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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (30 page)

BOOK: El diablo de los números
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—Mmm —dijo Robert—. Así que a veces también los diablos de los números fallan. Eso me tranquiliza. Ya creía que podíais hacer tanta magia como quisierais.

—Eso es solamente lo que parece. ¡Qué te crees, muchas veces me he quedado sin cruzar el río! En esas ocasiones, bastante me he tenido que alegrar de volver con los zapatos secos a la vieja orilla segura. Sabe Dios que no quiero decir que yo sea el más grande. Pero a los más grandes diablos de los números, quizá aún conozcas a algunos de ellos, les ocurre lo mismo. Eso sólo significa que las Matemáticas nunca están acabadas. Hay que decir que por suerte. Siempre queda algo por hacer, querido Robert. Y por eso ahora tienes que disculparme. Mañana temprano tengo que emplearme a fondo en el algoritmo simple para superficies politópicas...

—¿El qué? —preguntó Robert.

—La mejor forma de desenmarañar una madeja. Para eso tengo que haber dormido bien. Me voy a la cama. ¡Buenas noches!

El diablo de los números había desaparecido. El columpio en que había estado sentado se mecía aún con suavidad. ¿Qué sería eso de un polítopo? Da igual, pensó Robert. En cualquier caso, ya no tengo por qué temer al señor Bockel. Cuando esté tras de mí, seguro que el diablo de los números me saca del apuro.

Era una noche cálida, y era agradable sestear en la azotea ajardinada. Robert se columpió y se columpió, y no pensó en nada más hasta entrada la mañana.

La duodécima noche

Robert ya no soñaba. No había peces gigantes que quisieran tragárselo, ni hormigas que treparan por sus piernas, incluso el señor Bockel y sus muchos, muchos gemelos le dejaban en paz. No resbalaba, no era encerrado en ningún sótano, no se helaba de frío. En una palabra, dormía como no había dormido nunca.

Eso estaba bien, pero a la larga resultaba también un poquito aburrido. ¿Qué pasaba con el diablo de los números? ¿Quizá había tenido una buena idea y no podía demostrarla? O se había enredado en sus superficies polípicas (o como se llamaran esas cosas de las que había hablado la última vez).

¿Se habría simplemente olvidado de Robert? ¡Adiós a los sueños!, habría significado eso. Y ésa era una idea que a Robert no le gustaba nada. Su madre estaba asombrada, porque pasaba horas en el jardín dibujando nudos y redes en un papel para averiguar la forma más sencilla de visitar uno tras otro a todos esos amigos de América que no tenía.

—Es mejor que hagas tus deberes —decía entonces. En una ocasión, el señor Bockel le pilló escondiendo una hoja bajo el pupitre durante la clase de Matemáticas.

—¿Qué tienes ahí, Robert? ¡Enséñamelo!

Pero Robert ya había hecho una bola con el papel con el gran triángulo de números de colores y le había tirado la pelota a su amigo Charlie. Charlie era de confianza. Él se encargaría de que el señor Bockel no llegara a saber lo que Robert se traía entre manos.

Una noche, volvió a dormirse tan profundamente y sin soñar que ni siquiera se dio cuenta de que alguien estaba llamando a golpes a su puerta.

—¡Robert! ¡Robert!

Pasó un rato largo hasta que despertó. Se levantó de la cama y abrió. Era el diablo de los números.

—Aquí estás al fin —dijo Robert—. Ya te echaba de menos.

—Rápido —dijo el anciano—. ¡Ven! Tengo una invitación para ti. ¡Toma!

Sacó de su bolsillo una tarjeta impresa con los bordes dorados y las letras en relieve. Robert leyó:

La firma era un garabato ilegible, con aspecto de ser persa o árabe.

Robert se vistió tan rápido como pudo.

—¿Así que te llamas Teplotaxl? ¿Por qué no me lo habías dicho nunca?

—Sólo los iniciados pueden saber cómo se llama un diablo de los números —respondió el anciano.

—¿Entonces ahora soy uno de ellos?

—Casi. De lo contrario no habrías recibido invitación.

—¡Qué curioso! —murmuró Robert—. ¿Qué significa esto de: «en el infierno de los números / cielo de los números»? O es una cosa u otra.

—Oh, ¿sabes?, paraíso de los números, infierno de los números, cielo de los números... en el fondo es todo lo mismo —dijo el anciano.

Estaba al lado de la ventana, y la abrió de par en par.

—Ya lo verás. ¿Estás listo?

—Sí —dijo Robert, aunque todo el asunto le resultaba un poco inquietante.

—Entonces súbete a mis hombros.

Robert temía resultar demasiado pesado al enjuto diablo de los números, porque sabe Dios que no era ningún gigante. Pero no quiso contradecirle. Y... mira tú por dónde, apenas estuvo sentado en los hombros del anciano, el maestro dio un fuerte salto y salió volando con Robert.

Una cosa así sólo puede pasar en sueños, pensó Robert.

Apenas estuvo sentado en los hombros del anciano, el diablo de los números salió volando con Robert. Una cosa así sólo puede pasar en los sueños, pensó Robert.

Pero ¿por qué no? Un viaje por los aires sin motor, sin abrocharse los cinturones, sin la tonta azafata que siempre le ofrece a uno juguetes de plástico y cuadernos para colorear, como si uno tuviera tres años... ¡era un bonito cambio! Tras un silencioso vuelo, el diablo de los números acabó aterrizando con suavidad en una gran terraza.

—Aquí estamos —dijo, y bajó a Robert.

Se encontraban delante de un palacio alargado,espléndido y luminoso.

—¿Dónde está mi invitación? —preguntó Robert—. Creo que me la he dejado en casa.

—No importa —le tranquilizó el anciano—. Aquí entra todo el que realmente quiere. ¡Pero quién sabe dónde está el paraíso de los números! Por eso son los menos quienes lo encuentran.

De hecho, los altos batientes de la puerta estaban abiertos, y nadie se preocupó de los visitantes.

Entraron y llegaron a un pasillo de inaudita longitud, con muchas, muchas puertas. La mayoría estaban entornadas, o totalmente abiertas.

Robert echó una mirada curiosa al primer cuarto. Teplotaxl se llevó el índice a los labios y dijo:

—¡Psss!

Dentro había un hombre viejísimo, de cabellos blanquísimos y enooorme nariz. Hablaba consigo mismo:

—Todos los ingleses son mentirosos. Pero ¿qué significa que yo diga eso? Al fin y al cabo yo también soy inglés. Así que también miento. Pero entonces lo que acabo de afirmar, que todos los ingleses mienten, no puede ser cierto. Pero, si dicen la verdad, entonces también lo que he dicho antes tiene que ser verdad. ¡Así que mentimos! —mientras murmuraba de este modo, el hombre no cesaba de caminar en círculos.

El diablo de los números hizo una seña a Robert, y siguieron adelante.

—Ese es el pobre Lord Russell —explicó el guía a su invitado—. Ya sabes, el que demostró que 1+1=2.

—¿No está un poco chiflado? Tampoco sería sorprendente. Al fin y al cabo es viejísimo.

—¡No creas! Este tipo es muy inteligente. Además, ¿qué significa viejo aquí? Lord Russell es uno de los más jóvenes de la casa. Todavía no lleva a las espaldas ni 150 años.

—¿Tenéis otros aún más viejos aquí en el palacio?

—Enseguida lo verás —dijo Teplotaxl—. En el infierno de los números, es decir, en el cielo de los números, nadie muere.

Llegaron a otra puerta, que estaba abierta de par en par. En la habitación había un hombre tan diminuto que Robert sólo lo descubrió tras larga búsqueda. El cuarto estaba lleno de objetos curiosos. Unos cuantos de ellos eran grandes trenzas de cristal. Al señor Bockel le gustarían, pensó Robert, aunque no se pueden comer y tienen extrañas formas. Estaban enredados de manera curiosa y tenían muchos huecos. Y también había una botella de cristal verde.

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