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Authors: César Vidal

El Escriba del Faraón (12 page)

BOOK: El Escriba del Faraón
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Quizá lo hubiera hecho. Quizá hubiera descargado en aquella inmunda farsante toda la cólera y todo el dolor que la lenta agonía de Merit había ido depositando en mi corazón. Fue el recuerdo de ella el que me lo impidió. Me necesitaba ahora más que nunca y yo no podía correr el riesgo de arruinar sus últimas semanas de existencia manchando mis manos en la hechicera. Profundamente aterrorizada, se deshizo de la prisión que significaban mis dedos y se postró suplicante a mis pies. Empezó a quitarse los aretes, los collares, toda la quincalla que intentaba proporcionarle una belleza que, seguramente, nunca tuvo y me la ofreció a cambio de su vida. No tomé nada de aquello, pero sí la obligué a que me devolviera el dinero que le había dado y los cabellos de Merit. Luego amenacé con denunciarla y le di dos días de plazo para que abandonara la ciudad. Estaba tan aterrorizada que dijo a todo que sí. Furioso, con la sangre ante los ojos, abandoné su casa y comencé a vagar por las calles intentando tranquilizarme tras ver cómo se había desvanecido mi última esperanza.

El estado de Merit fue empeorando progresivamente. Empezó a padecer unos terribles dolores de cabeza y yo, siguiendo el consejo de Iuty, comencé a frotar sus sienes con un cráneo de siluro para calmarle el dolor. A veces, agotada, caía dormida sólo para despertar sobresaltada al poco rato. Como si temiera comprender lo que le sucedía y, a la vez, deseara encontrar una ilusión en los escasos días de vida que le restaban, casi su único tema de conversación era el hijo que tendríamos cuando ella se pusiera bien.

Una tarde, decidí darle una alegría. Encargué a un sacerdote que escribiera un rollo de protección para un niño recién nacido. Sabía que el gasto era inútil y que nunca tendría ese hijo de Merit, pero concebí la esperanza de llenar de felicidad alguna de sus últimas horas. Cuando llegué a la casa, fingí mi mejor sonrisa y anuncié a Merit que tenía una sorpresa para ella: había comprado ya el rollo de protección que colocaríamos al cuello de nuestro hijo cuando naciera. Con una sonrisa, me pidió que me sentara al lado de su lecho y que le leyera el contenido. Desenrollé el papiro mientras cantaba las loas del material, del trazado de los dibujos e incluso del precio que me había costado, muy alto, pero compensado por el hecho de que era para el hijo que pronto daría a luz. Luego comencé a leer las promesas de los dioses para un niño que nunca vería a Ra elevándose en el cielo:

Lo salvaremos de Sejmet y de su hijo;

lo salvaremos de la caída de un muro, del estallido de un trueno,

lo salvaremos de toda muerte, de toda enfermedad,

de todo mal de ojo, de toda mirada mala,

lo salvaremos de los dioses que se apoderan de la gente,

de los dioses que encuentran a la gente en el campo y la

matan en la ciudad y viceversa,

lo salvaremos de todo dios y de toda diosa que manifiestan su poder cuando no son propiciados;

lo salvaremos de los dioses que se apoderan de unas

personas confundiéndolas con otras.

Con el rabillo del ojo observé como Merit iba asintiendo a cada una de las afirmaciones y como su sonrisa, aquel gesto dulce y tierno que se había apoderado de mi corazón, volvía a dibujarse en su rostro. De repente pronunció mi nombre.

—Nebi...

—Sí, Merit —contesté, acercándome a ella.

—Amigo mío, gracias.

Merit cerró en esos momentos los ojos y se marchó al
ka.
Pronuncié un par de veces su nombre en la esperanza de que el espíritu en forma de pájaro y con cabeza de hombre no hubiera abandonado su cuerpo a través de las ventanas de su nariz. Pero así había sido. Entonces dejé caer mi cabeza sobre su pecho y comencé a llorar, primero calladamente, como lo había hecho en los meses anteriores para que no me oyera, y luego con rabia y desesperación.

Hasta entonces había conocido gente que me había apreciado, que incluso me había querido como se quiere a un hijo. Pero Merit era la única persona que me había servido sin condiciones, que había entregado su vida para hacer feliz la mía, que nunca me había pedido nada —salvo que le permitiera visitar a un sacerdote de Sejmet o que le comprara el amuleto de la diosa Heket—, que jamás había cargado mi existencia con sus penas o inquietudes. Sus últimas palabras no fueron para lanzarme reproches, ni para quejarse, ni para emitir lamentos. Hasta entonces siempre se había referido a mí como su señor, pero en aquel último momento utilizó conmigo otros términos. Me llamó amigo suyo y me dio las gracias. ¿Quizá había captado lo que pasaba en mi corazón? ¿Quizá comprendió que la compra del rollo de protección sólo había sido una farsa para hacerla feliz, siquiera momentáneamente? No lo supe entonces y sigo sin saberlo ahora. Pero sí sé que cuando se fue al
ka,
en su mirada había amor y gratitud, alegría y paz, y también sé que en ella, en su cuerpo frágil, en sus ojos oscuros, en sus manos dulces, contemplé más verdad y nobleza que en todos los dioses que conocía, en todos sus sacerdotes y en todos los que practicaban y creían en el arte de
heka
reunidos. Entonces pensé que quizá ésa era la clave de su marcha. Quizá ninguno de ellos había conservado su vida, simplemente porque tenían celos de ella. Pero aquél no era sino el razonamiento de un pobre hombre al que el dolor estaba a punto de arrastrar al borde de la locura.

6

L
loré a Merit desconsoladamente. Mi corazón se sentía tan vacío que no lamenté lo más mínimo terminar de desprenderme de todo lo poco que aún me quedaba. En las semanas anteriores, había ido dedicando mis salarios, primero, y después el producto de la venta de mis muebles, de mis escasas pertenencias y de mis propios libros a pagar a médicos, a comprar talismanes, a ofrendar a los dioses e incluso a alquilar a aquella bruja que pretendía conocer el arte de
heka.
Con lo que esta última me devolvió asustada por mis amenazas pude sufragar los gastos de la conversión del cuerpo de Merit en
ut.
Gasté todo lo que pude e incluso contraje deudas, porque no podía soportar la idea de no encontrarme algún día con alguien que me había dado tanta felicidad.

Era mi vida la que se me había convertido en pesada e insoportable. La gente que me conocía, como Paser o Sobejotep, comenzaron a inquietarse por mí y temieron que enloqueciera o que enfermara y fuera al
ka.
Había perdido todo interés por la marcha de la tierra de
Jemet
y pasaba la mayor parte del tiempo que no dedicaba a trabajar rezando y formulando preguntas que nadie parecía querer contestarme. Fue entonces cuando, una mañana, Sobejotep me expresó confidencialmente la inquietud que le provocaban recientes acontecimientos de los que el pueblo no sabía nada, pero que él había llegado a conocer gracias a amigos influyentes de la
Per-a'a.

Apenas a los dos años de ceñirse las coronas de
Shemeu y Tamejeu,
Ajeprura Amenhotep se iba a ver obligado, por segunda vez, a dejar sentir la fuerza de su brazo a los
aamu.
La expedición del año anterior, casi un paseo militar dirigido por los generales de su padre, parecía haber tenido en realidad un efecto contrario al esperado. Por lo visto, los
aamu,
lejos de sentirse impresionados con el nuevo señor de
Jemet,
se habían percatado en seguida de que era demasiado joven y de que estaba más interesado en diversiones como la caza y la carrera que en gobernar y combatir. Habían esperado pacientemente a que regresara a su tierra y, a continuación, se habían sublevado prácticamente todos nuestros vasallos. Lo peor no lo constituía sólo el hecho de la revuelta, ya de por sí bastante grave, sino la forma en que ésta se había planteado. Al sumarse a la misma las ciudades
aamu
de la costa, tanto hombres como material tendrían que ser trasladados por tierra exclusivamente y resultarían un blanco más fácil para nuestros enemigos. Sobejotep temía —y así lo confesó abiertamente— la posibilidad de un desastre militar que pusiera en peligro no sólo la permanencia de nuestro control sobre aquellos levantiscos súbditos, sino también nuestra frontera norte.

—Francamente, Nebi, estoy preocupado. Tal y como se plantean las cosas y teniendo en cuenta que no es seguro que Ajeprura Amenhotep tenga el temple de su padre, me temo que muchos de nuestros soldados van a caer combatiendo contra los
aamu.

Fue en ese momento cuando la idea pareció posarse en mi corazón al igual que los pájaros lo hacen en las ramas de los árboles. Jamás lo había pensado, pero en esos instantes sentí un impulso irresistible e instantáneamente abrí mi boca.

—Sobejotep, quiero ir a esa campaña. Tienes que ayudarme a conseguirlo.

Mi superior no tardó en llevarse ambas manos a la cabeza y empezar a lamentarse como una vieja.

—¡Horus, Ra, Osiris, ayudad a este hombre! La muerte de su mujer le ha vuelto loco.

—No pierdas el tiempo en invocar a los dioses. Quiero ir en esa expedición.

—Pero, Nebi, si... si en tu vida has manejado una espada... ¿y un arco, sabes cómo se tensa?, ¿sabrías acaso manejar una maza? Qué digo manejarla, ¿podrías siquiera alzarla del suelo? ¿Qué buscas en esa guerra? ¿Es acaso la muerte? Oh, dioses... Merit era buena y hermosa, sí, pero yo te buscaré otra mujer. Pronto tendrás hijos sanos y fuertes, pero te lo suplico, olvida esa locura.

Sobejotep no carecía de razón, pero mientras se lamentaba y gritaba, yo iba viendo con más claridad la manera en que se desarrollaría todo.

—Puedo ir como intérprete —corté en seco a mi superior—. El ejército necesitará gente que hable con los
aamu,
que intente recuperarlos a la sumisión a la
Per-a'a,
que interrogue a los prisioneros...

—Pero ¿qué sucederá si te atacan? ¿Qué pasará si intentan matarte? —preguntó angustiado Sobejotep.

—Sinceramente, eso no me preocupa —contesté—. Mi existencia está en manos de los dioses y si caigo, iré a reunirme con Merit.

Sí, ésa era la verdadera razón de mi deseo de partir. Poco o nada me importaba el destino de los
aamu
o el de la tierra de
Jemet.
Lo único que deseaba era apartarme de aquella ciudad que tanto me la recordaba y marchar a algún lugar lejano donde, quizá, tuviera la fortuna de ir pronto al
ka.

—¿Me ayudará mi señor a conseguir ese puesto de intérprete? —pregunté a Sobejotep.

Mi superior me miró preocupado. Me apreciaba y sé que sufría al conocer mi decisión. Al igual que yo, quizá incluso más, sabía que mis posibilidades de sobrevivir eran mínimas, pero ¿sería mejor ver cómo me iba apagando como una pavesa? Se rascó la nuca y, finalmente, contestó:

—Sí, lo haré, Nebi. Si caes en combate, Osiris te lo tendrá en cuenta seguramente. Si sobrevives, posiblemente obtengas un ascenso y...

No pude evitar esbozar una sonrisa. ¡Sobejotep siempre tan práctico!

—... no pienso volver a casarme otra vez —le corté—. Creo que ninguna mujer podría igualar jamás a Merit.

Mi superior abrió la boca con la intención de contestarme, pero cambió de opinión repentinamente:

—Sí, Nebi, puede que tengas razón.

Ajeprura Amenhotep había decidido partir cuanto antes y tal resolución resultaba lógica a tenor de las informaciones que me había dado Sobejotep. Éste tuvo que apresurarse para encontrarme acomodo en el ejército que estaba casi a punto de abandonar la tierra de
Jemet.
Tuvo que recorrer pasillo tras pasillo, pero lo consiguió. Incluso logró que me sometiera a algunas lecciones de esgrima y de tiro con arco bajo la supervisión de algunos militares amigos suyos. Apenas sirvieron para enseñarme cómo apuntar con un margen de error no demasiado exagerado y cómo cubrirme con el escudo a la espera de que un error del adversario me permitiera hundir la espada en su cuerpo.

Me asignaron a uno de los jefes militares con la misión especial de interrogar a los futuros prisioneros de guerra. Sospecho que Sobejotep quiso mantenerme en retaguardia para ahorrarme peligros. No era seguro, pero sí bastante probable que no me enviaran nunca como mensajero ante los
aamu,
lo que, ciertamente, disminuía los riesgos de ser reducido a la esclavitud o de que me degollaran. Por otro lado, el tiempo pasado al servicio de la
Per-a'a
me señalaba como una persona competente y valiosa que no podía ser arriesgada estúpidamente. Los soldados eran, con escasas excepciones, material reemplazable mediante levas o contratación. Por el contrario, yo era alguien de difícil sustitución, y más una vez que se hubiera iniciado la campaña y estuviéramos lejos de la tierra de
Jemet.

La noche antes de la partida llevé a cabo el inventario de todo lo que poseía. Liquidadas las últimas deudas, sobre poco más o menos, todo se reducía a lo mismo que tenía cuando abandoné el templo y vine a la ciudad provisto de una recomendación de Nufer. Si la existencia fuera igual a la suma de todo aquello que llegamos a poseer, habría tenido que juzgar que no había vivido apenas desde mi salida del santuario de la Madre y Señora. De hecho, los meses anteriores habrían sido como mucho un sueño, delicioso mientras Merit estuvo sana y teñido por los horribles colores de la pesadilla desde el momento en que supe que sólo le faltaban unas semanas para ir al
ka.
Pero mi corazón sabía que no era así, que la vida de un hombre no depende de lo que tiene, sino más bien de circunstancias más difíciles de explicar y retener. Ahora me encontraba atado por las fuertes ligaduras del dolor, pero esa pena no estaba relacionada con lo que había perdido materialmente o con lo que no había logrado atesorar. Mi tristeza arrancaba más bien del recuerdo de algo que ya no volvería, como jamás regresan las aguas del
Hep-Ur.
Cuando el ejército de Ajeprura Amenhotep se puso en marcha, supliqué a los dioses poder remontar aquel pesar o no retornar nunca a la tierra de
Jemet.

7

L
os artistas e historiadores, paniaguados a fin de cuentas a las órdenes de Ajeprura Amenhotep, han contado multitud de ocasiones esta segunda campaña contra los bárbaros. Todos los escolares conocen de memoria la expedición heroica cuyos detalles fueron grabados en la piedra de estelas asentadas en Amada, la isla de
Abu
o una de las capillas de
Ipet-Iset.
Lo que desconocen es hasta qué punto esos datos, en términos generales correctos, ocultan la verdad de lo sucedido y cubren con un velo de adulación el carácter verdadero del señor de la tierra de
Jemet.
Los que participamos en aquellos enfrentamientos nunca hemos sido libres para narrarlos como sucedieron. Unas veces, porque de ello dependía nuestro futuro al servicio de la
Per-a'a;
otras, porque no deseábamos ver lo que resultaba evidente e indiscutible. Pero, por primera vez en mi vida, soy libre y puedo relatar lo que auténticamente pasó entonces.

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