—¡Ahí hay un órgano! —se sorprendió el padre de Anton, y cuando se recuperó de su sorpresa atravesó el salón con pasos rápidos y nerviosos dirigiéndose hacia la tribuna.

Anton esperó junto a la puerta hasta que su padre llegó arriba y desapareció detrás del órgano.

Luego abandonó el salón de puntillas, ¡pues ahora podía estar seguro de que su padre durante la media hora siguiente sólo iba a tener ojos para el órgano! ¡Y Anton podía aprovechar aquel tiempo para ir al sótano y mirar si realmente estaban allí los nueve ataúdes de los vampiros!

Una vez fuera del salón de fiestas, Anton echó a correr. Corrió hasta llegar a la escalera. Y luego, latiéndole salvajemente el corazón, bajó con lentitud las escaleras del sótano...

El pasillo secreto

Las escaleras de piedra que conducían al sótano parecían no irse a terminar nunca. Y cuanto más bajaba Anton, más oscuro estaba. ¡Por suerte llevaba una linterna! Pero aun así, a la luz de la linterna, costaba trabajo ver entre aquellas sombras.

Anton se sentía como si estuviera a mucha profundidad bajo tierra, aislado por completo del mundo..., y cuanto más descendía a la húmeda y fría oscuridad, menos podía imaginarse el cálido y soleado día de primavera que hacía fuera.

Después se acabó por fin la escalera y se encontró en un pasillo bajo en el que olía repugnantemente a podredumbre y a moho. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de telarañas. También el suelo estaba húmedo y resbaladizo. Por un momento, Anton sintió deseos de darse la vuelta, pero luego siguió andando con precaución, el haz de luz de su linterna siempre enfocado hacia el suelo por delante de él.

Mientras tanto, pensó en una historia que había leído una vez: trataba de un hombre al que metían preso en un calabozo subterráneo que estaba completamente a oscuras y en cuyo centro había un profundo pozo de agua esperando que él se cayera...

¡No, allí no parecía haber ningún pozo!, constató aliviado Anton.

De repente vio que de una prominencia del muro salía corriendo rápidamente hacia él un animal con una larga cola. Lo examinó y al resplandor de la luz sus ojos fulguraron fantasmagóricamente. Luego se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad del pasillo.

Anton no tenía dudas de que sólo se trataba de una rata. En un primer momento experimentó una sensación muy extraña, pero luego se dijo que no había ningún motivo para tener pánico, pues, al fin y al cabo, ¡la rata había salido huyendo de él!

Pero ¿de dónde podría haber venido la rata? Detrás del saliente del muro debía de haber al menos un nicho...

Cuando Anton llegó al sitio vio que había una abertura en el muro que estaba bloqueada con piedras.

Por entre aquellas piedras una rata podría colarse fácilmente..., y si se retiraban las piedras a un lado, incluso... ¡un vampiro!

Anton tenía la excitante sensación de que la rata le había desvelado un secreto...

Colocó la linterna en el suelo y luego empezó a quitar las piedras desde arriba. Pesaban mucho más de lo que él había pensado..., pero finalmente lo consiguió. Cogió la linterna y alumbró dentro por la abertura... y descubrió entonces otro pasillo. Aquel pasillo era todavía más bajo y más estrecho que el del sótano. Y mientras Anton se metía por él con una mortal valentía notó, ya después de pocos pasos, que iba por el camino correcto: entre el olor a moho se mezclaba un pesado y dulzón aroma de rosas... ¡El aroma de Muftí Amor Eterno! Tuvo que pensar en lo que Anna le había dicho sobre el Muftí Amor Eterno: haría que ellos ya no se sintieran solos nunca más.

Y qué extraño...: ¡de repente le pareció como si Anna estuviera a su lado!

Así, llegó ante una puerta que parecía estar podrida. Allí terminaba el pasillo.

Anton cogió la linterna con la mano izquierda, respiró profundamente una vez más... y casi le da un ataque de tos. Luego movió el picaporte hacia abajo con la mano derecha.

Los ataúdes de los vampiros

La puerta se abrió con un gemido estremecedor que a Anton le caló hasta los huesos..., pero no pasó nada más. Cuando enfocó hacia la oscuridad con el corazón palpitante, vio una sala abovedada que estaba repleta de ataúdes negros. A pesar de que se había preparado interiormente para ver aquello, un escalofrío le recorrió la espalda.

Cierto era que él ya había contemplado varias veces los ataúdes de los vampiros..., pero siempre sólo por la noche, cuando los vampiros ya se habían marchado volando...

Anton entró vacilante en la húmeda sala, que olía terriblemente a moho, y enfocó la luz de su linterna hacia los ataúdes. Comprobó con alivio que todos ellos estaban cerrados.

Luego iluminó las paredes y el techo. Eran repugnantes las densas telas de araña que colgaban del techo como si fueran velos y las numerosas grietas y hendiduras, en las que seguro que había bandadas de murciélagos.

¡No, Anton se dijo que no debía pensar en ello!

Volvió a dirigir la luz de su linterna hacia los ataúdes... y se quedó helado cuando comprobó que no había nueve, sino sólo ocho. ¡Faltaba un ataúd!

Anton los contó otra vez; en efecto, sólo había ocho ataúdes: seis grandes y dos pequeños. ¡Los dos pequeños eran los ataúdes de los vampiros hijos! Anton suspiró profundamente al pensar que no había ninguna novedad con respecto a Anna y Rüdiger.

Pero ¿de quién era el ataúd que faltaba?

¿Se trataría del ataúd de Tía Dorothee...?

Anton sabía que ella guardaba el tesoro de la familia. ¿Quizá por eso había puesto su ataúd en otra parte del castillo en ruinas, en un lugar aún más inaccesible?

Pero también podía ser el ataúd de Tío Theodor... En el deshabitado ataúd de Tío Theodor había estado una vez el paso hacia la salida de emergencia; así que era posible que los vampiros lo hubiesen dejado en su antigua cripta...

Como por fuera los ataúdes de los vampiros apenas se diferenciaban unos de otros, a Anton sólo le quedaba una forma de averiguarlo: ¡tenía que mirar en todos y cada uno de los seis ataúdes grandes! Sintió que se le ponía la carne de gallina.

«¡Realmente no me puede pasar absolutamente nada!», pensó, intentando infundirse valor. El ya había mirado en otra ocasión, también de día, en el ataúd del pequeño vampiro: aquella vez que Rüdiger estuvo viviendo en el sótano de su casa. El vampiro yacía en el ataúd como un muerto, con los ojos vidriosos mirando fijamente ante sí, y no respondió a ningún estímulo.

Y eso contaban también los libros que Anton había leído: que durante el día los vampiros caían en un sueño parecido a la muerte del que no se les podía despertar con nada. No se despertaban hasta que no se había puesto el sol.

Y era precisamente por este motivo por lo que los vampiros estaban tan amenazados, pues si alguien les descubría durmiendo no podían defenderse ni huir.

Pero Anton no quería hacerles absolutamente nada; sólo echar un vistazo dentro de los ataúdes.

Miró otra vez su reloj de pulsera. Eran las tres de la tarde, así que la puesta de sol se haría esperar aún un par de horas.

Colocó decidido su linterna encima del pequeño ataúd que supuso que pertenecía a Rüdiger. Luego, a la luz de la linterna, comenzó a abrir el gran ataúd que estaba al lado.

Fue un trabajo duro conseguir correr hacia un lado la pesada tapa.

Le asaltó un olor a moho y a polvos antipolillas. ¡Puf! Anton tosió.

Cogió la linterna y, angustiado, dirigió su luz hacia el interior del ataúd.

El grito

Ante él, acostada sobre el terciopelo lila, yacía una pequeña mujer con el pelo blanco como la nieve, recogido en un anticuado moño y con una cara surcada por pliegues y pliegues y arrugas y más arrugas.

Sus ojos grises miraban fijos al frente y sus facciones parecían completamente exánimes. Sólo su boca, con los dientes de vampiro muy blancos y afilados, sonreía durante el sueño...

Era, con seguridad, Sabine la Horrible, la abuela de Anna, Rüdiger y Lumpi, la primera de la familia Von Schlotterstein en convertirse en vampiro, según le había contado Rüdiger.

Junto a ella había en el ataúd un bastón, un bolso negro hecho con perlas, guantes negros, pantuflas de felpa negras y un libro dorado.

Anton se inclinó para leer las letras que había en la gastada cubierta dorada.

«
Crónica... de... la... familia... Von Schlotterstein
», descifró con alguna dificultad. «Crónica»... ¿No era aquello una especie de diario? En tal caso, ¡el libro tenía que contener revelaciones sensacionales sobre el clan de los vampiros! Anton iba ya a sacar el libro del ataúd cuando, de repente, escuchó una serie de prolongados y espantosos sonidos.

Anton se quedó paralizado del susto.

Poco a poco empezó a comprender que lo que estaba oyendo era solamente el órgano. Al parecer, su padre había conseguido ponerlo en funcionamiento.

Respiró aliviado. Ahora la repulsiva y desfigurada música de órgano le parecía incluso bastante beneficiosa: ¡mientras resonara no debía temer que su padre le sorprendiera allí abajo!

Reunió otra vez todo su valor; luego sacó cuidadosamente del ataúd el libro dorado.

Después de asegurarse de que Sabine la Horrible seguía yaciendo allí tan exánime como antes, abrió la primera página con los dedos temblorosos por la excitación.

Anton vio un papel fino y amarillento, escrito en tinta negra con una letra muy apretada.

Pero ¡qué grande fue su decepción cuando no pudo entender ni una palabra, ni una letra! ¡O se trataba de una escritura secreta..., o de una escritura olvidada hacía mucho tiempo!

Finalmente, Anton tuvo que dejar otra vez el libro dorado en el ataúd sin haber sabido nada de su misterioso contenido. ¡Sin embargo, ahora sabía, a pesar de todo, que existía tal crónica familiar! ¡Y si veía a Anna aquella noche, le pediría que la próxima vez se llevara el libro y le leyera algo!

Volvió a colocar la linterna encima del pequeño ataúd y cerró la tapa sobre Sabine la Horrible. Luego se acercó al siguiente ataúd grande.

Cuando corrió un poco a un lado la tapa e iluminó con la linterna el interior del ataúd vio a una mujer alta y flaca, con los ojos azules muy abiertos mirando inmóviles al vacío.

¡Aquélla tenía que ser Hildegard la Sedienta!

Y parecía desde luego sedienta, con su ancha boca y los colmillos muy salientes que chispeaban horriblemente a la luz de la linterna.

Tenía una nariz larga y curvada y unas angulosas facciones que le conferían cierto aspecto de ave de presa. Sus manos, con las uñas larguísimas y pintadas de rojo-sangre, le parecieron garras a Anton... ¡Garras dispuestas para atrapar la presa! Y aquélla era la madre de Anna, Rüdiger y Lumpi... ¡Brrr! Anton se estremeció.

Intentó apresuradamente volver a correr la pesada tapa sobre el ataúd..., sin darse cuenta de que todavía tenía la linterna en la mano.

Se le escurrió, se cayó al suelo... ¡y se apagó!

En sólo un segundo, Anton se quedó a oscuras. A su alrededor todo estaba tan negro que no podía ver nada, absolutamente nada.

Y luego el olor a moho, que ahora, en la oscuridad, imaginó que terminaría asfixiándole...

Y encima los horripilantes acordes del órgano.

Anton tuvo la sensación de que iba a desmayarse. Le zumbaban los oídos y estaba completamente mareado.

Pero no: ¡tenía que luchar contra eso! Si se desmayaba ahora, los vampiros le descubrirían en cuanto se despertaran y entonces... ¡Y entonces ya ni Rüdiger ni Anna le podrían salvar!

Anton se pegó un mordisco en el brazo hasta que chilló de dolor. Pero el dolor le sirvió para volver a pensar con más claridad.

Se agachó y buscó a tientas la linterna. ¡Después de todo, aún había una pequeña esperanza de que no se hubiera roto, sino que solamente se hubieran soltado las pilas!

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