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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (34 page)

BOOK: El mundo y sus demonios
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Después de la muerte de John F. Kennedy, varios americanos declararon haber contactado con el fantasma del presidente. Se empezaron a declarar curaciones milagrosas ante pequeños altares caseros con su fotografía. «Dio la vida por su pueblo», explicaba un adepto de esta religión nacida muerta. Según la
Enciclopedia de las religiones americanas:
«Para los creyentes, Kennedy es como un dios.» Algo similar puede verse en el fenómeno de Elvis Presley y el sincero grito: «El rey vive.» Si pueden surgir de este modo sistemas de creencia espontáneos, imaginemos lo que podría hacerse con una campaña bien organizada y especialmente carente de escrúpulos.

E
N RESPUESTA A SUS PREGUNTAS
, Randi propuso en el programa «Sixty Minutes» de Australia la idea de generar un engaño desde el principio... utilizando a alguien sin ninguna preparación de magia ni para hablar en público, y sin experiencia de predicador. Mientras pensaba en la organización de la patraña, sus ojos fueron a dar en su inquilino, José Luis Álvarez, un joven escultor de categoría. ¿Por qué no?, respondió Álvarez, que parecía una persona brillante, animosa y seria. Se sometió a una preparación intensiva, incluyendo ensayos de aparición en televisión y conferencias de prensa. No tenía que pensar las respuestas porque tenía un receptor de radio casi invisible en el oído, a través del que Randi le apuntaba. Los enviados de «Sixty Minutes» comprobaron la actuación de Álvarez. La persona de Carlos era una invención de Álvarez.

Cuando Álvarez y su «manager» —también reclutado para el trabajo sin experiencia previa— llegaron a Sydney, allí estaba James Randi, discreto, sin llamar la atención, susurrando en el transmisor desde un rincón. Toda la documentación explicativa era falsa. La maldición, el vaso de agua y todo lo demás eran para atraer la atención de los medios de comunicación. La atrajeron. Muchas personas habían acudido a la Casa de la Ópera por la atención que le habían prestado la televisión y la prensa. Una cadena de periódicos de Australia llegó a imprimir palabra por palabra los comunicados de la «Fundación Carlos».

Cuando «Sixty Minutes» hizo público el engaño, los demás medios de comunicación australianos se pusieron furiosos. Se quejaban de haber sido utilizados, les habían mentido. «Igual que hay directrices legales sobre el uso de provocadores por parte de la policía», tronaba Peter Robinson en la
Australian Financial Review,

debe haber un límite al derecho de los medios de comunicación a plantear una situación equívoca... Yo, francamente, no puedo aceptar que decir una mentira sea una manera aceptable de informar de la verdad... Todos los sondeos de la opinión pública muestran que hay una sospecha entre el público general de que los medios de comunicación no dicen toda la verdad o que distorsionan las cosas, exageran, o son tendenciosos.

El señor Robinson temía que Carlos pudiera haber dado crédito a esta extendida percepción errónea. Los titulares iban desde «Cómo Carlos los ridiculizó a todos» hasta «El engaño era estúpido». Los periódicos que no habían anunciado a Carlos a son de trompetas se congratulaban de sus reservas. Negus dijo de «Sixty Minutes»: «Hasta las personas íntegras pueden cometer errores», y negó que se hubiera dejado embaucar. Alguien que se presente como canalizador, dijo, es «un fraude por definición».

«Sixty Minutes» y Randi subrayaron que los medios de comunicación australianos no habían hecho ningún esfuerzo para comprobar la buena fe de «Carlos». No había aparecido nunca en ninguna de las ciudades nombradas. La cinta de vídeo de Carlos en el escenario de un teatro de Nueva York había sido un favor de los magos Penn y Teller, que estaban actuando allí. Se limitaron a pedir al público un gran aplauso; Álvarez entró, con la túnica y el medallón, el público aplaudió sumiso. Randi consiguió su cinta de vídeo, Álvarez se despidió, el show continuó. Y en Nueva York no existe ninguna emisora de radio llamada WOOP.

Era fácil encontrar otros motivos de sospecha en los escritos de Carlos. Pero como la divisa intelectual ha sido tan devaluada, como la credulidad —antigua y de la Nueva Era— es tan agresiva, como raramente se practica el pensamiento escéptico, no hay ninguna parodia demasiado inverosímil. La Fundación Carlos anunciaba la venta de un «CRISTAL DE LA ATLÁNTIDA» (en realidad se cuidaron escrupulosamente de no vender nada):

El maestro, en sus viajes, ha encontrado hasta ahora cinco de esos cristales únicos. Sin que la ciencia encuentre explicaciones, cada cristal contiene energía casi pura... [y tiene] unos poderes curativos enormes. Las formas contienen energía espiritual fosilizada y son una gran bendición para la preparación de la Tierra para la Nueva Era... De los cinco, el maestro ascendido lleva siempre un cristal de la Atlántida cerca de su cuerpo para protegerse y potenciar todas las actividades espirituales. Dos de ellos han sido adquiridos por bondadosos seguidores en Estados Unidos a cambio de la contribución sustancial que requiere el maestro ascendido.

O
,
bajo el titular: «LAS AGUAS DE CARLOS»:

El maestro ascendido encuentra de vez en cuando agua de tal pureza que emprende la energización de una cantidad de ella para beneficio de los demás, un proceso intensivo. Para producir lo que siempre es poco, el maestro ascendido se purifica él mismo y una cantidad de cristal de cuarzo puro moldeado en frascos. A continuación se coloca él mismo y los cristales en un gran cuenco de cobre, pulido y caliente. Durante un período de veinticuatro horas, el maestro ascendido vierte energía en el depósito espiritual del agua... No hace falta sacar el agua del frasco para utilizarla espiritualmente. Sólo sostener el frasco y concentrarse en curar una herida o enfermedad producirá resultados asombrosos. Sin embargo, si le sucede un infortunio serio a usted o a un ser cercano, unas gotas del agua energizada le ayudarán inmediatamente a la recuperación.

O «LÁGRIMAS DE CARLOS»:

El color rojo de los frascos que ha modelado el maestro ascendido para las lágrimas es prueba suficiente de su poder, pero su emoción [sic] durante la meditación ha sido descrita por los que la han experimentado como «gloriosa unicidad».

También hay un librito.
Las enseñanzas de Carlos,
que empieza:

YO SOY CARLOS

HE LLEGADO HASTA TI

A TRAVÉS DE MUCHAS

ENCARNACIONES PASADAS.

TENGO UNA GRAN LECCIÓN

PARA ENSEÑARTE.

ESCUCHA ATENTAMENTE.

LEE ATENTAMENTE.

PIENSA ATENTAMENTE.

LA VERDAD ESTÁ AQUÍ.

La primera enseñanza es una pregunta: ¿Por qué estamos aquí?... La respuesta:
«¿Quién puede decir cuál es la única respuesta?
Hay muchas respuestas a cualquier pregunta y todas las respuestas son correctas. Es así. ¿Lo ve?»

El libro nos conmina a no pasar a la página siguiente hasta que hayamos entendido la página en la que estamos. Éste es uno de los muchos factores que dificultan terminarlo.

«De los que dudan —revela más adelante— sólo puedo decir esto: pueden tomar de este asunto lo que quieran. Terminan sin nada: un puñado de aire, quizá. ¿Y qué tiene el creyente? ¡
TODO
! Todas las preguntas contestadas, porque todas y cada una de las respuestas son correctas. ¡Y son buenas respuestas! Discute esto, escéptico.»

O: «No pidamos explicaciones de todo. Los occidentales, en particular, siempre estamos pidiendo descripciones prolijas de por qué esto, por qué aquello. La mayoría de lo que se pregunta es obvio. ¿Por qué ocuparse en examinar esas materias?... La fe hace que todo se convierta en verdad.»

La última página del libro expone una sola palabra en grandes letras: se nos exhorta a «¡PENSAR!».

Todo el texto de
Las enseñanzas de Carlos
fue escrito por Randi. Lo redactaron Álvarez y él precipitadamente en pocas horas en un ordenador portátil.

Los medios de comunicación australianos se sintieron traicionados por uno de los suyos. El principal programa de televisión del país se tomó la molestia de poner en evidencia la mala calidad del nivel de comprobación de datos y la extendida credulidad de las instituciones dedicadas a las noticias y asuntos públicos. Algunos analistas de los medios de comunicación lo excusaron basándose en que era obvio que el tema no era importante; de haberlo sido, lo habrían comprobado. Se entonaron unos cuantos mea culpa. Ninguno de los que habían sido engañados quiso aparecer en un programa retrospectivo sobre el «Asunto Carlos» programado para el domingo siguiente en «Sixty Minutes».

Desde luego, todo eso no implica que Australia sea algo especial. Álvarez, Randi y sus colegas-conspiradores podían haber elegido cualquier nación en la Tierra y no hubiera cambiado nada. Los que concedieron una audiencia nacional de televisión a Carlos incluso sabían lo suficiente para hacer algunas preguntas escépticas... pero no se pudieron resistir a invitarlo. La lucha de aniquilación mutua de los medios de comunicación dominó los titulares tras la partida de Carlos. Se escribieron comentarios confusos sobre el asunto. ¿Cuál era el objetivo? ¿Qué se había demostrado?

Álvarez y Randi demostraron lo poco que cuesta desnaturalizar nuestras creencias, lo dispuestos que estamos a dejarnos llevar, lo fácil que es engañar al público cuando la gente se encuentra sola y anhela creer en algo. Si Carlos se hubiera quedado más tiempo en Australia y se hubiera concentrado más en la curación —a través de la oración, de la fe en él, expresando deseos ante sus lágrimas embotelladas, acariciando sus cristales—, es indudable que hubieran aparecido personas curadas gracias a él de muchas enfermedades, especialmente psicogénicas. Incluso si lo único fraudulento hubiera sido su aspecto, dichos y productos anexos, algunos habrían mejorado gracias a Carlos.

Eso, nuevamente, es el efecto placebo que se encuentra en casi todos los curanderos. Creemos que tomamos una medicina potente y desaparece el dolor, al menos por un tiempo. Y cuando creemos que hemos recibido una cura espiritual poderosa, a veces la enfermedad también desaparece, al menos durante un tiempo. Hay gente que anuncia espontáneamente que ha sido curada aunque no sea así. En los detallados seguimientos que hicieron Nolen, Randi y muchos otros de personas a quien se había dicho que estaban curadas y así lo manifestaban ellas —por ejemplo, en servicios televisados de curanderos— no pudieron encontrar ni una que se hubiera curado realmente de una enfermedad orgánica grave. Incluso la mejora significativa de su estado era dudosa. Como sugiere la experiencia de Lourdes, quizá deberían revisarse de diez mil a un millón de casos para encontrar una verdadera recuperación asombrosa.

Un curandero puede empezar o no con el fraude en mente. Pero, para su sorpresa, resulta que sus pacientes parecen mejorar de verdad. Sus emociones son genuinas, su gratitud sincera. Cuando se critica al curandero, ellos salen en su defensa. Varios de los asistentes de más edad a la canalización de la Casa de la Opera de Sydney montaron en cólera por la revelación de «Sixty Minutes»: «Da igual lo que diga —le decían a Álvarez—, nosotros creemos en ti.»

Esos éxitos pueden ser suficientes para convencer a muchos charlatanes —por muy cínicos que sean al principio— de que realmente
tienen
poderes místicos. Quizá no tienen éxito todas las veces. Los poderes vienen y van, se dicen a sí mismos. Tienen que disimular los momentos bajos. Si es necesario engañar un poco en algún momento, se dicen a sí mismos que sirven a un propósito más alto. Prueban su discurso con el consumidor. Funciona.

La mayoría de estas figuras sólo van detrás de nuestro dinero. Ésta es la parte buena. Pero lo que me preocupa es que aparezca un Carlos con asuntos más importantes en juego... un hombre atractivo, dominante, patriótico y rebosando liderazgo. Todos anhelamos un líder competente, incorrupto y carismático. Nos aferraremos a la oportunidad de apoyarle, creer en él, sentimos bien. La mayoría de los informadores, editores y productores —arrastrados por el resto de nosotros— huirán del examen escéptico real. Él no nos venderá oraciones, cristales o lágrimas. Quizá nos venda una guerra, un chivo expiatorio o un ramillete de creencias más globales que Carlos. Sea lo que sea, irá acompañado de advertencias sobre los peligros del escepticismo.

En la celebrada película
El Mago de Oz,
Dorothy, el espantapájaros, el leñador de hojalata y el león cobarde se ven intimidados —en realidad atemorizados— por la figura oracular de gran talla llamada el Gran Oz. Pero el pequeño perro de Dorothy, Toto, descorre una cortina que lo oculta y revela que el Gran Oz es en realidad una máquina dirigida por un hombre bajo, rechoncho y asustado, tan exiliado como ellos en aquella tierra extraña.

Creo que es una suerte que James Randi descorra la cortina. Pero sería tan peligroso confiarle a él el desenmascaramiento de todos los matasanos, farsantes y tonterías del mundo como creer a esos mismos charlatanes. Si no queremos que nos engañen, debemos ocuparnos de ello nosotros mismos.

U
NA DE LAS LECCIONES MÁS TRISTES DE LA HISTORIA
es ésta: si se está sometido a un engaño demasiado tiempo, se tiende a rechazar cualquier prueba de que es un engaño. Encontrar la verdad deja de interesarnos. El engaño nos ha engullido. Simplemente, es demasiado doloroso reconocer, incluso ante nosotros mismos, que hemos caído en el engaño. En cuanto se da poder a un charlatán sobre uno mismo, casi nunca se puede recuperar. Así, los antiguos engaños tienden a persistir cuando surgen los nuevos.

Las sesiones de espiritismo sólo se practican en habitaciones en penumbra donde es muy difícil ver a los visitantes fantasmagóricos. Si encendemos la luz y, en consecuencia, tenemos la oportunidad de ver lo que ocurre, los espíritus desaparecen. Se nos dice que son tímidos, y algunos de nosotros lo creemos. En los laboratorios de parapsicología del siglo XX, existe el «efecto observador»: personas descritas como psíquicos dotados encuentran que sus poderes disminuyen claramente siempre que aparecen los escépticos, y desaparecen del todo en presencia de un prestidigitador preparado como James Randi. Lo que necesitan es oscuridad y credulidad.

Una niña pequeña que había colaborado en un famoso engaño del siglo XIX —se comunicaba con los espíritus y los fantasmas respondían las preguntas con fuertes golpes— confesó al hacerse mayor que había sido una impostura. Hacía crujir la articulación del dedo gordo del pie. Demostró cómo lo hacía. Pero la disculpa pública prácticamente se ignoró y, cuando se reconocía, se denunciaba. Los golpecitos que daba el espíritu eran demasiado tranquilizadores para abandonarlos porque una persona confesase que aquello era falso, aunque fuera ella misma la que lo hubiera iniciado. Empezó a circular la historia de que los racionalistas fanáticos la habían obligado a hacer aquella confesión.

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