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Authors: César Vidal

El Escriba del Faraón (18 page)

BOOK: El Escriba del Faraón
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Observé que algunos de los sacerdotes cercanos al trono de Ajeprura Amenhotep cuchicheaban entre ellos y que uno de ellos abandonaba apresuradamente la estancia. Mientras tanto, el señor de la tierra de
Jemet
se había puesto lívido ante lo que aparentaba ser una manifestación del poder de los dioses y parecía hipnotizado por la serpiente que reptaba por el suelo. Seguramente, su corazón discurría a toda velocidad deseando encontrar una salida airosa a una situación tan comprometida. Durante unos instantes los presentes no osaron abrir los labios y se limitaron a recular de la manera menos vergonzosa posible cada vez que la serpiente parecía aproximárseles.

Reparé al cabo de unos momentos en que el sacerdote que había abandonado la habitación tan sólo unos momentos antes acababa de regresar. Su frente estaba perlada por el sudor y sujeta en su mano derecha llevaba una pieza de tela que acercó a otro de los sacerdotes. Fijé mis ojos en éste. Por las insignias que llevaba podía tratarse de Ra, el sumo sacerdote de Amón. Observé que daba unos pasos y se situaba frente a Ajeprura Amenhotep. Hizo una reverencia protocolaria y comenzó a hablar en un tono solemne y, a la vez, almibarado.

—Oh, señor de
Shemeu
y
Tamejeu —
empezó a decir con una sonrisa benevolente y suave—, ciertamente lo que acabas de contemplar es una manifestación de
heka.
La gente más baja puede tener acceso a ella...

Algunos de los presentes rieron de buena gana, pero no terminé de saber si sus carcajadas se debían a lo que el sumo sacerdote acababa de decir o a su deseo de liberarse de la tensión que les causaba aquel reptil desplazándose cerca de sus piernas.

—En cualquiera de los casos, mi señor, su
heka
no es superior al poder de los dioses depositado en manos de sus sacerdotes. —Al decir estas palabras, tendió su mano y el sacerdote que llevaba la pieza de tela se acercó y se la entregó.

—Lo que vas a ver, mi señor, es buena prueba de ello. —Y, terminadas de pronunciar aquellas palabras, el sumo sacerdote abrió la pieza de tela y sacó de su interior dos varas, que alzó en el aire durante unos instantes.

La curiosidad atrajo las miradas de la gente hacia los bastones y, de repente, todas las personas dejaron escapar una exclamación de asombro cuando éstos dieron la impresión de convertirse en serpientes. El mensaje resultaba evidente: ¡cualquier cosa que aquel sucio hebreo se atreviera a hacer podía repetirla por partida doble el sumo sacerdote de Amón!

Ajeprura Amenhotep había dejado, seguramente de manera inadvertida, que su quijada inferior cayera y ahora tenía la boca absolutamente abierta. Tantos prodigios debían de resultar excesivos incluso para un hijo de los dioses como era él. Los sacerdotes, lejos de mostrarse sorprendidos, sonreían con displicencia a la vez que arrojaban miradas despectivas a los dos hebreos. En cuanto al sumo sacerdote de Amón, como si se tratara de un charlatán de feria, había girado sobre sí mismo y con los brazos extendidos hacia los lados, sujetaba una serpiente en cada una de las manos. Sin duda, pretendía que todos pudieran observar el fenómeno y relatarlo de vuelta a sus casas. Finalmente, con un gesto de victoria similar al que había mostrado Ajeprura Amenhotep el día que ejecutó a los seis reyes, lanzó al suelo las serpientes. Los reptiles cayeron justo enfrente del hebreo y su parecido era tan grande con el otro reptil que apenas hubieran podido distinguirse entre sí.

Fue entonces cuando sucedió algo inesperado. Repentinamente, la serpiente del hebreo comenzó a reptar en dirección a sus rivales, que no reaccionaron. Una vez pegada a una de ellas, desencajó las mandíbulas y comenzó a engullirla. Apenas nos habíamos repuesto de la sorpresa cuando repitió la misma acción con la segunda.

El otrora exultante Ra tuvo que hacer esfuerzos para no estallar. Noté como sus puños se cerraban, como apretaba las mandíbulas y como sus ojos parecían querer salirse de las órbitas. Había que rendirse a la evidencia: aquellos sucios bárbaros habían humillado al sumo sacerdote de Amón delante del propio señor de la tierra de
Jemet.
¡El señor de
Jemet!
Enfrascado en el final inesperado de aquella exhibición, me había olvidado por completo de observar sus reacciones. ¿Qué iba a hacer ahora? A duras penas conseguí apartar mi mirada de la serpiente del hebreo y dirigirla al trono. Sólo tuve tiempo de observar cómo, sin dejar de lanzar miradas cargadas de ira al sumo sacerdote de Amón y a sus compañeros, Ajeprura Amenhotep se levantaba y abandonaba apresuradamente la sala.

5

M
edité durante todo el día sobre lo sucedido en el salón del trono. Había departido largamente con Itunema, el
heritep-a'a,
cuando ambos abandonamos el palacio. Decir que era presa de la más viva inquietud sería una pálida manera de describir el estado de su corazón. Mientras rememoraba los detalles de lo sucedido, los ojos se le salían de las órbitas, era objeto de espantosos temblores o comenzaba a tartamudear. No me costó mucho darme cuenta de que, en el fondo, las afecciones de Itunema se reducían a una sola: el miedo. Se trataba de un terror profundo, acusado, inmovilizador que había clavado en él sus garras y que lo había reducido a un papel similar al representado por el ratón entre las zarpas del gato. Sin duda, sus antepasados se hubieran sentido muy avergonzados al contemplar a alguien que llevaba sangre suya comportándose de esa manera.

Y no sólo era el miedo a lo ignoto, a lo inexplicable, a la
heka
poderosa de los hebreos, sino el escalofrío que le sacudía cada vez que pensaba que podía haber intentado golpearlos sólo unos días antes. ¡Gracias a Amón que el señor de la tierra de
Jemet
lo había impedido manifestando su sabiduría divina! ¡Ahora él mismo podía haberse visto convertido en serpiente o en alguna cosa peor!

Le dejé descargarse sin pronunciar palabra. Haberle contado lo que pensaba de todo aquello no hubiera servido de nada y, seguramente, sólo me hubiera ocasionado problemas. A decir verdad, los hebreos no habían ganado un ápice en la opinión que tenía sobre ellos, pero debía reconocer que al menos el tartamudo y su portavoz no eran estúpidos. Primero, habían realizado lo que en mi corazón estaba seguro de que sólo había sido un truco. Por supuesto, todos se habían sobresaltado pensando que se trataba de una manifestación de
heka,
todos salvo Ra, el sumo sacerdote de Amón, y los otros sacerdotes que sabían —como yo— que podía realizarse semejante farsa sin necesidad de contar con poderes sobrenaturales. Entonces era cuando había tenido lugar el golpe definitivo. Los hebreos habían dejado actuar a aquel sacerdote prepotente, habían permitido que calentara al público y cuando se hallaba en el ápice de su alegría... ¡le habían dejado sin serpientes! Ignoraba cómo habían podido llevar a cabo la segunda parte de la representación, pero reconocía que la ejecución había resultado magistral. Es más, intuía que con semejante fin de fiesta habían logrado una garantía para sus vidas. ¡Desde luego, no sería Ajeprura Amenhotep el que se atreviera a acabar con ellas tras verles limpiamente vencedores de su dignatario espiritual más elevado! Y en cuanto a éste... tampoco sería él quien descubriera el truco de los hebreos. Actuar así hubiera significado exponer a la vista de todos que los sacerdotes de mayor rango sólo eran unos farsantes y que el sumo sacerdote de Amón era el peor de los embusteros al atreverse a engañar al mismo señor de la tierra de
Jemet.

Mientras Itunema seguía quejándose como una vieja temerosa, llegué a la absoluta certeza de que, desde luego, la situación había tomado un cariz nada tranquilizador. Tal y como se habían puesto las cosas, o Ajeprura Amenhotep concedía a los hebreos lo que deseaban o tendría que asistir a un despliegue continuado de sus trucos hasta que se le ocurriera una solución. Lo primero hubiera resultado razonable tan sólo unos días antes, pero ahora sería interpretado como un signo evidente de debilidad regia. En cuanto a lo segundo, seguramente tendría una conclusión aún peor. Los hebreos podían irle convenciendo cada vez más de su poder divino y eso provocaría, sin duda, consecuencias funestas para los templos y para la propia
Per-a'a.
¡Sólo faltaba que el señor de la tierra de
Jemet
acabara incorporando entre los dioses que adoraba su pueblo al de aquellos bárbaros!

Cuando, al final de su lista interminable de trenos, Itunema me rogó que partiera al día siguiente para la zona en que estaban asentados los hebreos y comprobara cuál era su estado de ánimo, respiré aliviado. Sinceramente, no hubiera podido soportarlo durante varios días seguidos con ese estado de corazón. Pretextando que tenía que preparar mi equipaje, me despedí inmediatamente de él y, tras avisar a Ipu y Hekareshu, los dos escribas subordinados a mis órdenes, me dirigí a mi casa. Aquella noche me fui a dormir rogando a la Madre y Señora que pusiera fin cuanto antes a una situación tan delicada como aquélla.

Antes de que Ra comenzara a ascender en
Mandet,
me puse en marcha con Ipu y Hekareshu, en dirección a la región de los hebreos. Aún estábamos a una buena distancia cuando la peste que despedían sus ganados nos confirmó que no habíamos equivocado nuestra ruta. De hecho, Ipu optó por taparse la nariz hasta que ésta, no acostumbrada a semejante hedor, al menos comenzara a soportarlo medianamente. Había señalado a mis subordinados que estaríamos entre los hebreos diez días, pero empecé a preguntarme si, con inconvenientes de este tipo, el plazo quizá no resultaría demasiado prolongado.

No me sentí mejor al contemplar las viviendas. Muchos de los hebreos vivían bajo tiendas de piel de animal. Otros debían alojarse con sus ganados y familias en casuchas de barro y tejado de paja, o cobijarse en simples barracas levantadas con ramas. Comprendí en esos momentos por qué una de las maneras preferidas de atacarlos consistía en incendiar sus viviendas. No se trataba sólo de asustarlos o de herirlos en sus míseras posesiones. Era una manera de asesinarlos fácil, barata y carente de riesgos. De hecho, pocos lograrían desperezarse antes de ser abrasados por completo en el interior de aquellos chamizos. Si además soplaba un poco de viento, mediante el mínimo coste de una tea encendida, el incendio podía propagarse y causar en apenas unos momentos docenas de muertos. No conseguí evitar que mientras pensaba aquello mi corazón sintiera pesar por esa gente. Nosotros los oprimíamos e incluso algunos de los nuestros los hubiera matado de buena gana, y ahora, para colmo, tenían que habérselas con esos dos que se dedicaban a practicar el truco de la vara y la serpiente so capa de representar a su dios, una divinidad tan impotente que no movía un dedo para sacarlos de aquella lamentable situación.

Nos alojamos en la vivienda del jefe militar de la zona. No era gran cosa pero, al menos, estaba ubicada de manera que el hedor de las ovejas sólo la alcanzara de vez en cuando. No pude llevar a cabo mi propósito inicial, que era el de interrogar a los dos agitadores hebreos. Contra lo que había esperado, no habían regresado por aquellos lugares a esgrimir ante su pueblo el triunfo obtenido sobre Ra, el sumo sacerdote de Amón. Lo cierto es que fuera del país de los hebreos no se me ocurría dónde podían estar.

Quizá hubiera tenido la posibilidad de echar un vistazo rápido a la zona y regresar perdiendo de vista por una buena temporada tanto a los hebreos como a sus ganados. Sin embargo, pensé que una acción así implicaba desperdiciar la posibilidad que tenía de recoger alguna información de utilidad que se pudiera utilizar en el trato con ellos. Durante siete días me ocupé de acumular noticias sobre los dos hebreos partiendo de nuestras fuentes habituales. Sin embargo, aunque no se trató en absoluto de datos de escasa importancia, debo reconocer que tampoco me permitieron hacerme un cuadro completo sobre los mismos. Aún más. Incluso me plantearon nuevas preguntas que intuía dotadas de radical importancia.

Así averigüé que el que actuaba como portavoz se llamaba Aarón y nunca había salido de la tierra de
Jemet.
Hasta unos días antes era prácticamente un desconocido para nosotros y, desde luego, jamás nos había causado ningún inconveniente. Entraba dentro de lo posible que fuera sólo aquello que aparentaba ser: un mero repetidor de las consignas del tartamudo. Éste resultaba innegablemente enigmático. Al parecer, era hermano de Aarón, pero ahí no terminaba lo curioso de su historia. Lo que más me llamó inicialmente la atención fue su nombre: Moisés. Reparé en seguida en que éste no sólo parecía raro, sino que además no daba la impresión de que se tratara de un nombre hebreo. Aún más, pensarlo resultaba casi irreverente, pero tenía la sospecha de que se trataba originalmente de un nombre egipcio, si bien apocopado. ¿Inicialmente se había llamado Ramsés, Tutmosis, Amosis o algo similar y luego había decidido arrancar de su nombre el del dios de la tierra de
Jemet
que iba inserto en el mismo? La probabilidad de que fuera así se me antojaba nada despreciable. Claro que, de ser cierta mi suposición, habría que preguntarse de dónde había obtenido un hebreo un apelativo egipcio y, todavía más, por qué tras conseguir ese privilegio lo había arrojado por la borda ostentando provocativamente un nombre mutilado. Y ahí es donde entraba el segundo factor que convertía al tal Moisés en un acertijo de difícil solución. Ipu y Hekareshu consiguieron saber que tanto él como su hermano Aarón pertenecían a la tribu hebrea de Leví. Yo mismo no tuve dificultad, partiendo de este dato, en localizar a sus padres —ya fallecidos— y en averiguar que tenía una hermana de nombre Miriam, una vieja chocha, a la que no dimos la más mínima importancia. Sin embargo, hubo algo que no conseguimos esclarecer y era lo que había hecho exactamente Moisés durante las últimas décadas. No sólo eso. Sus padres debían de ser adoptivos —y, por lo tanto, sus hermanos, serlo sólo legalmente—, porque en ninguno de nuestros registros aparecía como hijo de aquellos hebreos. Pero, pese a todo, pensé que forzosamente tenía que tratarse de un hebreo también porque ¿qué hombre o mujer hubiera consentido que un niño de la tierra de
Jemet
fuera recogido por hebreos? Cuantas más vueltas le daba a lo que había conseguido averiguar, más oscuro parecía tornarse todo y, finalmente, decidí no cansar más mi corazón y esperar a que nuevas informaciones permitieran ver con claridad todo el asunto.

Dediqué los cuatro días siguientes a supervisar las tareas de los hebreos y pude comprobar que aquellas gentes —pese a las presiones renovadas que los funcionarios de Ajeprura Amenhotep habían ejercido sobre ellos— habían conseguido adaptarse a las circunstancias y cumplir con los cupos establecidos. Reconozco que viendo cómo se afanaban por trabajar a nuestro gusto, llegué incluso a creer que quizá los dioses habían decidido evitarnos engorros y que todo acabaría solucionándose. Pero aquella agradable sensación me duró poco. Antes de que Ra descendiera dos veces en
Meseket,
un mensajero sudoroso y apresurado llegó a la casa del jefe militar de la zona y me hizo entrega de una misiva de Itunema. En la misma ordenaba mi regreso inmediato al palacio de Ajeprura Amenhotep. Cuando levanté los ojos del escrito, mi corazón ya sabía que aquella esperanza de que se produjera una fácil salida para los problemas que se habían agudizado en las últimas semanas no pasaría de ser un mero eco de mis deseos.

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