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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (4 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Grace vio el camión apenas llegó a la carretera. Le bastó mirar una vez. Milagrosamente, había logrado mantener el equilibrio y ahora tenía que sacarlos a todos de la calzada. Si conseguía agarrar las riendas de
Gulliver,
podría ponerlo a salvo arrastrando a Judith con él. Pero
Pilgrim
estaba tan impresionado como su compañero y ambos daban vueltas en círculo, alimentando el uno el miedo del otro.

Grace tiró con todas sus fuerzas de la boca de
Pilgrim
y por un instante consiguió que fijase su atención en ella. Lo hizo recular hacia
Gulliver
e intentó alcanzar su brida inclinándose precariamente en la silla. El caballo se apartó, pero Grace no cejó en su intento, estirando el brazo hasta que creyó que se le saldría de sitio. Tenía los dedos casi en la brida cuando el camión lanzó un bocinazo.

Wayne vio que el ruido hacía brincar a los dos caballos y por primera vez comprendió qué era lo que colgaba del flanco del que no llevaba jinete.

—¡Oh, mierda! —exclamó, y en ese instante advirtió que no le quedaban más marchas que reducir. Estaba en primera y el puente y los caballos se acercaban tan deprisa que supo que sólo le quedaba una posibilidad: el freno de tractor. Masculló una rápida oración y pisó con más fuerza de la conveniente la válvula de fondo. Al primer instante pareció que funcionaba. Notó que las ruedas de atrás de la cabina mordían el suelo.

—Sí, señor. Este es mi camión.

Entonces las ruedas quedaron bloqueadas y Wayne sintió que su destino inmediato quedaba en manos de treinta toneladas de acero.

Deslizándose majestuosamente a una velocidad cada vez mayor, el Kenworth entró culebreando en la boca del puente, ignorando los esfuerzos de Wayne al volante. Él ya no era más que un espectador y vio cómo la aleta izquierda de la cabina entraba en contacto con la pared de hormigón en lo que al principio no fue sino un roce oblicuo acompañado de chispas. Luego, a medida que el remolque empujaba con su peso muerto, se produjo un pandemónium de ruidos chirriantes que hizo vibrar el aire mismo.

De pronto, delante, vio que el caballo negro se enfrentaba a él y que su jinete sólo era una muchacha que tenía los ojos desorbitados de pánico bajo la oscura visera de su gorra.

—¡No, no, no! —exclamó Wayne.

Pero el caballo se alzó sobre sus patas traseras en actitud desafiante y la chica fue lanzada de espaldas a la carretera. El animal sólo bajó las patas brevemente, pues un momento antes de que el camión se le echase encima Wayne lo vio levantar la cabeza y empinarse otra vez. Sólo que ahora saltó hacia él. Con toda la fuerza de sus patas traseras, el caballo se abalanzó sobre el frontal de la cabina salvando la perpendicular de la parrilla del radiador como si ejecutara un salto. Las herraduras dieron contra la capota y patinaron en medio de un frenesí de chispas; al chocar un casco contra el parabrisas se oyó un crujido violento y Wayne perdió el mundo de vista en un delirio de cristales. ¿Dónde había ido a parar la chica? Santo Dios, debía de estar allá abajo, delante de él.

Wayne aporreó el parabrisas con el puño y el antebrazo y al romperse el cristal vio que el caballo seguía encima del capó. El animal tenía la pata derecha metida en los puntales en forma de V del retrovisor exterior, estaba cubierto de fragmentos de vidrio y sacaba espuma y sangre por la boca. Más allá, según pudo ver Wayne, el otro caballo intentaba apartarse cojeando de la cuneta, con su jinete todavía enganchado al estribo por la pierna.

Y el camión seguía su marcha. El remolque estaba saliendo de la pared de hormigón y, sin nada que frenara su movimiento lateral, inició un lento e inexorable salto transversal, segando sin esfuerzo la valla y levantando ante sí una creciente ola de nieve como si fuera la proa de un transatlántico.

Mientras el impulso del remolque rebasaba el de la cabina y hacía que ésta perdiese velocidad, el caballo hizo un último y supremo esfuerzo. Los puntales del retrovisor exterior se partieron y el animal rodó libremente sobre el capó desapareciendo de la vista de Wayne. Siguió un instante de calma amenazadora, como en el ojo de un huracán, en que Wayne observó que el remolque finalizaba su barrido de la valla y el margen del campo y empezaba a describir un arco en dirección a él. Acorralado en el ángulo cada vez más cerrado estaba el otro caballo, que no sabía hacia dónde huir. Wayne creyó ver que la jinete levantaba la cabeza del suelo para mirarlo, ajena a la ola que rompía detrás de ella. Y luego dejó de verla. El remolque la había arrollado, lanzando el caballo hacia la cabina como una mariposa dentro de un libro y aplastándolo en el atronador impacto final.

—Hola. ¿Gracie?

Robert Maclean paró un momento en el pasillo junto a la puerta de atrás, cargado con dos grandes bolsas de comestibles. No obtuvo respuesta y fue a la cocina y dejó las bolsas encima de la mesa. A Robert le gustaba comprar la comida para el fin de semana antes de que llegase Annie. Si no lo hacía, tendrían que ir juntos al supermercado y acabarían demorándose allí una hora mientras Annie ponderaba las sutiles diferencias entre una marca y otra. Nunca dejaba de sorprenderle el que una persona cuya vida profesional consistía en la toma de decisiones rápidas de las que dependían millares, cuando no millones de dólares, pudiera el fin de semana pasarse diez minutos decidiendo qué clase de salsa al pesto comprar. Y también les salía mucho más caro que si lo hacía él solo, porque Annie no solía decidirse sobre cuál era la mejor marca y acababa comprándolas todas.

La contrapartida de ir solo al supermercado era, por supuesto, las inevitables críticas a que habría de hacer frente por comprar lo que no debía. Pero con la deformación profesional que extendía a todos sus actos, Robert había considerado los pros y los contras y no le cabía duda que comprar sin su mujer era la mejor solución. La nota de Grace estaba junto al teléfono, donde la había dejado. Robert miró su reloj. Eran poco más de las diez y le pareció lógico que las chicas quisieran aprovechar un rato más aquella espléndida mañana. Pulsó la tecla de reproducción del contestador, se quitó el anorak y empezó a guardar las cosas. Había dos mensajes. El primero, de Annie, le hizo sonreír. El segundo era de Mrs. Dyer, de la caballeriza. Sólo decía que hiciese el favor de telefonearle. Pero algo en el tono de su voz lo intranquilizó.

El helicóptero permaneció un rato suspendido sobre el río, mientras el piloto se hacía una idea de la situación, y luego hundió el morro y sobrevoló el bosque, llenando el valle con el ruido sordo y vibrante de la hélice. El piloto miró hacia un lado al tiempo que daba otra vuelta en redondo. Había ambulancias, coches de policía y vehículos de salvamento, todos con las luces rojas encendidas, aparcados formando abanico en el campo junto al imponente camión accidentado. Habían marcado el lugar en que querían que aterrizara el helicóptero y un policía le estaba haciendo innecesarias señales con los brazos.

Sólo habían tardado diez minutos en llegar desde Albany y durante todo el viaje el personal médico había hecho las verificaciones de rutina del equipo. Ya estaban listos y miraban por encima del hombro del piloto mientras éste hacía la aproximación volando en círculo. El sol brilló fugazmente en el río mientras el helicóptero seguía su propia sombra sobre la carretera acordonada por la policía y un vehículo todoterreno que se abría paso hacia el escenario del accidente.

Por la ventanilla del coche de policía, Wayne Tanner miró cómo el helicóptero se cernía sobre el lugar de aterrizaje y empezaba a descender lentamente, levantando una ventisca en torno a la cabeza del policía que le daba las instrucciones.

Wayne estaba en el asiento del acompañante con una manta sobre los hombros y una taza de algo caliente que aún no había probado en la mano. Tan poco sentido encontraba a toda la actividad que se desarrollaba fuera como al hosco e intermitente parloteo de la radio de la policía que tenía al lado. Le dolía el hombro y tenía un pequeño corte en la mano que la enfermera de la ambulancia había insistido en vendarle de forma exagerada e innecesaria. Era como si la mujer no hubiese querido que se sintiese excluido en medio de aquella carnicería.

Wayne vio a Koopman, el joven ayudante del sheriff en cuyo coche estaba sentado, hablar junto al camión con el personal de salvamento. Cerca de allí, apoyado en el capó de una decrépita camioneta azul claro y escuchando a hurtadillas, estaba el pequeño cazador con gorro de pieles que había dado la alarma. El hombre estaba arriba, en el bosque, cuando oyó el choque y bajó directamente a la fábrica, desde donde habían llamado al sheriff. Al llegar Koopman, Wayne estaba sentado en la nieve. El ayudante no era más que un chaval y desde luego nunca había visto un accidente tan grave, pero supo manejar la situación e incluso pareció desilusionarse cuando Wayne le dijo que ya había dado aviso por el canal 9 de su radio. Se trataba del canal utilizado por la policía estatal y sólo habían tardado unos minutos en llegar. Ahora aquello estaba lleno de gente uniformada y Koopman parecía molesto de que el espectáculo hubiera escapado a su control.

En la nieve de debajo del camión, Wayne distinguió el resplandor intenso de los sopletes de acetileno que los del grupo desalvamento estaban utilizando para abrirse paso en la maraña de acero del remolque y las turbinas. Apartó la mirada, luchando contra el recuerdo de aquellos largos minutos luego de que el camión quedara totalmente atravesado.

No lo había oído enseguida. Garth Brooks seguía cantando como si tal cosa y a Wayne le había sorprendido tanto el que hubiese resultado ileso que no estaba seguro de si era él o su fantasma el que había salido de la cabina. En los árboles graznaban las urracas y al principio pensó que aquel otro ruido lo producían ellas. Pero sonaba demasiado desesperado, demasiado insistente, una especie de chillido atormentado y sostenido. Entonces vio que se trataba del caballo, cuya vida se extinguía, y se tapó los oídos con las manos y echó a correr hacia el campo.

Le habían comunicado ya que una de las chicas estaba con vida y vio que los paramédicos se afanaban en torno a su camilla, preparándola para subirla al helicóptero. Uno estaba colocándole una mascarilla mientras otro, con los brazos en alto, sostenía en cada mano una bolsa de plástico conectada mediante tubos a los brazos de la muchacha. El cuerpo de la otra chica ya había sido trasladado.

Un todoterreno rojo acababa de aparcar y Wayne vio que se apeaba de él un hombre corpulento y barbudo y que cogía una bolsa negra de la trasera. Se echó la bolsa al hombro y se abrió paso hasta Koopman, que fue a recibirlo. Hablaron durante unos minutos y luego el ayudante del sheriff se lo llevó detrás del camión, donde trabajaban los hombres con los sopletes. Al volver, el de la barba traía mala cara. Se acercaron a hablar con el pequeño cazador, quien los escuchó, asintió y sacó de la camioneta lo que parecía una funda de rifle. Ahora los tres se dirigían hacia donde estaba Wayne. Koopman abrió la puerta del coche.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, estoy bien.

Koopman señaló al de la barba con la cabeza.

—Mr. Logan es veterinario. Tenemos que encontrar el otro caballo.

Wayne oyó claramente el zumbido de los sopletes de acetileno. Se le revolvieron las tripas.

—¿Tiene idea de qué dirección tomó?

—No señor. Pero no creo que haya ido muy lejos.

—Está bien. —Koopman le puso una mano en el hombro—. Lo sacaremos de aquí dentro de poco, ¿de acuerdo?

Wayne asintió. Koopman cerró la puerta. Se quedaron hablando un rato junto al coche, pero Wayne no pudo oír qué decían. Un poco más allá, el helicóptero empezaba a despegar con la chica a bordo. El sombrero de alguien salió volando a causa de la ventisca. Pero Wayne no vio nada de todo aquello. Lo único que veía era la boca espumeante del caballo y los ojos que lo miraban sobre el parabrisas mellado, tal como seguirían mirándolo en sueños durante mucho tiempo.

—Ya es nuestro, ¿no?

Annie estaba al lado de su escritorio, detrás de Don Farlow, mientras éste leía el contrato. No respondió, sólo terminó la página y enarcó una de sus rubias cejas.

—Lo tenemos —dijo Annie—. Sé que lo tenemos.

Farlow dejó el contrato sobre su regazo.

—Sí. Creo que sí.

—¡Bien! —Annie levantó el puño y cruzó el despacho para servirse otra taza de café.

Llevaban allí media hora. Annie había tomado un taxi en la esquina de la calle Cuarenta y tres y la Séptima pero en vista del atasco había hecho las dos últimas manzanas a pie. Los conductores de Nueva York se las apañaban con la nieve como mejor sabían, machacando el claxon y chillándose unos a otros. Farlow ya había llegado al despacho y tenía el café a punto. A ella le gustaba el modo que tenía de sentirse como en su casa.

—Por supuesto, él negará haber hablado alguna vez con ellos —dijo Farlow.

—Es una cita directa, Don. Y fíjate en la cantidad de detalles que hay. No podrá negar que lo dijo.

Annie volvió con su café y tomó asiento ante su escritorio, un enorme mueble asimétrico en madera de olmo y nogal que un amigo de Inglaterra le había hecho especialmente cuando ella —para sorpresa de todos— había dejado de escribir para convertirse en ejecutiva. La mesa la había acompañado a todos los despachos que había tenido desde entonces, cosa que en este caso le había granjeado la inmediata animadversión del decorador que inevitablemente había sido contratado para que rediseñase al gusto de Annie, sin escatimar gastos, el despacho del director depuesto. El interiorista se había vengado astutamente al insistir en que, puesto que el escritorio desentonaba tanto, el resto debía desentonar también. El resultado era un verdadero tumulto de formas y colores que el hombre, sin muestras apreciables de ironía, denominaba «deconstructivismo ecléctico».

Lo único que funcionaba realmente eran unas pinturas abstractas hechas por Grace cuando tenía tres años y que Annie (para inicial orgullo y posterior vergüenza de su hija) había enmarcado muy ufana. Los cuadros colgaban en las paredes entre todos los premios y fotografías en que Annie sonreía de oreja a oreja en compañía de la flor y nata del mundillo literario. En una posición más discreta, sobre el escritorio donde sólo ella podía verlas, estaban las fotografías de sus seres más queridos: Grace, Robert y su padre.

Annie examinó a Farlow, sentado frente a ella. Era divertido verlo sin su traje; la vieja cazadora tejana y las botas de excursionista la habían sorprendido. Ella lo tenía catalogado como la clase de hombre permanentemente vestido con pantalones con pinzas, mocasines y jersey amarillo de cachemira. Don sonrió y dijo:

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