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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (27 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Giese, que no sabía nada del contencioso entre los dos hombres, había estado a punto de decir a su amigo que él mismo podía suplantarle como presidente del tribunal de Elbing, pero al instante comprendió que la manera brutal como Nicolás había cambiado de conversación era un modo de mostrar que no quería tener nada que ver con Dantiscus. Así pues, los tres hombres tomaron la decisión de escribir una carta abierta al canónigo Reich, que sería una llamada general a la tolerancia y a la reconciliación. La epístola en cuestión se imprimiría en Cracovia, y no en Danzig.

—La firmaré yo solo —dijo Giese, acordándose de las palabras de Sculteti—. El genio del reverendo Copérnico ha provocado ya demasiados odios y celos. Sería malo para su seguridad y para sus trabajos el aparecer de ese modo a la luz pública.

—Te agradezco la atención, Tiedemann, pero no tengo ninguna necesidad de que me protejan. Firmaremos los dos.

—Pero Alberto de Prusia…

—Su alteza el gran duque —intervino Dantiscus— aprueba sin reservas este proyecto, que va en el sentido de la paz y la prosperidad. Pero es cierto que el nombre de Copérnico puede avivar en él recuerdos desagradables. Con todo, ese nombre posee tal prestigio de sabiduría tanto en Polonia como más allá de sus fronteras, que dará más fuerza al escrito.

Giese, que conocía demasiado a su amigo y su terquedad, propuso una solución intermedia: firmaría solo, pero señalaría con claridad en el
incipit
que Nicolás Copérnico había intervenido en la redacción de la carta. Así se hizo. El texto, escrito a cuatro manos por los dos amigos, era un verdadero canto a la tolerancia y la comprensión mutua. Todos los filósofos y hombres de buena voluntad que había en Polonia se lo quitaban de las manos. «Rehúso el combate», afirmaba de entrada. Y el canónigo Félix Reich, al que iba dirigida la epístola, respondió que lo que él deseaba no era la lucha con las armas, sino el debate de las ideas, la confrontación pacífica con las palabras. Ermland pareció entonces apaciguarse, y toda Polonia, con ella, elegir no a Lutero ni a Roma, sino a Erasmo.

El sabio de Rotterdam acababa de publicar
Del libre arbitrio
, una obra en la que preconizaba, más allá de las tortuosas querellas teológicas, el retorno a la sencilla moral cristiana. Copérnico y Giese habían leído la obra y se habían inspirado en ella, pero no habían tenido conocimiento de la mordaz respuesta de Lutero,
Del siervo arbitrio
. Debido a que consideraba muy debilitado al papado, y en tanto que su enemigo más temible, Carlos V, estaba absorbido en su conflicto con Francisco I de Francia, el monje de Wittenberg decidió clarificar las cosas con aquellos que, anteriormente, habían aprobado una parte de sus ideas e intentado llegar a un compromiso que permitiera evitar la guerra. Así pues, situó a Erasmo y a quienes compartían su punto de vista en el campo enemigo, y los calificó de escépticos y, en la práctica, de ateos. Entre ellos, incluyó a Nicolás Copérnico.

Con su lenguaje florido y voluntariamente popular, tronó en sus sermones contra un astrólogo polaco que intentaba probar que la Tierra se movía y pivotaba sobre sí misma, en lugar de hacerlo el firmamento, el Sol y la Luna; lo cual iba en contra de todos los escritos sagrados. Y se interrogó en voz alta, con una ironía rústica, si aquel Copérnico era un secuaz de Satán o simplemente un imbécil; por caridad, prefería la segunda alternativa. Luego, como se sabía incompetente en ese género de materias, prefirió lanzar contra el canónigo de Frauenburg a su principal lugarteniente, el profesor de griego y de matemáticas Philip Melanchthon, encargado por él de dialogar con cuantos sabios, profesores, artistas y filósofos había en Europa, al tiempo que emprendía la hermosa y excelente reforma de las universidades partidarias de Lutero, reforma de la que aún nos beneficiamos en nuestros días.

Melanchthon decidió entonces dar personalmente conferencias sobre astronomía en las que defendió, con su gran erudición, las teorías de Tolomeo. Contrariamente a lo que podía esperarse de una persona a la que todos calificaban de amable, prudente y moderada, Melanchthon, al concluir sus clases, exponía rápidamente y en tono de burla las tesis de Copérnico, «como si alguien que viajara en coche o en barco creyera estar inmóvil y en reposo, y fueran la Tierra y los árboles los que se movieran. Tal es la época en que vivimos: quien desea brillar tiene que inventarse algo original y convencerse de que es el mayor descubrimiento de todos los tiempos». Peor aún: dijo repetidamente en público que rezaba todos los días para que apareciera un príncipe lo bastante buen cristiano para hacer ahorcar a ese astrónomo que se atrevía a contradecir las Sagradas Escrituras.

Pese a cuanto se ha dicho y repetido, aquello no fue un efecto de estilo, una broma, un «chiste» a la manera de los que solía hacer Lutero. Era nada menos que una amenaza de muerte, un anatema. Y el príncipe en cuestión, todo el mundo lo entendió así, no podía ser sino el gran duque Alberto de Prusia y de Brandenburgo. A Tiedemann Giese le asustó aquel desafío. Suplicó a su amigo que pusiese fin de inmediato a sus observaciones astrales, que se hiciera invisible, que hiciera todo lo posible para que lo olvidaran. Naturalmente, por llevar la contraria, Nicolás decidió que la mejor defensa era el ataque, según la consigna de su amigo florentino Maquiavelo. No se contentó con reemprender la redacción de su anti-
Almagesto
, muy olvidado en los últimos tiempos, sino que, en un súbito frenesí de correspondencia, anunció la inminente finalización de su obra a los profesores de matemáticas de todas las universidades de Alemania y de Polonia, reformados o no, teniendo buen cuidado de incluir entre ellos a Melanchthon, como un desafío. Adjuntaba a su mensaje, para aquellos que no lo conocieran, su
Resumen
, y unas tablas astronómicas más completas. No olvidó a los italianos, en particular a Sculteti, a quien dio autorización para exponer ante quien quisiera su visión del mundo. Sculteti le contestó que se dedicaría a ello tan pronto como lo permitieran las circunstancias: las tropas imperiales ocupaban aún la ciudad.

¡Qué importaba! El contraataque de Copérnico contra la ofensiva de los reformados triunfó. Desde Nuremberg, Alberto Durero le informó de que con el nuevo profesor de matemáticas de la ciudad, Johann Schöner, había conseguido convencer a Melanchthon de que se expresara con más comedimiento. De hecho, éste dejó pura y simplemente de dar sus cursos de astronomía. Había encontrado un arma mucho más temible que la incitación al asesinato: el ridículo.

Un bello día de junio, mientras, encerrado en su torre, Copérnico revisaba y corregía a fondo la obra que ya había titulado
Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
, Ana, acompañada por una joven sirvienta y por el impresionante Radom, volvía de la feria de Frauenburg, que tenía lugar semanalmente detrás del puerto y la lonja, con los cestos repletos de provisiones. Pasaron junto a un estrado ante el cual se había reunido una multitud risueña de ociosos para ver a los comediantes.

—Señora, señora —suplicó la criadita—, ¡parémonos un momento! La gente parece estar divirtiéndose mucho.

Ana no tuvo inconveniente en complacerla; desde hacía algún tiempo, Nicolás se encerraba con su trabajo, y no le prestaba ya la atención tierna del amante ni el afecto tranquilizador del padre. Pero muy pronto dejó de reírse. La farsa contaba la historia de un grueso canónigo, sentado sobre un saco de oro, que cenaba con el Diablo. Hasta ahí, todo muy banal, porque al pueblo le gustaban las bromas soeces sobre quienes recolectaban los impuestos. Pero el canónigo de la comedia se llamaba Gabin, nombre de una aldea vecina de la pequeña ciudad de Koppernigk. Iba vestido de rojo, con una cimitarra turca al costado, un sombrero puntiagudo de médico constelado de estrellas en la cabeza, y unas gafas enormes. Incluso el más tonto de Frauenburg sabría al instante de quién se trataba.

—Tiene usted buen apetito, canónigo Gabin —decía el Diablo—. Devorar una tras otra todas las estrellas del cielo después de asarlas al calor de mi sol, es demasiada glotonería.

—Es que, gran Lucifer, mi buena Nana es insaciable, y no me deja descansar ni una sola noche, siempre abierta de piernas mientras yo me esfuerzo en adivinar el futuro del mundo, arriba en mi palomar, y no debajo de su refajo.

—Si me prestas a tu puta, yo a cambio te permitiré que vayas a buscar en el astro del día todo el oro que oculta.

—A fe que no voy a negarme. He exigido tanto dinero a mis parroquianos, que ya no tienen ni un solo zloty que darme. Nana, bastarda de obispo, ven acá y probarás la verga de Belcebú. La mía está exhausta.

Entró entonces un actor disfrazado de prostituta ridículamente pintarrajeada, y gritó con voz de verdulera:

—¿Qué es lo que oigo, Gabin, monje vicioso, vas a ir a tostarte al sol ese culo gordo? ¡Mira que ya tu hermano, el leproso paniaguado del Papa, reventó por haber viajado demasiado del lado de Venus!

Radom colocó su manaza sobre el hombro de una Ana petrificada de horror y de humillación:

—Vámonos de aquí, señora, antes de que alguien nos reconozca.

Volvieron a casa a toda prisa. Ana subió a la carrera las escaleras de la torre. En la biblioteca, conversaban Copérnico, Giese y uno de sus colegas. Ella se derrumbó a los pies de su amante, ocultó el rostro entre sus rodillas y empezó a sollozar. Él le acarició con cariño los cabellos y le pidió que se serenara un poco y le contara la razón de aquel disgusto. Cuando ella acabó de hablar, Nicolás saltó de su asiento, con tanto ímpetu que a punto estuvo de atropellar a Ana, y empezó a dar vueltas por la habitación, agitando el puño, rugiendo:

—¡Víboras, zánganos! ¡Cobardes! No han podido destruirme, de modo que atacan lo que me es más querido en el mundo, la memoria de mis muertos y la mujer a la que amo. ¡Qué lodazal! ¡Los aplastaré! Voy de inmediato a enviar a la guardia y a encerrar a esos histriones en el calabozo…

—Sobre todo no hagas eso —intervino Giese—. Toda Prusia se reiría de ti. Yo mismo he firmado la autorización a esa compañía para que presentaran su espectáculo. Me dijeron que se trataba de la fábula del doctor Fausto. En el fondo, sólo me mintieron a medias…

—¡Cómo! ¿Qué es lo que estás diciendo?

—Bromeo, Nicolás. ¿Sabes de dónde vienen esos comediantes? De Königsberg, amigo mío. Representan con mucha frecuencia ante la corte del gran duque Alberto. Un gran duque aficionado a las letras, que ha escrito algunas obras de teatro. ¿Comprendes mejor, ahora? Cierto que esa manera de ensuciar lo que te rodea es infame. Pero no hay que responder a la risa con la cólera y la fuerza. Hay que responder con la risa.

—¿Qué me estás sugiriendo? ¿Que escriba una farsa llena de groserías? ¡Vaya idiotez!

Giese replicó:

—Figúrate que en la época de mi loca juventud, escribí un entremés sobre los caballeros teutónicos. Se representó en Cracovia. Ahora que lo pienso, era bastante divertido.

Y Giese se puso a caminar echando atrás los hombros con aires de fanfarrón, de un modo tan cómico que Ana se echó a reír en medio de sus lágrimas. Luego, con un fuerte acento bajo alemán, el ingenioso canónigo recitó:

—Capitán Koppernigk, nadie en Ermland ha olvidado la manera como derrotasteis a nuestros ejércitos en Allenstein. El pueblo os está agradecido. Y tampoco olvida al generoso médico de los pobres. —Volvió a sentarse y siguió diciendo, en tono normal—: Voy a adaptar mi inmensa obra maestra a la actualidad. Me siento muy inspirado, para clavar algunas pullas al bueno de Alberto de Prusia. Y no tendrás que desembolsar grandes sumas para que estos faranduleros, y si no ellos, otros, respondan con risas a las burlas.

Y así fue
. La terrorífica historia del canónigo Gabin, comedor de estrellas
desapareció de los escenarios de Ermland. En adelante se representó
El teutón arrepentido.

En octubre del año 1531, Nicolás Copérnico acabó por fin su
Revoluciones de los cuerpos celestes
. Mandó hacer una decena de copias y las envió a sus colegas más queridos y sabios. También envió una copia a Melanchthon. Éste sólo le respondió con unas frases amables, pero no repitió sus ataques. Se confesaba vencido. En cuanto a Lutero, se contentó con repetir en sus
Charlas de sobremesa
lo que había dicho desde el púlpito a propósito de «ese loco que quiere poner patas arriba el arte de la astronomía». Así pues, el asunto estaba cerrado. Y allá abajo, en Roma, Sculteti consiguió que un secretario del Papa experto en matemáticas diera una lección sobre su sistema ante Clemente VII y un grupo selecto de cardenales, entre ellos Alejandro Farnesio.

Unos meses más tarde, el Papa murió. Y fue Alejandro Farnesio quien lo sucedió con el nombre de Paulo III. En adelante, al resguardo de su antiguo protector en Italia, Copérnico no tenía nada que temer del bando católico. Y podía esperarlo todo. La púrpura cardenalicia, por ejemplo…

Pasaron varios años. Desde todas las universidades de Europa, con la excepción de España, se consultaba a Copérnico sobre los más mínimos detalles de astronomía. Él se había apaciguado con la conclusión de su obra. Sin embargo, todavía volvía con frecuencia a sus cálculos, siempre insatisfecho con el resultado. Quería demostrar que su sistema era más sencillo que el de Tolomeo, pero para salvar las apariencias se había visto obligado a multiplicar los epiciclos. Pero las dudas se habían disipado, y ahora estaba seguro de tener razón: había abolido el ecuante, la trampa inadmisible contra el movimiento circular uniforme.

Le habría gustado que alguno de sus corresponsales le discutiera, o que sugiriera algo que lo incitara a ir más lejos, a corregirse incluso. Pero su aldabonazo había sido demasiado fuerte.
Sobre las revoluciones
aparecía ahora, ante la élite de la astronomía, como una fortaleza sin grietas, y su autor como el más sabio de los astrónomos de todos los tiempos. Así pues lo consultaban, pero no sobre los temas que él habría deseado. Él quería mantenerse en el terreno de la matemática pura, y sus corresponsales se entregaban a todo tipo de especulaciones astrológicas. Ahora bien, esa habilidad de la astrología para penetrar el velo oscuro que oculta los destinos humanos era totalmente extraña al pensamiento de Copérnico, y él se negaba a estudiar nada que no estuviera basado en el cálculo. Así respondía a quienes le pedían su opinión sobre tal o cual relación entre un fenómeno astral ocurrido en un pasado lejano y la caída de un imperio o el nacimiento de otro. Esperaba que acabaran por cansarse de escribirle sobre esos temas, pero fue en vano. Su pesimismo acerca de la naturaleza humana no hizo sino fortalecerse.

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