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Authors: César Vidal

El Judío Errante (6 page)

BOOK: El Judío Errante
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El judío me miró y, de repente, en sus labios apareció una sonrisa amarga, tan amarga que hubiérase dicho que alguien la había dibujado sobre su rostro con pinceles cargados de acíbar.

—Observo que tiene usted cierta tendencia a ver las cosas de una manera muy sencilla —señaló—. Lo que usted dice... lo que usted dice es cierto, pero pasa por alto multitud de circunstancias.

—Multitud de circunstancias... Ya... ¿Por ejemplo?

—Muchas, por supuesto que muchas. Yo tenía otras cuestiones en las que pensar, otras preocupaciones... Debía atender dos negocios, además Esther estaba encinta y... bueno, la vida seguía. Seguía, ¿entiende?, y ya no tenía tan claro que fuera así porque el Nazareno me hubiera castigado a esperar su regreso. Es más, no exagero lo más mínimo si le digo que me sentía feliz. ¿Por qué me iba a complicar la vida dedicándome a cuestiones teológicas tan espinosas? Yo era dichoso. ¿Lo entiende? Fue la muerte, sí, me ha oído bien, la muerte, la que no me permitió seguir siéndolo.

7

El judío guardó silencio por unos instantes. Procurando no dar apariencia de indiscreción, intenté mirar de frente aquel rostro que se hallaba dirigido hacia la línea del horizonte. Me pareció por un instante que las aletas de la nariz se le dilataban y que el brillo propio de las lágrimas destellaba brevemente en sus ojos. Pero, quizá, se redujo todo a una ilusión. De hecho, respiró ruidosamente y volvió a adquirir su faz aquel tono más marmóreo que pétreo que parecía tan connatural en él.

—Lo normal... no, no lo normal. Lo natural. Sí, lo natural es morir —comenzó a decir—. Morir además en un orden determinado. Primero, fallecen los padres; luego, algunos de los amigos mostrándonos que la muerte nos afecta a todos y, finalmente, morimos nosotros para ser enterrados por nuestros hijos a los que, a su vez, darán sepultura sus vástagos. Pero esa cadena se rompe en ocasiones. Me refiero a que, por razones perversas que se nos escapan, se invierte y entonces se transforma en la causa de un enorme dolor. No puede usted imaginarse la inmensa sensación de absurdo y vacío que nace de tener que enterrar a un hijo y no me refiero a un hijo recién nacido, ésos, pobrecitos, también entran siquiera en parte dentro de lo natural, me refiero a los ya crecidos, a los que deben sucedemos, a los que podrían recitar una oración por nosotros y acompañarnos hasta la tumba para brindarnos el último reposo.

Pronunció la palabra «reposo» e, inmediatamente, como si intentara disipar los efectos de un conjuro, movió los hombros y la cabeza en un gesto extraño.

—Esther era una mujer a la que Dios no privó del don de la fecundidad. A los pocos meses de casarnos, se hallaba embarazada —prosiguió el judío—. Y dio a luz a finales de año. Fue un niño precioso. Fuerte, robusto, con una maraña de rizos húmedos pegados a la cabeza... Se llamaba Shlomo. Y volvió a quedar embarazada al año siguiente. Otro niño. Jacob. Y otra vez más dos años después. Una niña. Sara. Y entonces acabó su fertilidad. ¿Por qué? Lo ignoro. Simplemente, la matriz se le secó y no tuvo... no tuvimos más hijos. Confieso que no me agradó que así sucediera, pero... bueno, el caso es que los años fueron pasando y mis hijos fueron creciendo y Esther envejeció y yo... ah, ¿cómo os lo diría? Yo me fui quedando más o menos como estoy ahora... Por cierto, ¿está usted casado?

—No —respondí de la manera más lacónica posible.

—Entonces se ha perdido usted lo mejor del mundo —dijo el judío—. Sé de sobra que el matrimonio es ahora una institución sometida a fuego cruzado por casi todos, pero, mire, no será tan mala cuando hasta los homosexuales, que siempre se han caracterizado por ser partidarios del amor libre, también quieren casarse en algunos países. Por supuesto, tiene sus servidumbres y sus obligaciones y sus sacrificios, pero... ah, yo fui feliz entonces. Me alegré cada vez que Esther quedaba embarazada y cada vez que los niños rompían a andar y cada vez que decían papá o mamá y cada vez que... Bueno, se trata de cosas vistas una y mil veces, pero creo que hay pocas más hermosas que jugar con un niño o ver cómo crece o escuchar la manera en que, poco a poco, va comprendiendo la realidad y la expresa con sus pocas palabras. La verdad es que, al reflexionar en todo ello, me parece que eso es lo verdaderamente importante y no la manera en que los reyes y emperadores se reparten el mundo o en que un gobierno sustituye a otro...

Guardó silencio por un instante.

—Lo que pasó en Israel durante las décadas siguientes... —reanudó su relato—. Bueno, los historiadores dirán lo que quieran, pero no tuvo mayor importancia para la gente normal que tan sólo deseaba ganarse la vida y ver crecer a sus hijos en paz. Los romanos eran codiciosos, pero, no hay que engañarse, tampoco eran lo peor. A ellos sólo les importaba que hubiera orden y que los impuestos llegaran a las arcas de manera regular. Por lo demás, les traía sin cuidado lo que pudiéramos creer o hacer. Calles tranquilas y arcas llenas. Sí, ése podría haber sido el lema de la administración romana. El problema es que para que los cofres salieran rebosantes de monedas hacia el tesoro imperial, los nuestros tenían que colaborar y, entregados a esa labor, resultaban peor que los romanos. No crea usted nada de lo que haya podido leer si niega el papel de los nuestros en aquel expolio. Para empezar, la gente del Sanhedrín era corrupta hasta la médula. No todos, claro, pero los que lo eran se bastaban y sobraban para imponer sus intereses y sus planes sobre los demás. ¡Cuánto amor a la familia entre los parientes de los sumos sacerdotes! Lástima que fuera a costa de exprimirnos a los demás como si fuéramos una naranja a la que se arranca el zumo. Y luego estaban los que ejecutaban órdenes como los publícanos que se dedicaban a recaudar impuestos. Sin embargo, créame, cuando puedes comer cada día, cuando puedes jugar un rato con tus hijos, cuando puedes incluso permitirte algo especial en un día de fiesta... ah, amigo mío, entonces casi nadie piensa en lo que puede suceder en el futuro a causa de las acciones de los que nos gobiernan. Y así pasaron los años y llegamos al que, según su cálculo, fue el año 70.

—El de la toma de Jerusalén y la destrucción del Templo —identifiqué la fecha.

—Exactamente —dijo el judío—.Tan sólo cuatro años antes, y le soy totalmente sincero, nadie hubiera podido imaginar un panorama semejante al que entonces se dibujó sobre lo que entonces eran los dominios romanos en Judea, Perea y Galilea. Es cierto que durante las dos últimas décadas que habían seguido a la muerte de Herodes Agripa quizá nos habíamos comportado de manera desagradable para con el ocupante romano. Sin embargo, a pesar de esa innegable circunstancia nadie hubiera podido pensar en el estallido de una guerra. Sí, ya sé. Había atentados de vez en cuando, pero cuando el terror se incrusta en la vida de una nación, la gente acaba mirando hacia otro lado y sólo los afectados sufren de verdad los asesinatos. Los demás intentan no pensar en las víctimas, procuran olvidarse de ellas y no resulta difícil que logren conseguirlo. Yo mismo, y no quiero ocultárselo, seguía practicando mi oficio sin mayor preocupación. Y entonces sucedió lo inesperado o quizá lo que venían anunciando otros porque ellos sí observaban una realidad que iba más allá de comer y beber, de casarse y de darse en casamiento. El gobernador romano, un sujeto llamado Gesio Floro, no contento con lo que ya nos sacaba, decidió robar algo tan sagrado para nosotros como el tesoro del Templo de Jerusalén. Una mañana, los legionarios romanos llegaron hasta las escalinatas del Templo del Dios verdadero y se apoderaron de diecisiete talentos.

—No fue mala cifra para un saqueo... —pensé en voz alta.

—Desde luego —reconoció el judío—. Estaba trabajando en mi taller cuando llegó mi hijo Shlomo. «¡Diecisiete talentos!, decía elevando las manos al cielo. ¡El tesoro del Templo! ¡Esos romanos son tan impíos como Nabucodonosor el babilonio que lo arrasó!» ¡Pobre Shlomo! Me parece que lo estoy viendo ahora mismo. Ni que los talentos se los hubieran quitado a él... Naturalmente, le pregunté si habían dado alguna razón para actuar de esa manera. «¡Dicen que no tienen dinero!, aulló Shlomo. ¡Que no tienen dinero...! ¡Ellos... que nos chupan la sangre! “Y entonces. .. ah, entonces...

Calló mi acompañante mientras veía cómo en su rostro aparecía una sonrisa extraordinariamente amarga.

—He vivido siglos y... —dijo con un tono impregnado de sarcasmo— bueno, creo que nunca llegaré a acostumbrarme a ciertas reacciones. Apenas acababa de decir aquellas palabras Shlomo cuando Jacob, que trabajaba conmigo en el taller, se puso en pie, echó mano de un cesto que había tirado y salió apresuradamente a la calle. «¡Hermanos!, comenzó a gritar. ¡Hermanos, escuchadme!» Gritó, gritó, gritó y, poco a poco, los tenderos y artesanos de los establecimientos cercanos asomaron la cara. «¡Hermanos!, siguió gritando Jacob. ¡Los romanos no tienen dinero! Nos roban a cualquier hora del día e incluso de la noche pero ni así tienen bastante. Claro, dar de comer a toda la gente que acampan en esta tierra, y a sus gobernadores y a su emperador que debe de zampar por cuatro tiene que resultar muy caro.» Seguramente, no le sorprenderá si le digo que en un primer momento, aquella gente sintió un cierto temor al escuchar a mi hijo. Pero, como, a fin de cuentas, el cielo no se les des-plomó sobre las cabezas, ni se abrió la tierra ni apareció nadie dando bastonazos, aquellos tenderos timoratos, aquellos artesanos miedosos comenzaron a mostrar lo que había en realidad en el interior de sus corazones. Tendría que haberlo visto. Sí. Hubiera merecido la pena. Fue... ¿cómo le diría? Como... como... Sí, fue como una tormenta de verano. Primero, igual que si se tratara de una llovizna, aparecieron las sonrisas en medio de las hirsutas barbas; luego, a semejanza de un aguacero, comenzaron a reírse a carcajadas. «Es que no les hemos ayudado nada... ¿Cómo no nos van a ver como a unos tacaños?, gritó con tono ceremonioso Shlomo. ¡Hermanos! No está bien la avaricia mezquina con que nos comportamos con los romanos. Pues bien... Se acabó. Tenemos que recoger un donativo importante y hacérselo llegar al gobernador Floro. Yo mismo seré el primero en dar ejemplo. En esta cesta pongo...» Y entonces se llevó la mano a un pedazo de cuero que tenía sujeto a la cintura y, acto seguido, lo arrojó en el cesto y dijo: «Yo entrego gustoso este trozo de piel de cabra para que el emperador se caliente en los días de invierno». Sí, entiendo que se sonría, pero tendría que haber visto a mi hijo. Pronunció aquellas palabras, totalmente disparatadas, lo sé, de manera solemne, como si de verdad estuviera diciendo algo sensato. Y no sólo eso. Después de regalar aquel miserable pedazo de piel, se acercó a un tendero y le preguntó qué iba a dar para remediar la inmensa pobreza del César.

—¿Y qué hizo? —pregunté interesado por el sesgo burlesco que iba adoptando el relato.

—Por un momento, tan sólo por un momento, aquel hombre pareció dudar, pero, de repente, se le iluminó el rostro y dijo: «Yo voy a darle unas cascaras de fruta. Bien repeladas le quitarán el hambre». Fue el primero de entre los que entregaron un donativo. Al pedazo de cuero y a los desperdicios, se sumaron virutas de madera, tripas de cordero, cabezas de pescado... todos aquellos desechos fueron atestando la cesta de mi hijo hasta que éste, aguantándose la risa, pidió a sus vecinos que contuvieran su generosidad. Y entonces...

El judío sonrió, pero en su gesto no me pareció ver el menor atisbo de alegría.

—Mi Esther... mi esposa... la madre de mis hijos se acercó y dijo: «¡Que yo también quiero dar algo! ¡No me dejéis fuera!». Todos la miraron atónitos preguntándose qué podría añadir a aquel legado de inmundicias mi mujer. «Y además, añadió, esto no va a ocupar mucho espacio.» Y, dicho y hecho, volcó en el cesto el contenido de un recipiente que llevaba en las manos. La peste que se extendió por la calle disipó cualquier duda sobre el regalo que la buena de Esther deseaba enviar al César. «Estiércol judío y orina judía, dijo como si fueran necesarias explicaciones, y añadió: Servirán para perfumar su palacio.»

—¿Y qué hizo la gente? —pregunté—. Quiero decir... ¿no tuvieron la sensación de que podían estar yendo un poco lejos?

—No —respondió el judío mientras se le ensombrecía el rostro—. A decir verdad, las palabras de mi mujer sólo provocaron aplausos y carcajadas. Aplausos hubo más en los años siguientes, pero creo que aquéllas fueron las últimas carcajadas. ¿Podría darme un cigarrillo?

—Pues... —comencé a responder.

—Ah, sí —dijo agitando las manos como si deseara pedir silencio—. Usted no fuma. Disculpe.

Se levantó y dio unos pasos hacia quien parecía ser un turista. Era alto, sonrosado, obeso. Me pregunté si se trataría de un alemán o de un estadounidense. En cualquier caso, por el movimiento de su cabeza, distinguí que tampoco era fumador o, quizá, no estaba dispuesto a dar un cigarrillo a un desconocido. Tuvo más suerte con la segunda persona. Bajita, morena, mal vestida. Sin duda, procedente de alguna nación de la cuenca del Mediterráneo, pero ¿de dónde? Echó mano a su bolso, sacó una cajetilla y, tras dejarle coger un cigarrillo, se lo encendió con un mechero barato. Mi acompañante exhaló una bocanada de humo, sonrió y dijo unas palabras que no pude escuchar, pero que supuse eran de agradecimiento. Luego regresó hacia donde yo me encontraba.

—Ahora se ha convertido en una moda, en realidad, en una obligación, el hablar mal del tabaco —me dijo mientras tomaba asiento—. Hubo una época en que, aunque le cueste creerlo, se consideraba que era una sustancia cargada de virtudes medicinales...

—Sí, lo sé.

—A saber lo que dirán dentro de una generación sobre el tabaco. Resulta curioso el observar cómo cambia la forma de ver las cosas que tienen los hombres... De cualquiera manera, a mí no me va a matar. Disculpe. ¿Por dónde iba?

—Por el donativo...

—Ah, sí, claro, por el donativo —dijo el judío—. Seguramente no le sorprenderá saber que el gobernador romano Gesio Floro distó mucho de encontrar divertida la ocurrencia que había tenido mi hijo y que con tanto entusiasmo habían secundado los tenderos, los artesanos y mi propia esposa. Lejos de considerarla una muestra característica de nuestro peculiar sentido del humor, la interpreto como una ofensa que afectaba di-rectamente al honor del cesar.

—Tampoco resulta tan extraño —le dije—. Se habían burlado ustedes de una manera un tanto... grosera.

—Sí. Quizá tenga usted razón. No todo el mundo sabe entender nuestro sentido del humor. Bueno, lo cierto es que, de manera inmediata, dio orden a sus tropas de encaminarse a Jerusalén y el día 16 del mes de Artemisión entraron en la Ciudad Santa. ¿Hará falta que le diga que no fue una llegada pacífica? En apenas unas horas, ya había docenas de judíos a los que habían detenido, azotado e incluso crucificado tan sólo para satisfacer el orgullo herido de Floro. Aquella misma noche, la ciudad quedó sumida en un silencio propio de los cementerios. Bueno, el símil no es del todo exacto. Se podía escuchar con toda claridad los gemidos de los que agonizaban clavados en la cruz. Aquella noche debimos de dormir muy pocos. No sabíamos si se producirían más detenciones; no sabíamos si todo había terminado; no sabíamos, y eso era lo peor, si íbamos a ser las próximas víctimas.

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