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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

El deseo (15 page)

BOOK: El deseo
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Lancé un grito. Los monstruos me saltaron encima, olfatearon mis ropas y volvieron a salir lanzando furiosos aullidos.

—¿Quién está ahí? —gritó una voz, cuyo timbre grave y poderoso había creído oír a menudo, en mis desvelos como en mis sueños.

Una sombra apareció en el umbral: era él.

Nubes rojas flotaron delante de mis ojos. Me pareció que mis pies habían echado raíces en el suelo. Respiraba con dificultad y me apoyé en el pilar de la escalera.

—¿Quién está ahí? ¡Qué diablos! —gritó otra vez, tratando en vano de ver en la obscuridad.

Toda mi arrogancia me volvió. Estaba tranquila y altiva cuando me había despedido de él algunos años antes, quería ser la misma para presentármele entonces. ¿Acaso necesitaba saber todo lo que yo había sufrido en el intervalo?

—Olga… en verdad… Olga, eres tú.

El júbilo ahogado que revelaba su voz hizo pasar en mis venas una sensación de calor y de bienestar. Creí por un instante que iba a echarme a su cuello y a llorar sobre su hombro para aliviar mi corazón, pero guardé mi reserva:

—¿No me esperabais? —pregunté, tendiéndole maquinalmente la mano.

—Pues sí, naturalmente, desde hace dos días te esperábamos por momentos; es decir que comenzábamos a creer…

Había encerrado mi mano en las suyas y trataba de verme la cara. En su actitud había una mezcla particular de cordialidad y de embarazo: parecía que trataba en vano de encontrar en mí a su antigua amiga, su antigua confidente.

—¿Cómo está Marta? —pregunté.

—Ya lo verás —respondió él; —yo en esto nada entiendo. ¡Me parece tan débil, tan frágil! Me digo que será un milagro si se salva. Pero el médico pretende que va bien, y lo que es él debe saberlo.

—¿Y el niño? —pregunté en seguida.

Rió con una ligera risa interior que llegó hasta mí en el crepúsculo.

—¡El niño, hum, el niño!…

Y en vez de concluir la frase, dio un puntapié a los molosos que de un brinco abandonaron la casa.

—Ven —dijo en seguida—, voy a llevarte.

Subimos la escalera, en silencio, sin mirarnos.

«¡Ahora eres una extraña para él!» —me dije.

Y me sentí sobrecogida de angustia, como si acabara de perder una felicidad acariciada desde mucho tiempo.

—Espera un momento —dijo él indicando con el dedo una de las puertas más próximas—, voy a decirle una palabra para prepararla; de lo contrario, podría hacerle daño la alegría.

Un instante después, me encontré sola en un largo corredor obscuro, de bóveda elevada. Muy al fondo brillaban en llamaradas de un rojo sombrío los últimos resplandores del día moribundo que arrojaba sobre las pulidas baldosas un largo surco de luz. Sonidos vagos, que recordaban la voz de un niño, herían mi oído cuando el viento se colaba bajo la bóveda.

Un leve grito de gozo llegó hasta mí, a través de la puerta, y me hizo estremecer. Una oleada de sangre ardiente invadió mi corazón; creí que iba a ahogarme. En seguida la puerta se abrió y la mano de Roberto me asió en la obscuridad: me dejé llevar sin tener conciencia de lo que hacía, y no salí de mi estupor sino en el momento en que caí de rodillas, sollozando, junto a la cama, y oculté la cara en las almohadas, mientras una mano húmeda y caliente me acariciaba la cabeza.

Una sensación que ya no conocía desde hacía años, una dulce sensación de calor, como la que se experimenta en el hogar paterno, penetraba y embriagaba mis sentidos. No osaba alzar los ojos, de miedo de que se disipara.

La mano reposaba siempre en mi cabeza como una bendición del Cielo. Un agradecimiento infinito inundó mi corazón: me apoderé de esa mano que temblaba en la mía, y posé en ella larga y tiernamente mis labios.

¿Qué haces, hermanita, qué haces? —dijo Marta con su voz cansada, ligeramente velada.

Me levanté. La vi delante de mí, pálida, con las mejillas huecas, y los ojos, donde brillaban lágrimas, profundamente hundidos en las órbitas. Estaba blanca y delicada como un copo de nieve; azules e hinchadas venas surcaban su enflaquecido cuello, y su frente, de una blancura tan transparente que parecía que una luz lo iluminara interiormente, estaba cubierta de gotas de sudor.

Había envejecido y enflaquecido mucho desde que yo no la había visto, y las crisis por las cuales acababa de pasar, no parecían ser las únicas en haber ejercido sobre ella su obra destructora; pero había conservado su sonrisa consoladora y bienhechora que servía de alivio a todos, aun cuando ella misma estuviera en el más completo abandono.

—Y ahora no te volverás a ir —dijo ella, alzando los ojos hacia mí, como si no pudiera saciarse de mirarme—. Te quedarás con nosotros, para siempre; ¡prométemelo, prométemelo inmediatamente!

Guardé silencio. La felicidad me rodeaba, abrasadora como el fuego del cielo: era para mí un sufrimiento, una tortura.

—¡Insiste tú también, Roberto! —repuso ella.

Me estremecí. Lo había olvidado totalmente y ahora su presencia hacía en mí el efecto de un reproche.

—Dame tiempo para reflexionar, espera hasta mañana —dije enderezándome.

Sentía en mí el vago presentimiento de que mi residencia en esa casa no sería de larga duración: habría sido demasiada dicha para mí, pobre infeliz a quien un destino despiadado condenaba a vivir en casa ajena.

Leí en el rostro de Marta el deseo de no lastimar mi susceptibilidad.

—Entonces hasta mañana —dijo en voz baja apretándome los dedos—, y mañana verás la falta que nos haces, comprenderás que sería necesario que fuéramos locos, para dejarte partir nuevamente. ¿No es verdad, Roberto?

—¡Seguro, con toda seguridad! —dijo él soltando una carcajada que me pareció singularmente forzada.

Era evidente que se sentía mortificado en presencia de nosotras dos. Así, pues, no tardó en tomar su gorra como para retirarse, sin decir una palabra.

—Enséñale nuestro hijo —murmuró Marta, al mismo tiempo que una sonrisa de indecible felicidad pasaba por su rostro enflaquecido.

—Ven —dijo Roberto—; el niño duerme en la habitación contigua.

Me precedió, y escurrió con gran trabajo su ancho y pesado cuerpo por la puerta entreabierta.

La cuna se alzaba allí en la luz rosada de la tarde. Entre los cojines aparecía una cabecita roja, apenas más grande que una manzana. Sus párpados arrugados estaban cerrados y tenía en la boca uno de sus puñitos, con los dedos crispados como por una convulsión.

Mis miradas se apartaron del niño y a hurtadillas se fijaron en el padre. Este había juntado las manos y contemplaba con piadosa atención a esa pequeña criatura humana. Una sonrisa indecisa, que expresaba tanto el embarazo como el júbilo, vagaba por sus labios.

Sólo en ese momento pude observarlo a mis anchas. El fulgor purpurino de la tarde caía directamente sobre su rostro y hacía resaltar claramente los pliegues y las arrugas que se habían grabado en él durante esos tres últimos años. Penas sombrías parecían asediar su frente; sus ojos habían perdido el brillo y sus labios estaban agitados por un movimiento nervioso en que creí leer a la vez una melancólica sumisión y una impotente rebeldía.

Me sentí presa de una compasión infinita; tenía ganas de tomarle las manos y decirle:

—Tén confianza en mí, soy fuerte; déjame participar de tu dolor.

Cuando alzó los ojos, tuve miedo de que hubiera notado mi mirada; me puse rápidamente de rodillas delante de la cuna y apoyé mis labios en el tierno rostro del niño que se estremeció a mi contacto, como si hubiera experimentado un dolor.

Cuando me levanté, vi que Roberto había salido del cuarto.

Marta me esperaba con los ojos brillantes de impaciencia y de inquietud: quería saber que yo admiraba a su hijo.

—¿No es verdad que es lindo? —balbució, alzando hacia mí sus débiles brazos.

Y cuando su corazón de madre estuvo saturado de orgullo, me hizo sentar a su lado en las almohadas, apoyó su cabeza en mí y concluyó casi por ponerla sobre mis rodillas.

—¡Oh! ¡Qué frescura! —murmuró.

En seguida cerró los ojos, respirando tranquila y regularmente, como si durmiera.

Enjugué con mi pañuelo el sudor que cubría su frente.

Ella me agradeció por señas y dijo: —Estoy todavía un poco débil, me parece que tuviera los miembros rotos; pero espero que mañana podré levantarme y atender a la casa.

—¡Gran Dios, qué ideas tienes! —exclamé espantada.

Ella suspiró.

—Es necesario, es necesario. No tengo derecho de reposar.

—¿Por qué no tienes derecho de reposar?

Marta no contestó, poro de repente se puso a llorar amargamente.

La calmé, besé sus mejillas y sus ojos preñados de lágrimas, y le supliqué que me abriera su corazón.

—¿No eres feliz? ¿Roberto no es bueno contigo?

—Es bueno conmigo, como el buen Dios; sin embargo no soy feliz, soy muy desdichada, hermanita, más desdichada de lo que puedo decirte.

—¿Y por qué, Dios mío?

—¡Tengo miedo!

—¿De qué?

—De hacerlo desgraciado, de no ser la mujer que le convenía.

Sentí, de improviso, que un frío glacial me invadía, como si, emanado de su cuerpo, se trasladara al mío.

—¿Ves? ¡Tú misma sientes que tengo razón! —murmuró, alzando hacia mí sus grandes ojos inquietos.

—Estás loca —dije, esforzándome por reír.

Continuaba sintiendo en todo mi cuerpo ese helado calofrío. Un vago sentimiento me decía que Marta podía muy bien no equivocarse. Pero por el momento se trataba de consolarla.

—¿Cómo puedes ser tan tonta para atormentarte así tú misma? ¿Acaso su actitud no te dice noche y día que estás en un error?

—Sé lo que sé —replicó ella, suavemente, con esa resignación altiva que es el arma de los débiles—. Y esto que te digo no data de hoy. Ese temor tiene muchos años: estaba ya en mi corazón aun antes de que fuéramos novios, y yo sabía bien lo que hacía cuando me negaba entonces a ser su mujer; ¡era el amor, sólo el amor lo que me guiaba!

—¡Marta! ¡Marta! —exclamé en tono de reproche—. Me parece que me has ocultado muchas cosas.

—Todo te lo dije en aquella época —respondió ella—; pero tú no querías creerme, querías por fuerza hacer mi felicidad; y más tarde, ¿por qué habría hablado? En el papel las cosas toman otro significado que el que se les ha querido dar; habrías concluido por ver en mis palabras un reproche a Roberto, quizá hasta a ti misma, y yo no podía dar lugar a semejante equivocación. Mi desgracia data del día en que llegamos aquí. Cuando lo vi reñir con su madre, oí que una voz me gritaba: «¡Tuya es la culpa!» Cuando de día en día lo vi ponerse más sombrío y más triste, me repetía nuevamente en el fondo del corazón: «¡Tuya es la culpa!» Durante la noche me quedaba despierta a su lado, atormentada por este pensamiento:

«¿Por qué estás tan triste y tan melancólica, por qué no sabes sino arrojarte en sus brazos llorando, y sufrir doblemente cuando lo ves sufrir?»

«¿Por qué no has aprendido a echarte a su cuello cantando, desde que vuelve a su casa y, con la sonrisa en los labios, a borrar con un beso las arrugas de su frente? Aún más, ¿por qué te faltan el orgullo y la fuerza? ¿Por qué no puedes decirle: «Refúgiate a mi lado; si tu corazón tiembla, en mí encontrarás nuevas fuerzas, velaré sobre ti y sostendré tus pasos.» He ahí lo que habrías hecho tú, hermana; no, no me contradigas. Con frecuencia me he representado la actitud que habrías tenido tú, con tu alta estatura; le habrías abierto los brazos para que pudiera refugiarse en ellos, como en un puerto donde las tempestades no se atreven a penetrar… pero, mírame —y al decir esto dirigía una mirada de lástima a su cuerpo delicado y débil, cuyos flacos contornos se delineaban bajo la cobija—. ¿Ese lenguaje no sería ridículo en mi boca? Yo que casi me pierdo en sus brazos, que soy tan pequeña, tan frágil, no sirvo sino para que me protejan; proteger a los otros no es cosa mía… Mira, he reflexionado en todo eso durante largas noches, en las tinieblas, y el desaliento se ha apoderado cada vez más de mí. Por la mañana me esforzaba en reír, quería fingir la indiferencia y la alegría de un pájaro, creyendo que ese era el papel que mejor me convendría y más le agradaría; pero los cantos y la risa se ahogaban en mi garganta, y él lo notaba muy bien, pues sonreía con expresión compasiva, y yo sentía redoblar mi vergüenza.

Sin fuerzas, Marta se detuvo y ocultó el rostro en mis faldas; luego continuó:

—Y como este medio no me dio el resultado que esperaba, traté por lo menos de indemnizarlo de otra manera. Tú sabes que nunca en mi vida he tenido miedo al trabajo, pero hasta ahora jamás había tenido sobre mí una labor tan penosa como durante estos tres años. Y, cuando ya no podía más, cuando mis rodillas casi se doblaban bajo mi peso, seguía adelante, sin embargo, sostenida por este pensamiento: «Haz ver que eres por lo menos útil para algo, arréglate de modo que nunca sepa cuán poca cosa posee en realidad en tu persona…» Pero, ¿de qué sirve todo eso? Todos mis esfuerzos son enteramente inútiles. Tan pronto como vuelvo las espaldas todo se trastorna. Tiemblo sin cesar de que un día mi trabajo le parezca insuficiente.

Así se quejaba la desdichada, y yo misma tenía el corazón despedazado al ver tanto dolor.

—Escucha, tengo que hacerte una súplica —dijo ella finalmente, tomándome ambas manos—: sondea a Roberto, procura saber si está contento de mí, y después me lo dirás.

La atraje hacia mí, le prodigué mil palabras cariñosas, y traté de alejar con mis caricias el temor, la inquietud de su espíritu. Ella bebía con amor cada una de mis palabras; su rostro febricitante estaba pendiente de mis labios y de vez en cuando un débil suspiro se escapaba de su pecho.

—¡Oh! ¿Por qué no has estado siempre a mi lado? —exclamó, acariciándome las manos.

En ese momento, un nuevo pensamiento pareció desalentarla otra vez. Insistí para que hablara, pero no quería decidirse a hacerlo; al fin dijo, balbuciendo y tartamudeando:

—¡Tú harás todo mil veces mejor que yo; le enseñarás lo que habría podido tener y lo que tiene; verá qué pobre criatura soy a tu lado!

Un espanto se apoderó de mí; luego comprendí.

Había soñado en poseer un hogar, pero ese sueño se desvanecía. ¿Cómo podía permanecer en esa casa, cuando mi propia hermana se consumía de dolor y de celos por causa mía?

Marta sintió que me había hecho mal; alzando sus delgados brazos hasta mi cuello, me dijo:

—Compréndeme, Olga; no son celos los que experimento; soy tan poco celosa, que mi deseo más ardiente es que os entendáis ambos después de mi muerte, y que…

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