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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (6 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Para que te enseñes. Para que te vayas enseñando. Los mayores, si son ricos, se bañan en agua fría y en tibia y en caliente, y se tumban, y se tocan las partes entre el vapor de las habitaciones, y descansan luego un ratito antes de volverse a tocar. Así, así —me restregaba con sus manos duras y delicadas—. Y en los baños hay barberos, para cortarle el pelo a quien se deje (hombres y mujeres, no te creas), y masajistas que te dan palizas y patadas, y gente lavando su ropa y estrujándola, así, así, y niños como tú, que ya se alegran de haber nacido, porque este niñito mío es que está retrasado, muy retrasado el desventuradillo...

Fue aquélla la primera vez que alguien me llamó con el mote que luego iba a seguirme de por vida, y aun más allá: “el Zogoibi”, el pobrecito infeliz.

—Este niño es igualito, igualito a Faiz, el jardinero.

Faiz era otro de mis amigos más queridos.

—¿En qué me parezco a Faiz? —pregunté muy ufano.

—En que él tiene la muleta siempre tiesa, pero lo demás lo tiene siempre lacio.

—¿Qué es lo demás?

—Lo que a ti no te importa —y se ponía a canturrear—.

“¿Qué ha sido de mi cosa? ¿Qué ha sido de mi cosa?

Desde abajito se me ha caído, igual que un muro al que le faltan los cimientos.

Si volviera Jesús, el profeta, quizá podría curarte; pero el sitio en el que tienes la enfermedad es difícil que al profeta le gustara tocarlo”.

‘Ese jardinero no tiene ningún porvenir: para cavar hoyos, un azadón requiere un buen mango duro —y soltaba una risotada—. Mi Mohamed y yo —agregaba con los ojos rebosantes de repentinas lágrimas—, ay, niño, Boabdil, mi Mohamed y yo, entre nuestros tres hijos, éramos como una tijeritas: uno encima del otro, siempre uno encima de otro con un clavito en medio...

Dios no puede ser bueno. No lo es; si lo fuese, no haría lo que hace. Porque, ¿qué le hemos hecho nosotros, los infelices, niño, los zogoibis? ¿Quieres decírmelo tú, que tienes buenos maestros y alfaquíes, y que te sabes de memoria ya medio Corán? Dímelo tú, mi vida, ¿qué le hemos hecho a Dios para que se porte tan malísimamente con nosotros?

—¿Es que tú eres cristiana?

—le pregunté.

—¿Cristiana yo? Ésa es una gente que sólo tiene fe en tesoros enterrados, o en ídolos aparecidos a los que pedir tesoros enterrados.

Un día, después de bañarme, dentro de la misma agua, bañamos unos perrillos chicos que había dejado una perra, a la que atropelló y mató un carro de los que se emplean para subir la leña a los baños desde el exterior. Era una perra muy cariñosa. Subh y yo la llamábamos “Nuba” —es decir, “Suerte”—, porque un día nos trajo en la boca una piedra negra que Subh afirmó que venía de la Luna y que era el más valioso de los talismanes. La pobre “Nuba” no la tuvo: una mañana la vimos con la cabeza aplastada por una rueda y con sus tres cachorros lloriqueando alrededor.

Subh lavaba a los perrillos, y ellos se sacudían al sol y jugaban a montarse unos a otros. Yo no distinguía si eran machos o hembras, pero Subh sí:

—Mira este bujarroncete —me decía—, ¿pues no quiere montarse encima de su hermano? Y la machirulilla, mírala, mírala: en vez de recogerse la faldita, mírala, empinada de una manera que ya la quisiera para sí el jardinero. Y van los dos contra el más chico.

Acuérdate, Boabdil: siempre sucede igual.

Y, de pronto, los cachorros comenzaban a morderse y a pelearse desesperadamente entre los pies de Subh, que yo creo que los amamantaba también, y ella reía y palmeaba. Yo estaba muy asustado al verlos tan emberrenchinados y llenos de odio entre sí.

—Si no es la guerra, bobo. No es la guerra —decía—: son cosas de chiquillos.

Y les volcaba jofainas de agua para separarlos, y los perrillos se quedaban reducidos, con el pelo mojado, a casi nada.

Subh acostumbraba contravenir casi todas las reglas. Yo creo que gozaba haciéndolo a hurtadillas.

Si, por ejemplo, estaba prohibido darnos dulces, ella (no sé de dónde los sacaba, ni a qué concubina complacía para conseguirlos) venía con un pañizuelo atado por las puntas, lleno de golosinas duras y crujientes.

—Para mi vida —decía, y me las iba dando de una en una.

Un día apareció inesperadamente mi madre y nos sorprendió en flagrante delito. Sin inmutarse, mandó que le propinasen diez latigazos a Subh. Le bajaron allí mismo la ropa hasta la cintura y, delante de mí, cumplieron el castigo. Yo veía al principio cómo le temblaba la barbilla, cómo se le fruncía la cara de dolor, y cómo se iba viniendo abajo su cuerpo tan grande y tan querido. Luego, los ojos se me enturbiaron y ya no veía nada.

Para evitar que lo notasen, me puse una mano ante ellos. Otra mano bajó la mía, me levantó la barbilla, y me obligó a mirar; era mi madre, que, un momento después se alejó tan inesperadamente como había venido. Los dulces se quedaron por el suelo, unos dentro y otros fuera del pañizuelo en que Subh me los trajo.

Rompí a llorar entre hipos, y ella, sin cubrirse aún del todo, me consolaba riéndose.

—Pero si no me han matado, vidita. Si no me han echado de tu vera, corazón mío. No nos han separado, mi rey. Anda, que no nos quedan dulces por comer juntitos...

No llores. Tú no llores, mis ojos. Si no me ha dolido, Boabdil, si no me ha dolido nada. Porque, mientras me atizaban, pensaba que los latigazos se los estaban dando al jardinero en esa muleta siempre tiesa que tiene. Y con la muleta no hay látigo que valga.

A los diez años seguía amparado en las faldas de Subh. Nunca supe dónde vivía, aunque me había llevado, de tapadillo, para satisfacer mi curiosidad, un día o dos a su casa. Ella venía cada mañana; me preparaba, me arreglaba, y se quedaba esperándome hasta la hora de comer. Una mañana no llegó. Al mediodía le pregunte a Faiz el jardinero dónde podría encontrarla.

No quise decirle a nadie que no había venido, no fuese a ocasionarle algún perjuicio. Fui hasta el extremo de la Sabica, en donde los molinos. Di sus señas. Era muy conocida; no como yo, a quien nadie identificaba por allí. Llegué a su casa, que compartía con otra mucha gente. La puerta de la alcoba estaba abierta. Entré, la llamé. La busqué. Sobre un montón de paja, tendida, con la mano derecha bajo la mejilla, sonriendo, estaba Subh. Grandes manchas de sangre enrojecían la yacija. Alguien le había arrancado por la fuerza su collar de amuletos. No pude despertarla. Estaba dura y fría.

Cuando por fin me encontraron, continuaba sentado junto a ella.

Era de noche ya.

Faiz, el jardinero.

La primera vez que lo vi, yo atravesaba los jardines con Ibrahim, el médico judío. Era yo muy niño, e íbamos desde las habitaciones principales a las de las mujeres. Alguna de ellas se encontraría enferma; de esas enfermedades imaginarias que las aquejan con frecuencia, o acaso por alguna descalabradura ocasionada por las peleas entre ellas, que provocan sangre y desmayos de rabia una o dos veces por semana.

Antes, y ahora también, la medicina recurría con frecuencia a las plantas. Muchos médicos —no era el caso de Ibrahim, que estudió en la Karauín de Fez— comienzan de herboristas. Ibrahim, que era pedagógico siempre y magistral, no desperdiciaba ninguna circunstancia, y hablar con un niño le causaba la gran satisfacción de no ser contradicho. Me contaba que un médico antiguo, acaso Al Sacuri, aplicaba el cardo borriquero sobre los tumores, con la seguridad de que los reabsorbía, y que convenía retornar —frente a la complicación de la farmacopea actual—, a la simple, como la carne de víbora, que era la esencia de la gran triaca y una verdadera panacea contra los venenos, según un médico de Málaga —de cuyo nombre no me acuerdo ahora— que gozó de gran predicamento en la corte de Yusuf I.

—De momento no te importa, mi querido Boabdil; pero, si siguen así las cosas, en esta corte hará falta un antídoto contra muchos venenos.

Yo no adiviné a qué se refería; aunque temí preguntarle, porque se desbocaba en una catarata de datos que ni yo entendía ni me interesaban. Luego quedó muy claro qué era lo que el buen Ibrahim quiso decirme aquella tarde transparente y templada de fines de marzo. Sé que fue entonces, porque Faiz, al detenerse el médico ante él para tratar de yerbas y remedios, aludió a la benévola aparición de la primavera, que, como derogadora de las escarchas nocturnas de Granada, es muy de agradecer.

Faiz le preguntó que quién era yo.

—¿Es tu hijo? Se parece mucho a ti.

Rió el médico y le replicó que yo era hijo del sultán. El jardinero, sin cortarse, corrigió:

—Debí figurármelo, porque se parece mucho a él, a quien Dios guarde y ensalce según su merecer —y me alargó una flor.

No recuerdo cuál, pero sí recuerdo su olor. Un olor que, si hoy no me equivoco, era leve y al mismo tiempo denso, como si tardara un momento en hacerse del todo presente, pero luego ya su presencia fuese rotunda e inapelable.

Era como el olor de la diamela o de la dama de noche o del nardo, pero ninguna pudo ser, porque tengo el convencimiento de que fue a finales de marzo o principios de abril cuando conocí a Faiz. Desde entonces, cada vez que me veía —y me veía cada vez más porque yo procuraba hacerme el encontradizome brindaba la flor que tuviera más cerca. Y yo volvía a palacio, muy encrestado y un poco ridículo, con la flor en la mano, o tras la oreja, como hacían los muchachos mayores.

Intento averiguar qué es lo que me cautivó de Faiz desde el primer momento, y no lo consigo. Físicamente era casi repugnante, con su ojo tuerto y su muleta renca.

Llevaba unos harapos por toda indumentaria, los pies descalzos en unos alcorques para que el corcho lo protegiera de la humedad, y un pingo atado alrededor de la cabeza.

No digo yo que fuese sucio, porque eso no se le habría tolerado; pero tampoco era el más aseado de todos los sirvientes. Poco a poco supe por qué tenía el privilegio de actuar con más libertad que ellos.

Había servido con mi abuelo, y, cuando mi padre lo destronó, entró en seguida al servicio del nuevo sultán, por lo que, al quedar inválido en una de las últimas incursiones que el rey Enrique Iv emprendió desde Écija en la Vega, pasó a engrosar la lista de los servidores palaciegos. Quizá la expresión ‘servidores palaciegos’

produzca una impresión equivocada.

No había uniformes, ni riqueza, ni bordados; por lo menos, en la mayoría de las casas. Había un aluvión de mutilados de guerra y de impedidos, cuya única forma de vida consistía en desarrollar uno de los mil oficios que la Alhambra requería para ser lo que era: una ciudad auténtica. El de jardinero era de los más importantes.

—Yo nunca supe —me decía Faiz cuando ya trabamos amistad— una palabra de jardinería. No es que la despreciara, pero no me parecía cosa de soldados. Lo mío era la guerra. Y la frontera. Con mis grandes bigotes (yo ahora, para que no me teman aquí, me los he recortado, pero tenía unos bigotes tan grandes que, para dormir mejor, me los ataba en la nuca), con mis grandes bigotes asustaba a los cristianos en cuanto me ponía por delante de ellos.

—¿Y tú ibas a la guerra con la muleta? ¿Cómo montabas a caballo?

Faiz, que evidentemente no había pertenecido nunca a la caballería, solventaba cualquier duda mía de la manera más airosa que imaginarse pueda.

—Yo antes tenía piernas, reyecito. Cuatro o cinco piernas.

Sirviendo a tu abuelo, que se llevaba muy mal con Yusuf V (y viceversa, si me permites decírtelo), en pleno mes de febrero de 1464, una vez que murió el rey anterior (o, bueno, no anterior del todo, porque coincidían los dos reyes de cuando en cuando), digo que, muerto el rey Yusuf, ya se quedó solo tu abuelo, un poquito antes de que tu padre lo sustituyese. Lo sustituyese en vida, si me permites que te lo diga, reyecito; porque aquí los reyes han ido y han venido, o incluso ni han ido ni han venido: unos se han quedado en aquella colina —señalaba al Albayzín—, y otros, en ésta. Yo siempre he preferido a los de ésta: la Alhambra es más sólida, si me permites decírtelo. No lo olvides, reyecito, que a lo mejor te hace falta algún día: la Alhambra es muchísimo más sólida y, a la larga, da mejor resultado.

Se refería —creo— a algunas guerras civiles anteriores, y profetizaba —creo— las que luego vinieron. Pero lo que más me entusiasmaba era su estilo pomposo y zigzagueante de contar sus historias; de forma que, al concluir, no me había enterado de lo que quería contarme, pero sí de alguna circunstancia apasionante.

—¿Por qué tenías tantas piernas?

—Porque en la guerra todas son pocas, reyecito. Con mis piernas y mis bigotes yo era el amo de la guerra. Hasta que llegó ese Enrique Iv, y me mató el caballo, y se me cayó encima, y me partió esta pierna. Me la partió de una manera que nada tenían que hacer más que cortármela. Así que me dieron unas adormideras y ¡zas!, me la cortaron, porque no era cosa de dejar desangrarse en medio de la Vega al amo de la guerra.

—Y con las demás piernas, ¿qué te hicieron?

—Las fui perdiendo una a una, hasta que tu padre, al verme con una sola, me dijo: ‘Como las adormideras te salvaron la vida, mejor será que te dediques a cuidarme el jardín, que, fuera de la guerra, es lo que más me gusta, y a distraer a mi hijo mayor, que yo oportunamente te presentaré’. Si me permites decírtelo, lo que sucede es que echo de menos la guerra. Echo de menos, ya ves tú, hasta a aquel rey que los suyos dicen que tiene cara de león, y lo que tiene es cara de mono, feo como un pecado de incesto.

—¿Qué rey?

—¿No te lo estoy diciendo?

Enrique IV. Muy alto, con el culo muy gordo y con cara de mono.

Yo, a la segunda vez que me lo encontré frente a frente, ya le hablé de tú, porque, si me lo permites, me estaba ya cansando. Seis entradas hizo en la Vega en muy poquito tiempo, y hubiera seguido haciendo más si es que no le paramos oportunamente los pies.

Mientras relataba sus gestas, cada día de una manera diferente, cavaba, podaba, regaba, quitaba hojas o recortaba los arrayanes.

Nada podía detenerlo cuando estaba en vena. A veces se quedaba con una podadora o con una azada en la mano, o apoyaba en un astil la barba, y le resplandecía la sonrisa, que era una de las más blancas y brillantes que yo he visto en mi vida. Porque él, que por fuera todo lo tenía feo, al acabársele la áspera cáscara del cuerpo y abrírsele el postigo de los labios, dejaba ver la belleza de su interior, y su interior ya empezaba en los dientes.

“Mis cualidades” —canturreaba— “se corresponden con las de un palacio real: por fuera, manchas y desconchones; por dentro, las maravillas.”

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