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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (7 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Al gobernador de los Ríos se le abrió expediente de investigación por parte de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá por lo acaecido en aquella plaza, y para los trámites de rigor se nombró a un pesquisidor de nombre Carlos Alcedo y Sotomayor, quien se trasladó de inmediato a Cartagena; pero no hubo siquiera sentado sus reales allí cuando fue mandado a detener por el gobernador De los Ríos, luego de un incidente en el que inter­cambiaron mandobles a espada limpia. El Oidor fue enviado cautivo a La Habana y allí fue dejado libre por el gobernador de esa ciudad, a despecho de De los Ríos. Procedió, entonces, el oidor Alcedo a tomar rumbo a Sevi­lla, donde elevó acusación ante el Consejo de Indias, el cual dispuso nom­brar un nuevo pesquisidor, Don Julio Antonio Tejada, destituir a De los Ríos y nombrar como nuevo gobernador a Don Juan Díaz Pimienta.

En el entretanto, la Audiencia de Santa Fe había nombrado un nuevo gobernador encargado, el que era de Santa Marta, Don Pedro de Olivera, a quien De los Ríos impidió su entrada en Cartagena. Pero cuando Tejada llegó a la Ciudad Heroica lo primero que hizo fue ordenar la detención del ya ex gobernador de marras, confiscar sus bienes, junto con los del sufrido Don Sancho Ximeno, a quien también arrestó de inmediato. Luego ocu­rrió lo insólito. ¡El nuevo gobernador de Cartagena, Don Juan Díaz Pi­mienta, se puso del lado del ex gobernador y a mediados de 1700 ordenó que pusieran preso al pesquisidor Tejada!

Interviniendo de nuevo la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, nom­bró al oidor Don Bernardino Ángel de Isunza y Eguiluz nuevo investigador de tan complicado caso, con lo cual se creó un conflicto de jurisdicciones. Entre ires y venires, dimes y diretes, lo cierto es que el ex gobernador De los Ríos se fugó de su prisión en la fortaleza de Cruz Grande, mediante el soborno a unos guardias; de Cartagena pasó a Tolú, luego a Jamaica y, final­mente, a Francia, donde causó tal problema en la corte francesa y española que ambos reyes, Luis XIV y Felipe V, intervinieron para aclarar que este personaje ninguna connivencia había tenido con el Barón de Pointis. Feli­pe V obraba, es sabido, por instrucciones de su abuelo, quien también exo­neraba de toda culpa a los oficiales que, entonces detenidos, defendieron a Cartagena de Indias, entre ellos al pobre Don Sancho Ximeno, quien toda­vía aguardaba en prisión el esclarecimiento de aquellos infaustos hechos. Cabe señalar, sin embargo, que la intervención del Rey Sol, lejos de aclarar las cosas, tendió una mancha de duda sobre el proceder del ex gobernador De los Ríos de quien se decía pertenecía al partido francés que en España terciaba a favor del nieto de Luis XIV, el Duque de Anjou, entonces Felipe V.

Pero la injusticia cometida con Ximeno no era más que otro episodio en una larga cadena de injusticias cometidas en aquellos tormentosos tiempos del Imperio Español en América; otra más grande aún se cometería cuatro décadas más tarde con Don Blas de Lezo, comandante de los reales ejérci­tos de mar y tierra que volvieron a defender, no sólo a Cartagena, sino, en ella, a todo el Imperio. Las intrigas cortesanas y la lejanía y dificultad de las comunicaciones fueron parte en determinar, muchas veces, que los favores reales recayeran en quienes no los merecían.

—Marchémonos, que llegan refuerzos españoles. —Fue lo último que se le oyó decir a Ducasse en Cartagena antes de salir a perderse, lo cual hizo el 7 de junio de 1697. Ese mismo año Francia firmaba la paz de Riswick, poniendo fin al conflicto con la Liga de Augsburgo. El Rey Sol mandó a acuñar unas monedas en las que aparecía una dama bajo una palmera a cuyos pies rodaban monedas robadas a los españoles; ostentaban una le­yenda que decía: Hispaniorum Thesauris Direpit, que se traducía: «Fue pi­llada al tesoro de los españoles». Era la primera vez, aunque no la última, que Cartagena vería monedas acuñadas en celebración de su derrota y saqueo. Y esto era lo que más temían los cartageneros tras siglos de amargas expe­riencias.

Una de esas amargas experiencias había sido, poco antes de la invasión de Pointis, el sitio que experimentaron las monjas clarisas en su convento de Cartagena y que da la tónica de dónde surgió el remoquete de Ciudad Heroica, como desde entonces comenzó a conocérsele. Corría el año 1682 y, por lo que se sabe, aquellas monjas de clausura estaban descontentas con la dirección espiritual y económica de los franciscanos. Solicitáronle al obispo de la diócesis, Don Miguel Benavides y Piédrola, que las sustrajese de aque­lla jurisdicción, lo cual procedió a hacer el prelado. Pero tan pronto se hubo resuelto su causa, trascendió en el convento la próxima elección de fray Antonio Chávez que, como hermano que era de cinco monjas del conven­to, no dudaría en darles un tratamiento más equitativo. Las clarisas, enton­ces, procedieron a pedir al obispo Benavides modificar lo resuelto. El Obis­po se negó, ante lo cual la Abadesa procedió a apelar al gobernador de Cartagena, Don Rafael Capsir y Sanz. Los frailes, por su parte, se dirigie­ron a la Real Audiencia de Santa Fe, la cual ordenó la reintegración de las monjas a la jurisdicción franciscana. La decisión fue apelada por el obispo Benavides, apelación que se volvió a fallar a favor de los frailes. En el entre­tanto, los ánimos se fueron caldeando y otros clérigos entraron en la dispu­ta, entre ellos, los jesuitas, animados por un canónigo de nombre Mario Betancourt, quien no desperdiciaba oportunidad para suscitar discusiones y abiertas rebeliones contra la autoridad eclesiástica. La pugna revistió tal naturaleza, que las clarisas, desconcertadas, se volvieron a echar atrás en su decisión, rechazando de nuevo ser dirigidas por los franciscanos. El enantes tranquilo discurrir de los habitantes de Cartagena se vio, entonces, sacudi­do por violentas manifestaciones a favor y en contra de unos y otros. Los partidarios de los franciscanos y jesuitas se aprestaron a asaltar el convento de las monjas, pero el Obispo se presentó en la portería y desde allí amena­zó a las turbas con la excomunión si procedían a violar el sagrado recinto. Las turbas procedieron, entonces, a amotinarse alrededor de su residencia, ante lo cual el valeroso obispo, revestido de sus regios ropajes y Santísimo en mano, procedió a caminar hacia la Catedral desafiando la ira partidista que no se atrevió a apedrearlo.

Como los desórdenes continuaran, el Obispo se vio obligado a poner a la ciudad bajo la pena de Cessatio a Divinis, cesando todo género de oficios religiosos durante un mes. La Iglesia sitiaba a la ciudad. Pero la ciudad comenzó a sitiar a la Iglesia cuando los franciscanos, envalentonando a sus partidarios, difundieron la especie de que aquella medida era ilegal porque el Obispo había sido depuesto de sus funciones. La primera consecuencia fue que fray Luis Ponce, prior de San Agustín, fue agredido a piedra y cuchilladas cuando cruzaba el puente que unía el recinto amurallado con el arrabal de Getsemaní. La segunda fue la salida del Obispo hacia la cercana Turbaco, lo cual hizo a pie enjuto, pero escoltado por el Cabildo Eclesiásti­co que lo acompañaba cantando el salmo In exitu Israel de Aegipto. La salida del prelado estimuló a sus enemigos a intentar dar una nueva carga contra las monjas, que volvieron a ser sitiadas por las vociferantes turbas. Las monjas respondieron echándoles piedras, orines y estiércol desde las ventanas del convento. El Gobernador, Rafael Capsir y Sanz, ayudó a que el convento quedara cercado y no se permitiera la entrada de suministros. Se las quería rendir por hambre.

Hizo su aparición, por aquellas fechas, el nuevo inquisidor, Don Fran­cisco Valera, quien quiso poner remedio a tan dramática situación; diseñó algunas fórmulas de compromiso que no se avinieron a los deseos del Obis­po, que veía mellada su dignidad episcopal. Entonces, entre el Inquisidor y el Obispo surgió una tenaz pugna que terminó en la prohibición lanzada por éste último de que aquel celebrara Misa pública o privada. Vulnerados así sus derechos, Valera arrastró consigo al Santo Oficio y ambos adhirieron al partido del gobernador y de los franciscanos; ni corto ni perezoso, el Gobernador mandó encarcelar a unos clérigos en la torre de la Catedral, persuadido de que aquellos clérigos iban a atentar contra su vida. El enfure­cido gobernador envió tropas a poner asedio a la Catedral para sacar de allí a los clérigos que se resistían a ser trasladados a cárceles comunes. La inten­tona terminó en fuego de mosquetes, que dejó mal herido y moribundo a un clérigo. Por su parte, el Provisor Fiscal del Obispado prohibió a los fieles dar limosna a aquellos conventos en los que el inquisidor Valera había cele­brado Misa contra las disposiciones del Obispo.

Las monjas clarisas resistieron seis meses el asedio, sin dar señales de rendirse. Las autoridades comprendieron que las monjas recibían bastimentos a través de un túnel secreto, el cual fue descubierto y tapiado a cal y canto. Las monjas decidieron morir de hambre antes que rendirse. La Real Audiencia intervino, entonces. En dos provisiones legales se dispuso el secuestro de los bienes del obispo Benavides, así como su destierro, y en la otra se ordenaba que el Cabildo Eclesiástico decretara la «sede vacante». Al tiempo que esto ocurría, hacía su arribo a la ciudad el Obispo de Santa Marta, Don Diego Baños y Sotomayor, quien venía a Cartagena, por orden de la Real Audiencia, a levantar las excomuniones decretadas por Benavides y Piédrola; el enfrentamiento, entonces, se centró entre los dos Obispos, quienes terminaron excomulgándose mutuamente, y con Bena­vides volviendo a decretar una Cessatio a Divinis… Ahora la ralea cartagenera, irremediablemente dividida en bandos, entró a saco con la tropa comanda­da por Domingo de la Roche, Teniente de Gobernador, al convento de las clarisas, que huyeron a refugiarse a la residencia del prelado cartagenero. Todas, menos una. Se trataba de la novicia Juana Clemencia de Labarcés, quien se refugió en casa de su cuñado, Don Toribio de la Torre, para pronto casarse con el asaltante Domingo de la Roche. Las coplas cartageneras no se hicieron esperar:

En el claustro las clarisas son monjitas de clausura, que aunque de fina hermosura parecen olvidadizas: algunas veces las puertas las cierran a cal y canto; pero otras, mosquitas muertas, de par en par las deslizan.

En el claustro la clarisa es amiga de tramoya; don Domingo de la Roche por Juanita se fue a Troya, y asaltando a troche y moche se la llevó de la Misa.

Del sitio al convento de las clarisas pasó el Gobernador a sitiar la resi­dencia del Obispo, aupado por el de Santa Marta que, acobardado por el rumor de que unos corsarios se aproximaban a Cartagena, huyó hacia su sede episcopal. Durante seis años se prolongaron los abusos, hasta que el arzobispado de Santa Fe terció poniéndose de parte del obispo Benavides, y hasta el Papa intervino, enviando unas bulas que daban la razón al asediado Obispo; el gobernador Capsir y Sanz fue destituido y reemplazado por Don Juan Pardo y Estrada, quien súbitamente terminó unido a la causa de los franciscanos; como el Rey lo hiciera destituir también, su sucesor, Fran­cisco Castro, creyó oportuno sumarse a sus enemigos jurados y decretó su prisión. Pero una cédula real llegó a tiempo para destituir a Benavides de su cargo y privilegios. En 1691, el Obispo decidió marchar a España, donde se quedó diez años más en plena lucha para esclarecer todo lo acontecido; finalmente, tras largo pleito, la Corona y el Papa le otorgaron toda la razón. Nunca volvió a Cartagena, porque, intentando hacerlo, le sorprendió la muerte en 1702; no obstante, había dejado el gran ejemplo de que Cartagena y sus hombres podrían ser sitiados, amenazados, bombardeados, pero no sucumbirían fácilmente a los embates de la fuerza. Tampoco que sus habi­tantes escaparían a gran padecimiento por la desobediencia a sus legítimos prelados y conductores eclesiásticos, como se vería poco después con la invasión y saqueo de Pointis y Ducasse en 1697. Había algo de épico y heroico tras aquellas murallas que escondían la nobleza al lado de la miseria humana.

Capítulo IV

El plan contra el Imperio Español

—¡El Mar de las Indias libre para Inglaterra, o guerra!

(Walpole, primer ministro inglés)

E
l Monte Vernon es una colina que se alza en Virginia sobre el río Potomac a unos veinticuatro kilómetros de Washington, en la que se encuentra la casa de madera, al mejor estilo georgiano, de dos plantas que un día perteneció a George Washington, el legendario héroe de la independencia de los Estados Unidos. La mansión había sido construida con gruesos y pesados bloques de madera para dar la apariencia de la piedra; hoy se en­cuentra plenamente rehabilitada y con el mobiliario original que tenía cuan­do George Washington y su familia la ocupaban. Un enorme prado ajardinado, pleno de árboles, arbustos y caminos sombreados, rodea la mansión; al suroriente de la misma, y a corta distancia, se encuentra la tumba de Washington, bajo cuya dirección se construyó allí para albergar sus despojos mortales y los de su esposa, rodeados de dos mil hectáreas de hermosos terrenos que un día les pertenecieron. Los Washington eran, evi­dentemente, una familia de importantes recursos económicos que poseía una de las mejores y más productivas fincas de Virginia.

John Washington fue el primer miembro de la familia en llegar a aquella colonia inglesa y pronto se hizo con esa magnífica plantación, original­mente llamada Little Hunting Creek, posteriormente heredada por su hijo Lawrence Washington quien, a su vez, se la pasó a su hija Mildred; ésta se la vendió en 1726 a su hermano Augustine, el padre de George Washington, quien con su familia se mudó a ella en 1735. La parte central de la mansión fue posiblemente construida por estas fechas. Lo cierto es que el segundo Lawrence Washington, medio hermano mayor de George, la heredó de su padre, Augustine, en 1743, y se fue a vivir allí con el futuro libertador de ese país. Lawrence fue quien le cambió el nombre a Mount Vernon [Monte Vernon], en honor del almirante Edward Vernon bajo cuyas banderas ha­bía servido en el sitio de Cartagena de Indias con un contingente de norte­americanos reclutados para el eventual ataque y toma de la ciudad.

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