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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (17 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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—Amigos y compañeros —empecé diciendo—, en el día de hoy se han producido acontecimientos no relacionados directamente con el asunto que nos convoca, pero sí decisivos para mí y, por ende, también para aquél de resultas de éstos. Cuáles sean aquéllos no viene al caso. Pero sí el que de resultas de los mismos, es decir, éstos y aquéllos, yo vea las cosas bajo un prisma nuevo, por lo cual, y tras larga reflexión, he decidido abandonar la investigación.

Tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de mi anuncio, y cuando lo hubieron hecho, se quedaron con la boca abierta. Me sentí obligado a darles explicaciones adicionales y lo hice en los siguientes términos.

—Hace varios días que dedicamos tiempo, energía y, en mi caso particular, dinero a resolver un misterio que, en última instancia, en poco nos concierne. Esto, en los tiempos que corren, es un capricho que no nos podemos permitir. No hemos conseguido nada y a mí se me ha acabado el dinero, agotado la ilusión y disipado las ganas. Por suerte, estoy a punto de cerrar un trato mercantil, casi podríamos decir una fusión empresarial, de la que confío sacar beneficios en forma de comisión. En resumen, que si tenéis paciencia, os pagaré hasta el último euro.

Nadie dijo nada. La noticia les había sorprendido y el anuncio de la moratoria, caído como un jarro de agua fría, según inferí del cruce de miradas. Fue el Juli quien rompió el silencio con una tosecilla asmática y una tímida protesta.

—Pero yo… —farfulló—, pero yo…

Animado por la expectación despertada entre sus compañeros, hizo un esfuerzo y acabó diciendo en un tono dolorido:

—¡Pero yo he vuelto a ver al swami!

—Bueno —dije yo—, ¿y a mí qué?

—No me has entendido —insistió el Juli—. Digo que he vuelto a ver al otro swami, al de la barba. Y yo me digo, si ahora abandonamos la investigación, nunca sabremos quién es y qué anda haciendo en el centro de yoga.

Esto último iba dirigido tanto a mí como a los demás, que acogieron su razonamiento con murmullos de aquiescencia.

—El Juli tiene razón —dijo la Moski—. Hay demasiados cabos sueltos. ¿Y qué le dirás al tipo de las fotos? Esta mañana me has dicho que lo habías citado aquí y debe de estar al caer.

—Esta mañana era esta mañana, y ahora es ahora —repliqué—. Ya os lo he dicho: las cosas han cambiado de forma radical e irreversible. Y cuando venga el de las fotos le diré que se vuelva por donde ha venido. Y punto.

El Pollo Morgan hizo oír su voz grave y cansina.

—¿Y tú —preguntó— con qué autoridad tomas decisiones que nos afectan a todos? Es más, que nos involucran.

—¡Vaya pregunta! —dije—. Yo os he contratado. Trabajáis para mí.

—¡Ajá!, pero si no pagas, ya no mandas —repuso el Pollo Morgan en tono triunfal.

Atraído por el ruido de la discusión, el señor Armengol había salido de la cocina y preguntaba el motivo de aquélla. Para satisfacer su curiosidad, todo el mundo se puso a hablar a la vez, inclusive el mequetrefe de las pizzas. Al final, gritó la Moski:

—¡Silencio! ¡Esto es un guirigay! Propongo volver a la organización y metodología de las antiguas reuniones de célula. Intervendremos por turno y el señor Armengol levantará acta. Si nadie vota en contra, por orden de antigüedad tiene la palabra el camarada Bielsky.

Todas las miradas convergieron en el aludido y se hizo un silencio respetuoso, al que el muy necio respondió con ademanes de fingida modestia. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:

—Ya ves cuál es la voluntad común, libremente expresada. El mensaje es inequívoco: la gente se niega a abandonar. No te lo tomes a mal. No es por indisciplina. Y menos aún por interés personal. Poco vamos a sacar de todo esto y es probable que, de seguir en el empeño, alguien acabe pagando la tozudez con un hueso roto. Nuestras aventuras suelen tener este final.

Un coro de susurros corroboró el preámbulo y, el orador, animado por este resultado, prosiguió petulante su discurso.

—Si no queremos abandonar es por otra razón. Por pundonor, en parte. Por curiosidad intelectual, en parte. Pero, sobre todo, porque no somos mercenarios, ni siquiera profesionales. Somos artistas. Nuestras acciones están al margen de coyunturas y tendencias, y nos entregamos a nuestro trabajo sin escatimar sacrificios ni horas ni esfuerzos, sin dejarnos amedrentar por el calor ni el frío ni la lluvia, incluso torrencial, como la de esta tarde, porque si no lo hiciéramos así, no sólo incurriríamos en absentismo laboral, sino en una grave responsabilidad moral, social y ética. Trabajamos porque el mundo nos necesita. ¿Qué sería del mundo sin artistas? ¿Qué sería de Barcelona sin estatuas vivientes?

—¡Bien dicho! —exclamó el Juli sin poder contenerse.

La Moski hizo un llamamiento al orden. Intervino con evidente emoción el repartidor de pizzas y dijo:

—Yo soy nuevo en este ambiente, pero les ruego que no me dejen de lado. Una familia desestructurada, poca o ninguna educación y otras circunstancias adversas me han empujado a desempeñar un oficio honrado. Pero de pensamiento y deseo siempre he sido un cantamañanas y un parásito como ustedes. ¡Denme una oportunidad!

Estalló la concurrencia en vítores y el Juli le golpeó cariñosamente la espalda.

—Oídas todas las intervenciones —dijo el Pollo Morgan—, la conclusión es clara: seguiremos como hasta ahora. Si no nos puedes pagar, ya nos pagarás en otro momento. En mi nuevo emplazamiento uno no se hace rico, pero de tanto en tanto cae algún eurillo. Y los demás, lo mismo.

—¿Y yo? —dijo el señor Armengol—. He de comprar materia prima, pagar el alquiler del local, el gas y la electricidad, la contribución…

—Eso lo seguirás pagando tanto si venimos como si no —le espetó el Pollo Morgan.

—Y por la comida, no preocuparse —agregó con entusiasmo el repartidor de pizzas—. Ahora mismo llevo varias en la moto. Estarán un poco frías, pero se pueden calentar en el microondas. Y por mí no se preocupen. Con el follón que hay en los repartos, no notarán nada hasta fin de mes.

Y uniendo la acción a la palabra, se levantó y salió del restaurante, acompañado de una cerrada ovación.

—Tengo la impresión —dijo la Moski, visiblemente conmovida por la arenga de quien creía ser el camarada Bielsky y por la reacción de su recomendado— de que está a punto de ocurrir algo importante. Hasta ahora hemos trabajado de un modo correcto pero rutinario, pero a partir de esta noche, hemos puesto el corazón en el asador.

Aún no había acabado de hablar cuando regresó el repartidor de pizzas con dos grandes cajas cuadradas que despedían un aroma embriagador. Las depositó en la mesa y dirigiéndose a mí dijo:

—En la entrada hay una persona que pregunta por usted.

—Ah, sí. Debe de ser el camarero de las fotos. Lo malo es que prometí darle un dinero a cambio de la mercancía y no tengo un céntimo.

—No importa —dijo el Pollo Morgan—, haremos una colecta. Y si no llegamos, le arrancamos las fotos y le damos una somanta.

—Está bien —dije. Y al muchacho de las pizzas—: Hazle pasar.

11. Morden

El entusiasmo, por no decir el frenesí provocado por la arenga del Pollo Morgan, la abnegada decisión del resto, la aparición de unas pizzas de respetable perímetro y el anuncio de la llegada de la persona que había de aportar una información valiosísima, se trocó en momentánea decepción al ver que quien irrumpía en el comedor del restaurante no era Juan Nepomuceno, sino Quesito. Como nadie, salvo yo, la conocía, ni ella conocía a nadie, salvo a mí, su entrada fue seguida de un general desconcierto, al que, en el caso de la recién llegada, se sumó la sorpresa y el recelo producidos por la visión de la inclasificable cofradía congregada en torno a la mesa. Disipé la confusión de unos y otros con las oportunas presentaciones y aclaraciones, y pregunté a Quesito la razón de su presencia en aquel lugar, cuyas señas yo no recordaba haberle dado.

—Hace un rato —respondió— me llamó un señor que dijo llamarse Juan Nepomuceno. Había quedado en traer una foto, la cual cosa, en sus propias palabras, no le iba a ser posible a causa de un contratiempo de última hora. A continuación me dijo dónde y cuándo era la cita y me pidió que transmitiera el mensaje; y a eso he venido.

—Vaya —exclamé al término de lo antedicho—. ¿Y no dijo si esperaba solventar en breve el contratiempo? ¿No postergó la entrega de la mercancía para un futuro inmediato?

—No. Sólo dijo lo que he repetido al pie de la letra. Eso de ahí son dos pizzas, ¿verdad?

Respondí afirmativamente y le pregunté si había cenado. No había cenado y su madre se había ido al cine, por lo que muy gustosa aceptaba quedarse con nosotros. El señor Armengol trajo una silla, un plato y una servilleta de papel y ella, con gran desparpajo, le preguntó si en la carta del restaurante había helados, a lo que el señor Armengol, conocedor de la situación financiera, respondió con un bufido.

La cena transcurrió en un ambiente afable y distendido. Quesito no había conocido personalmente a ninguna estatua viviente ni a ningún músico ambulante, y se interesó por todos los aspectos de estas meritorias manifestaciones. Todos satisficieron con gusto su curiosidad e incluso el repartidor de pizzas nos contó, entre otras anécdotas relacionadas con su oficio, cómo en una ocasión su motocicleta había derrapado y él se había partido la nariz sin consecuencias prácticas, porque la hemorragia había quedado disimulada en el tomate de las pizzas, y así había podido realizar todas las entregas antes de ingresar en el hospital.

Pero yo, que en el transcurso de la cena me mantuve al margen de la conversación, observando y reflexionando, advertí que la euforia inicial había dejado paso a la resignación de quien, habiendo tomado una importante decisión, comprende que ha rebasado el límite de sus posibilidades y considera aquélla un sueño pasajero e intrascendente. En vista de lo cual, finalizado el refrigerio, incluidos los helados con los que el señor Armengol, tras haberse sumado al grupo y haber comido a dos carrillos, tuvo la gentileza de aportar, afirmando que los helados de la prestigiosa marca Lombrices eran mejores que los de marcas más conocidas que invertían grandes sumas en publicidad y en envoltorios vistosos, a diferencia de la marca Lombrices, que envolvía los helados en papel de periódico y no se había anunciado jamás en ningún medio, tomé la palabra inesperadamente.

—Debería caérsenos la cara de vergüenza —empecé diciendo para captar la atención de los presentes, enzarzados en varias y ruidosas conversaciones cruzadas—. Hace un rato éramos un batallón de marines pero, en cuanto han aparecido unas pizzas y unos helados, nos hemos convertido en una auténtica piara. Sólo pensamos en comer y en beber y luego en dormir. ¿Qué se ha hecho, me pregunto, de aquellos aguerridos propósitos?

Todos volvieron hacia mí la mirada y, tras asimilar el sentido de mi reproche, hacia el Pollo Morgan, el cual, como tácito portavoz del grupo, dijo:

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? El tío de la foto nos ha dado plantón. Sólo nos queda esperar a mañana, a ver si viene.

—Mañana será tarde —repliqué—. Las cosas se hacen o no se hacen. Lo demás son excusas. Al principio de la reunión, el Juli ha informado de que había vuelto a ver al swami de la barba. Luego, seguramente por mi culpa, nos hemos ido por las ramas, pero ahora es preciso volver sobre este enigma y tratar de despejarlo. Para lo cual me propongo ir al centro de yoga esta misma noche, entrar y averiguar qué pasa ahí adentro.

Mientras hablaba me pregunté si mi propuesta respondía a un sincero deseo de conocer la identidad del misterioso individuo o, en realidad, al deseo de recuperar un protagonismo algo menguado desde el infortunado inicio de la velada. Pero como vi en el rostro de los oyentes la reacción admirativa provocada por mi propuesta, sostuve la mirada y el envite.

—A esta hora no habrá nadie en el centro —dijo el Juli, que consideraba de su jurisdicción el subtema del swami—. Habrá que forzar la puerta.

—O reventarla de un puntapié —dijo la Moski—, como en los tiempos del camarada Beria.

—¿Y si hay alguien dentro? —insinuó el Juli—. Por ejemplo, mi swami.

—Lo reducimos a golpes de kárate —dijo el repartidor de pizzas.

El Pollo Morgan pidió la palabra.

—Yo, a mi edad y con esta ropa, no me siento capacitado —dijo con un hilo de voz—. Si hubiera que salir huyendo por los terrados perseguidos por unos ninjas…

—Y yo —añadió el Juli—, no soy muy ágil y, como sabéis, de noche no veo ni torta. Además, si nos pillan, soy un sin papeles.

—Yo me apunto —dijo la Moski—. Tengo permiso de trabajo temporal. ¿Puedo dejar el acordeón en el restaurante?

El señor Armengol se negó: la casa no respondía de los artículos depositados en el guardarropa y, por lo demás, también quería sumarse a la expedición. Al final me vi obligado a calmar los ánimos.

—Esto no es un picnic —dije—. Como bien dice el Juli, no sabemos qué o quién se oculta bajo la apariencia inofensiva del centro de yoga. Ir de mogollón sería imprudente y nocivo. Iré solo con un voluntario para montar guardia mientras hago mis pesquisas. La Moski me puede acompañar. Los demás os podéis ir a dormir. Mañana os informaré de lo ocurrido.

La propuesta fue acogida con alivio. Se levantó la Moski, cogió el acordeón y nos dirigimos a la puerta. Antes de salir pregunté si alguien tenía una linterna. Como no era el caso, pedí al señor Armengol una caja de cerillas, imprescindible para los registros nocturnos, y salimos. Ya en la calle se nos unió Quesito.

—Déjeme ir con usted —dijo—. Soy buena abriendo cerraduras.

Era verdad y las circunstancias desaconsejaban desperdiciar una cualidad como aquélla. No sin vacilación y remordimiento le di permiso para acompañarnos, pero sólo hasta la puerta. Mientras hablábamos salió del restaurante el chico de las pizzas.

—Yo esto no me lo pierdo —dijo—. Tengo moto y en la caja podemos transportar el botín.

—De momento lleva el acordeón en la moto —le dije.

Caminando a buen paso los que íbamos a pie y a su aire el motorista, llegamos a las inmediaciones del centro de yoga cuando empezaba a chispear. A cubierto bajo el alero de los balcones, Quesito pidió a la Moski una horquilla, la enderezó, retorció una punta y con este adminículo abrió sin dificultad la puerta de entrada al edificio, para admiración de Mahnelik y orgullo de la Moski, a la que oí mascullar: ¡Ésta es mi niña!

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