El discípulo de la Fuerza Oscura (12 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
10.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Presionó el botón activador. La impresionante hoja de energía surgió de la empuñadura con un crujido siseante, y tembló y palpitó ante él como si fuese un ser vivo. La cadena formada por las tres joyas teñía la hoja con un pálido tono purpúreo, blanco en el núcleo y amatista en los bordes, y había temblorosas oleadas de todos los colores del arco iris subiendo y bajando continuamente a lo largo del haz.

Gantoris se había acostumbrado a la penumbra, y tuvo que cerrar los ojos ante aquel repentino resplandor. Después los fue abriendo poco a poco y contempló con expresión asombrada lo que había creado.

Movió la hoja, y el aire chisporroteó alrededor de su cuerpo. El zumbido le pareció tan ensordecedor como un trueno, pero ningún estudiante podría oírlo a través del grosor ciclópeo de los muros de piedra. Sostener aquella hoja en su mano era como empuñar una serpiente alada, y el picante olor del ozono brotó de ella y formó volutas en el aire para acabar introduciéndose en sus fosas nasales.

Gantoris dio mandobles con la hoja moviéndola de un lado a otro. La espada de luz se convirtió en una parte de su ser, una extensión de su brazo conectada a través de la Fuerza que sería capaz de abatir a cualquier enemigo. Gantoris no percibió ni un solo hálito de calor procedente de la hoja que vibraba suavemente, sólo un frío fuego aniquilador.

Desactivó la hoja de energía sintiéndose invadido por la euforia, y ocultó cuidadosamente la espada de luz terminada debajo del catre en el que dormía.

—Ahora el Maestro Skywalker por fin se dará cuenta de que soy un auténtico Jedi... —dijo.

Sus palabras iban dirigidas a las sombras que se acumulaban a lo largo de las paredes, pero ninguna le respondió.

6

El almirante Ackbar no podía estar presente durante el desarrollo de la sesión de investigación secreta del Consejo de Gobierno de la Nueva República. El calamariano esperaba en la antesala con los ojos clavados en la gran puerta de petriacero como si fuese una muralla con la que acababa de chocar y que le separaba del final de su vida. Sus ojos contemplaban sin parpadear las molduras y adornos que el Emperador Palpatine había diseñado inspirándose en antiguos jeroglíficos Sith, y los iban encontrando más y más inquietantes a cada momento que pasaba.

Ackbar estaba sentado en el frío banco de piedra sintética, y sólo sentía su abatimiento, su desesperación y el peso de su fracaso. Apoyó el brazo izquierdo vendado en el regazo, y sintió cómo el dolor subía y bajaba por su bíceps, desgarrando toda la zona en la que unas agujas diminutas mantenían unidos los bordes de la herida abierta en su piel color salmón. Ackbar había rechazado el tratamiento estándar de un androide médico o la curación en un tanque bacta programado para la fisiología calamariana. Prefería permitir que el doloroso proceso de la recuperación le sirviera como recordatorio de toda la destrucción que había causado en el planeta Vórtice.

Inclinó a un lado su enorme cabeza y escuchó el continuo subir y bajar de las voces que discutían al otro lado de la puerta cerrada. Sólo podía distinguir un murmullo formado por varias voces mezcladas, algunas estridentes y otras llenas de insistencia. Bajó la mirada y deslizó una mano sobre la blancura impoluta de su uniforme de almirante, como queriendo limpiar una suciedad inexistente.

El resto de sus heridas parecían insignificantes comparadas con el dolor que ardía dentro de él. Ackbar seguía viendo cómo la estructura cristalina de la Catedral de los Vientos se hacía añicos a su alrededor, convirtiéndose en una avalancha de fragmentos y esparciendo una tempestad de dagas de cristal que se alejaban velozmente en todas direcciones. Veía los cuerpos alados de los vors cayendo allá donde mirase, degollados por aquellos sables de cristal afilados como navajas. Ackbar había conseguido salvar a Leia eyectándola de la nave, pero en aquellos momentos lo único que deseaba era haber tenido el valor suficiente para desconectar el escudo antiimpactos, porque no quería seguir viviendo con el peso de un desastre semejante sobre su conciencia. Eran sus manos las que habían estado pilotando la nave mortífera, no las de otro. Era él quien se había estrellado contra aquel monumento inapreciable conocido como la Catedral de los Vientos, y no otro.

Alzó la mirada al oír el sonido de unas pisadas que venían hacia él, y vio a otro calamariano que se aproximaba con paso vacilante por los pasillos de tonos rosados. El recién llegado bajó la cabeza, pero hizo girar sus enormes ojos de pez hacia arriba para contemplar al almirante.

—Terpfen... —dijo Ackbar. Su voz sonó tan hueca y átona como si las palabras fueran guijarros que habían caído sobre el reluciente suelo pulimentado, pero intentó inyectar algo de entusiasmo en su tono—. Así que has venido después de todo, ¿eh?

—Yo nunca sería capaz de abandonarle, almirante. Las dotaciones calamarianas siguen estando a su lado incluso después de...

Ackbar asintió, conociendo muy bien la inconmovible lealtad de su jefe de mecánicos espaciales. Al igual que muchos nativos de su mundo, Terpfen fue sacado a la fuerza de su planeta acuático. Había sido secuestrado por unos traficantes de esclavos imperiales y obligado a trabajar en el diseño y puesta a punto de los Destructores Estelares del Imperio, que había explotado al máximo las grandes capacidades para la construcción de naves espaciales por las que eran famosos los calamarianos. Pero Terpfen había intentado sabotearlas y había sido torturado. La sesión de tortura había sido larga y salvaje, y las cicatrices aún eran visibles en su cabeza.

El mismo Ackbar no había tenido más remedio que servir a las órdenes del Gran Moff Tarkin durante la ocupación imperial de su planeta. Había servido a Tarkin varios años hasta que consiguió escapar al producirse un ataque rebelde.

—¿Has terminado tu investigación? —preguntó Ackbar—. ¿Has repasado todos los registros que no quedaron destruidos en el accidente?

Terpfen volvió la cabeza y juntó sus grandes manos-aletas. Su piel se cubrió de manchas amarronadas, una señal inconfundible de la vergüenza y la incomodidad que estaba sintiendo en aquellos momentos.

—Ya he presentado mi informe al Consejo de la Nueva República —respondió, y después lanzó una mirada a la puerta cerrada de la sala—. Sospecho que todavía lo están discutiendo.

Ackbar se sintió como si estuviera en las aguas de su planeta y hubiera intentado pasar nadando por debajo de un témpano.

—¿Y qué has descubierto? —preguntó con voz firme y serena, intentando resucitar el poder del mando.

—No he encontrado ninguna indicación de que se produjera algún fallo mecánico, almirante. He repasado las cintas una y otra vez, y he simulado el curso de vuelo a través de las pautas de vientos de Vórtice grabadas en los registros..., y siempre encuentro la misma respuesta. Su nave estaba en perfecto estado.

Terpfen alzó la mirada hacia el almirante, y volvió a ladear la cabeza. Ackbar se dio cuenta de que decirle aquello le resultaba tan difícil como a él oírlo.

—Yo mismo inspeccioné su nave antes de que partiera hacia Vórtice —añadió el jefe de mecánicos—. No encontré ninguna indicación de problemas mecánicos. Supongo que se me podría haber pasado por alto alguna cosa, claro...

Ackbar meneó la cabeza.

—No, Terpfen, eso es imposible. Te conozco demasiado bien para poder creer que te equivocaras.

—Los datos de que dispongo sólo me permiten llegar a una conclusión, almirante... —siguió diciendo Terpfen en voz baja, y se interrumpió de repente como si sus labios se negaran a articular lo inevitable.

Ackbar se encargó de hacerlo por él.

—Fue un error del piloto —dijo—. Yo causé la colisión. La culpa fue mía, y lo he sabido todo el tiempo.

Terpfen permaneció inmóvil ante él con la cabeza tan baja que sólo se podía ver la abultada cúpula en forma de saco de su cráneo.

—Ojalá tuviera alguna forma de demostrar que se debió a otra causa, almirante.

Ackbar extendió una mano-aleta y la puso sobre el uniforme gris de tripulante que vestía Terpfen.

—Sé que has hecho todo lo posible, y ahora te ruego que me hagas un favor más. Prepara otro caza B para mi uso personal, y aprovisiónalo para un largo viaje. Volaré solo.

—Quizá haya alguien al que no le guste demasiado que usted vuelva a pilotar una nave, almirante —dijo Terpfen—, pero no se preocupe. Encontraré alguna manera de resolver ese pequeño problema. ¿Adónde irá?

—A casa, pero antes he de ocuparme de un asunto que tengo pendiente —respondió Ackbar.

Terpfen se cuadró ante él y le saludó.

—Su nave le estará esperando, señor.

Ackbar sintió que se le formaba un nudo en el pecho mientras le devolvía el saludo. Fue hacia la puerta de petriacero cerrada y golpeó la superficie repleta de tallas y adornos exigiendo que se le permitiera entrar.

La gruesa puerta giró sobre sus bisagras automatizadas con un leve chirrido. Ackbar permaneció inmóvil en el umbral mientras los miembros del Consejo se volvían a mirarle.

Los asientos de piedra de flujo habían sido tallados y pulimentados hasta hacerlos brillar, incluido el lugar vacío en el que todavía se podía ver su nombre. La atmósfera estaba demasiado seca para sus fosas nasales, y además se hallaba impregnada por el desagradable olor a polvo viejo típico de un museo. Ackbar también pudo detectar el olor acre y nervioso del sudor humano mezclado con el vapor levemente especiado procedente de los refrescos y bebidas calientes que habían escogido los miembros del Consejo.

El obeso senador Threkin Horm movió una mano regordeta señalando a Ackbar.

—¿Por qué no le ponemos al frente del equipo de reparaciones? —preguntó—. Me parece muy adecuado.

—No creo que los vors quieran volver a verle en los alrededores de su planeta —dijo el senador Bel-Iblis.

—Los vors no nos han pedido ninguna clase de ayuda para llevar a cabo la reconstrucción —dijo Leia Organa Solo—, pero eso no significa que debamos olvidar que la Catedral ha quedado destruida.

—Tenemos suerte de que los vors no sean tan emotivos como otras razas —dijo Mon Mothma—. Lo ocurrido es una terrible tragedia, pero no parece probable que vaya a convertirse en un incidente galáctico.

La Jefe de Estado se agarró al borde de la mesa. Después se puso en pie y por fin reconoció la presencia de Ackbar. Su piel estaba muy pálida y su rostro había adelgazado de tal manera que sus ojos parecían haberse hundido en las órbitas, y tenía las mejillas chupadas. Últimamente había estado ausente de muchas reuniones importantes, y Ackbar se preguntó si la tragedia ocurrida en Vórtice habría empeorado su estado de salud.

—La sesión se celebra a puerta cerrada, almirante —dijo Mon Mothma—. Le llamaremos después de que hayamos terminado con la votación.

Su voz sonó seca y quebradiza, sin que hubiera en ella ni rastro de aquella profunda compasión que siempre había impulsado su carrera en la política galáctica.

La Ministra de Estado Organa Solo le contempló con sus ojos oscuros. Su rostro estaba lleno de simpatía hacia él, pero Ackbar desvió la mirada sintiendo una punzada de ira e incomodidad. Sabía que Leia le defendería con todas sus fuerzas, y también esperaba obtener el apoyo del general Rieekan y del general Dodonna: pero no tenía ni idea de cuál sería el voto de los senadores Garm Bel-Iblis y Threkin Horm, y tampoco sabía cómo votaría Mon Mothma.

«Eso no importa», pensó. Iba a eliminar su necesidad de tomar una decisión y la posibilidad de tener que soportar todavía más humillaciones.

—Quizá pueda hacer que estas deliberaciones nos resulten un poco menos difíciles a todos —murmuró.

—¿Qué quiere decir, almirante? —preguntó Mon Mothma.

La Jefe de Gobierno le contempló con el ceño fruncido. Su rostro estaba lleno de profundas arrugas.

Leia lo comprendió de repente, y se medio incorporó en su asiento.

—¡No... !

Ackbar movió su mano-aleta izquierda en un gesto que no admitía réplica, y Leia volvió a sentarse de mala gana.

La mano-aleta de Ackbar se movió sobre el lado izquierdo de su uniforme blanco, luchó con el cierre durante unos momentos y acabó separando la insignia de su rango de almirante de la tela.

—He causado un dolor y un sufrimiento enormes al pueblo de Vórtice —dijo—. He colocado a la Nueva República en una situación terriblemente incómoda, y me he cubierto de vergüenza. En consecuencia, presento mi dimisión como comandante de la Flota de la Nueva República con efectividad inmediata. Lamento muchísimo las circunstancias en las que se ha producido mi marcha, pero me siento muy orgulloso de todos los años que he servido a la Alianza. Ojalá pudiera haber hecho más por ella.

Ackbar dejó su insignia sobre el estante de alabastro que había delante del sillón vacío del Consejo que en tiempos había sido el suyo.

Los otros miembros del Consejo le contemplaron sumidos en un silencio perplejo, como un tribunal que hubiese enmudecido de repente. Ackbar giró sobre sí mismo antes de que pudieran abrir la boca para emitir sus inevitables y probablemente nada sinceras objeciones y salió de la sala. Caminaba lo más erguido posible, pero se sentía insignificante y lleno de abatimiento.

Volvió a sus aposentos para recoger los objetos personales que más apreciaba antes de dirigirse al hangar, donde subiría a la nave que Terpfen le había prometido. Tenía un sitio que visitar, y después volvería a Calamari, su mundo natal.

Si el general Obi-Wan Kenobi había podido esfumarse en la oscuridad en un planeta desierto como Tatooine, Ackbar podía imitarle y pasar el resto de su vida en los exuberantes bosques de árboles marinos que se alzaban debajo de las aguas.

Terpfen se estaba alejando de Coruscant a toda velocidad con el pretexto de averiguar cómo respondía un caza B bajo condiciones de tensión extrema. Los mecánicos calamarianos le desearon suerte antes de su partida, suponiendo que su auténtica intención era seguir esforzándose desesperadamente para limpiar la reputación del almirante Ackbar.

Pero Terpfen introdujo una nueva serie de coordenadas en el ordenador de navegación antes de dar el salto al hiperespacio.

El caza B tembló bajo el empujón irresistible de los motores hiperespaciales. Los trazos estelares aparecieron a su alrededor, y la nave fue transportada bruscamente al frenético e incomprensible torbellino del hiperespacio. Terpfen reaccionó automáticamente deslizando la membrana nictitante sobre sus ojos vidriosos.

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
10.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

First Dance by Bianca Giovanni
Grai's Game (First Wave) by Mikayla Lane
Temptress by Lola Dodge
Frost by Marianna Baer
04 Village Teacher by Jack Sheffield
Testers by Paul Enock
A Beautiful Truth by Colin McAdam
Summer Daydreams by Carole Matthews